03 junio 2007

LA REBELDÍA DE LA INCREDULIDAD

Carlos Benítez Villodres

Es sumamente difícil creer y, menos aún, confiar en “El Grupo de los Ocho” (G-8), compuesto por los regidores de los siete países más industrializados del mundo (EE UU, Japón, Alemania, Reino Unido, Francia, Italia y Canadá más Rusia) ¿Por qué? Pues, porque en el G-8 están los problemas, no las soluciones. Incluso antes de que comenzaran esos diálogos de besugos, la sociedad mundial era consciente de que nada positivo, nada real brotaría o sucedería al finalizar los mismos. El G-8 quiso darles un barniz de pésima calidad a sus reuniones (la última en Escocia), invitando a algunos líderes de países en desarrollo o con economías emergentes como son: México, Brasil, la India, China y Sudáfrica, grupo este conocido por G-5, pero todos sabemos que estas invitaciones eran puro teatro, un barniz, como ya he expresado, que antes de que hiciera acto de presencia en Geneagles (Escocia), ya se había volatilizado.
El G-8, además de defender sus propios intereses, aunque lo niegue, busca la manera de incrementarlos, en detrimento de las necesidades vitales de una amplia gama de naciones. Ni el G-8, ni usted, ni yo podemos olvidar los gravísimos y sangrientos disturbios que se produjeron en Génova en 2001 durante la cumbre de estos “dioses todopoderosos”, pero, aunque se metan en la zorrera más lejana y escondida, el rechazo siempre será total, por parte del hombre de buena voluntad, a estas escenificaciones de la obra teatral “Conversaciones añejas en el corazón de la mentira”.
“Prefiero pecar de confiado, aunque me lleve mil decepciones, refiere Paul Gauguin, a vivir desconfiando de todo y de todos. En el primer caso se sufre sólo en el momento del desengaño, y en el segundo se sufre constantemente”. El pintor francés, pilar básico del postimpresionismo, tiene toda la razón, pero ante las continuas decepciones, a nivel mundial, que padece el hombre y la mujer de hoy, por parte de estos mandatarios, el sufrimiento es firme e incesante. Los propios jefes de Estado y de Gobierno de las naciones más desarrolladas son los que han hecho desaparecer la confianza que en ellos podíamos tener.
El materialismo es tan poderoso que reina en solitario en este mundo de todos y de nadie. Aquellos que intenten luchar contra él tienen hoy por hoy la guerra perdida, incluso puede que hasta la vida, porque es combatir contra los fantasmas de esa realidad única que es la materia (el dinero y todo cuanto se puede comprar o vender, gracias a él, todo... menos la muerte). No olvide, caro lector, que los gobernantes que dicen y gritan, aunque bien saben que es una patraña, que “la importancia de los intereses materiales es o debe ser lo más primordial para la sociedad y para cada miembro de ella, tienen el mundo en sus manos”.
Al poder económico universal no le interesa que en los países más pobres deje de existir la pobreza; ni talar las guerras actuales de cuajo para que sólo la paz habite en todas las naciones del orbe; ni que las enfermedades, en los países tercermundistas, dejen de crecer y crecer por el descontrol y la indiferencia reinantes; ni detener para mermar lo más posible el cambio climático que conlleva el empobrecimiento de la humanidad en especial el de los pueblos que ya se hallan inmersos en la más espantosa miseria; ni controlar y disminuir significativamente “el efecto invernadero” que sufre nuestro planeta; ni cooperar para que el extremismo de los fenómenos meteorológicos se mitigue; ni prevenir para evitar los impactos destructores de ecosistemas... “Todo el mundo sabe, dice Antonio Gala, y el G-8 mejor aún, lo que sucede en África, por mucho que apriete los párpados para no verlo. Hambre, miseria, prostitución, sida, violencias, analfabetismo y guerra. Y eso para el mayor beneficio del Primer Mundo y de algunos tiranos”. Por desgracia, es así de claro. Y lo mismo que ocurre en África, acontece en gran parte de América del Sur, de Asia y en ciertos países, por no generalizar, del Este de Europa ¡Cuánto más se extienda por el mundo el infortunio, más se enriquecen los países que atesoran más riquezas!
Los escaparates, que montan y decoran para las reuniones del G-8, son fastuosos, impresionantes. Tras estas pantallas ostentosas se elevan los discursos con palabras de humo, deseos sin raíces, secos, y esperanzas desesperanzadas. Todo es una farsa propia de los líderes de los países más enriquecidos del planeta. La teatralidad de estos actores excelentes ha calado hasta más allá del “más allá” ¿Quién cree que la deuda externa que se exige a los países más pobres del orbe se condone parcialmente? ¿Quién esperaba que estos “caballeros” establecieran un plan realista contra el cambio climático? ¿Quién calentaba la esperanza de que “algo” verdaderamente positivo para la humanidad se afianzara y se llevara a cabo con prontitud? “Somos capaces, manifiesta John F. Kennedy, de eliminar el hambre de la Tierra en el espacio de una generación. Lo único que falta es querer hacerlo”. En esta última oración, pronunciada por el presidente estadounidense un año antes de ser asesinado, está la solución a todos los problemas que afectan a la especie humana: “Lo único que falta es querer hacerlo”. Pero quienes pueden y deben resolver todos las cuestiones negativas que asaetean incesantemente a los seres humanos..., no quieren hacerlo ¿De qué sirve, pues, tantas y tantas reuniones de los jefes de los países más afortunados? Para nada. Sí, absolutamente para nada, porque “las palabras, asevera Demóstenes, que no van seguidas de los hechos no valen para nada”.
El mundo continuará su alocada carrera hacia ninguna parte, porque así lo decide la voluntad del G-8. No nos engañemos, si pensamos que estos “caballeros todopoderosos” actúan con veracidad, honradez y transparencia para solventar lo que no quieren arreglar, aunque expresen todo lo contrario. No piense, caro lector, que soy catastrofista, un ser alarmista, negativo por naturaleza. No, estoy en el extremo opuesto. Soy el primero que anhelo que mis opiniones sean erróneas para bien de toda la sociedad mundial. “Por los frutos conoceréis el árbol”, afirma Jesús, y quien sigue esta regla no yerra nunca. Ahí están los frutos. Mírelos, caro lector. Mírelos en sus árboles respectivos. Obsérvelos. Son frutos farisaicos, semejantes “a sepulcros encalados, hermosos por fuera, mas por dentro llenos de huesos de muertos y de toda suerte de inmundicia”. (Mateo XXIII, 27).
Pero el sufrimiento ajeno es una realidad que intenta aplastarme, machacarme. Una realidad que está presente constantemente en mí. Por ello, utilizo, como arma, la palabra. Estoy totalmente seguro de que a los miembros del G-8, si me leyeran, no les gustaría lo que escribo. Hay palabras que besan, que acarician, otras que sacan a la luz lo que ocultan mentes y corazones, y otras que expresan, con coraje y firmeza, aquello que ciertas personas no quieren escuchar. Evidentemente las palabras aclaran o enturbian las aguas del pensamiento. Las mías, así lo creo y lo afirmo, son de aquellas que las clarifican, aunque creen graves conflictos entre lo sano y lo podrido.
¿Por qué sucedieron las terroríficas matanzas terroristas en Nueva York, Madrid y Londres? ¿Por qué posiblemente haya una nueva ciudad en el punto de mira de los asesinos terroristas? ¿Por qué tanta sangre inocente derramada? ¿Por qué vivimos bajo la amenaza del terror? ¿Por qué en los campos de la Justicia se cultivan injusticias? ¿Por qué se alimenta el fuego de las guerras en vez de apagarlos? ¿Por qué tanta indigencia, tanto infortunio, tantas calamidades... en el mundo? ¿Por qué el tráfico de personas, de armamentos, de drogas... está cada día más en auge? ¿Por qué afirman los mandamases del orbe que anhelan la paz, cuando lo que verdaderamente desean con vehemencia es la guerra? ¿Por qué mueren, por no ser asistidos debidamente, tantísimos niños, mujeres y ancianos en los países donde la pobreza y el hambre conviven íntimamente? ¿Por qué...? Porque quienes pueden y deben acabar con todo estos males, con presteza y audacia y tesón..., no quieren hacerlo. Sí, “lo único que falta es querer hacerlo”, pero no quieren los miembros del G-8. Palabras, palabras y más palabras que se las lleva el viento de turno “al país de la oscuridad perpetua”.
No creo a estos 8 emperadores del mundo por permitir que todas estas desgracias y adversidades palpiten sobre la Tierra, cebándose, precisamente, en los seres más desamparados, más ninguneados, más desesperados... No creo a estos 8 dioses del orbe por torturar constantemente a la esperanza del ser humano que más necesitado está de ella. No creo a estos 8 poderosos manipuladores que tienen a más de la mitad de la humanidad viviendo de rodillas. No creo a estos 8 dirigentes que mienten, cuando dicen que luchan para favorecer a los más humildes, a los más necesitados, a los más maltratados física y psíquicamente... Ellos que sólo se preocupan de incrementar su poder y sus riquezas. No creo al G-8, porque considero a sus representantes unos irresponsables al no querer hacer, aunque afirmen que sí están dispuestos, aquello que están obligados a realizar, por ser quienes son, para bien de la humanidad de hoy y de mañana.
¡Cuántas y cuántas personas sufren en el mundo por la avaricia de estos 8 políticos que son considerados, falsamente, pilares de la democracia, paradigma de las libertades, forjadores del progreso y del bienestar...! ¡Cuántas y cuántas personas, como usted, caro lector, y como yo, malviven o sobreviven impotentes en esas naciones olvidadas por la inmensa mayoría de los que nos denominamos occidentales! A muchos hombres y mujeres de países desarrollados o en vías de desarrollo los han habituado, y han aceptado, a la indiferencia, a la sumisión, al conformismo..., de tal manera que viven sin que les afecten las desdichas del prójimo, de los hermanos de camino, habiten en su mismo bloque o calle o a 7 mil kilómetros de distancia. Han consentido que los deshumanicen, que los aborreguen, que los manipulen... A pesar de ello, tengamos siempre a flor de memoria aquellas palabras bellísimas y animosas del poeta: “Sonríe siempre, aunque tu sonrisa sea triste, porque más triste que tu sonrisa triste, es la tristeza de no saber sonreír”. Tampoco olvidemos que es mucho más fácil amar y solidarizarse con los que sufren y luchar por su bienestar, que permanecer impasible ante todas las miserias personales y sociales que paralizan y desesperan a millones y millones de seres humanos. ■

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