02 septiembre 2007

Irán. Policía y moral



POR MIKEL AYESTARÁN

Mashrub (alcohol), varagh (barajas de cartas), film sexy (películas pornográficas)... Los vendedores de artículos prohibidos susurran a los viandantes las mismas palabras una y otra vez. Seguidas, con disimulo y de forma muy rápida. Están en las plazas del sur de Teherán y cuando alguien acepta la compra de un «film sexy», por ejemplo, se retiran a una esquina y cambian su DVD, sin carátula alguna, por un billete de diez mil riales (un euro). El mercado negro opera de diferente forma en la zona noble de la ciudad, al norte, donde la gente con mayor nivel económico realiza sus compras por teléfono y sin moverse de su sillón.
En una ciudad de catorce millones de habitantes se puede conseguir de todo. Las fuerzas de seguridad de la república islámica trabajan duro para evitar este comercio, pero sus esfuerzos son insuficientes para acabar con un negocio en el que el boca a boca es la única propaganda.

Jueves noche
Una cara en la calle, otra dentro de casa. Transcurridos veintiocho desde el establecimiento de una república islámica en el país que hasta entonces era el más occidental de todo Oriente Medio, los jóvenes que han nacido y crecido dentro del sistema han ido aprendiendo los trucos para intentar vivir, vestirse y divertirse como lo hacían sus padres, o como ven hacerlo a la gente de su edad por los canales del satélite. «No es sencillo, pero en Teherán también hay marcha y debido a la sensación constante de peligro, resulta mucho más excitante que en Europa o Estados Unidos", comenta Sam, un joven ingeniero miembro de una adinerada familia teheraní que reside en Londres, pero que viaja cada verano a su país.
En un país con setenta millones de habitantes y una edad media de veinticinco años las noches de los jueves, víspera del viernes sagrado para el Islam, se han convertido en una pesadilla para la policía local en ciudades como Isfahán, Shiraz y, sobre todo, Teherán. La capital parece un país independiente dentro de la gran república islámica. No hay bares, ni discotecas, las fiestas se organizan en casas particulares. No está permitida la venta de alcohol, pero en el mercado negro se compra de todo. Para los que no tienen el dinero suficiente, queda la producción artesana usando alcohol de farmacia, lo que provoca sistemáticamente intoxicaciones a lo largo del país.
«Como más se liga es con el “dor dor”. La táctica consiste en conseguir un buen coche y pasearse por las avenidas del norte a la caza de chicas que también vayan en coche. Paramos en semáforos y nos pasamos los móviles de un vehículo al otro, luego nos llamamos y quedamos en alguna cafetería», apunta Sam, que gracias a su todoterreno Mercedes consigue «más números de teléfono que nadie en la ciudad». Los atascos en estas calles del norte son eternos en la tarde del jueves y la policía incluso llega a cortar el tráfico para evitar el colapso y el flirteo entre jóvenes.

Ideas sobre las fiestas
«Hay iraníes que quieren divertirse como los occidentales, pero otros muchos no. No se trata de fiestas que organizan los europeos a las que vamos iraníes, las mejores son las que organizamos los iraníes para nosotros mismos», destaca Parisa. Nació el año del regreso de Jomeini, pero pese a su educación en el sistema y valores islámicos y a no haber salido nunca del país, dista mucho de representar el modelo de joven musulmana ideado por la revolución. Parisa mira a Occidente, como otros miles de jóvenes teheraníes cansados de ser perseguidos por su ropa, su peinado o la música.
En las fiestas del norte de Teherán se deja un cuarto para que las chicas se desprendan de su ropa oscura nada más entrar. Las batas y los pañuelos caen de los cuerpos y descubren modernos vestidos, escotes, minifaldas y camisetas de las mismas marcas, colores y diseños que en cualquier país del mundo. La moda islámica impuesta en las calles por las nuevas patrullas de la fe desplegadas por el Presidente Ahmadineyad, se convierte en la misma moda joven que en Madrid o Barcelona. Lo que cambia es la música. Madonna, Coldplay o los Rolling no pueden competir con artistas locales como Benyamin, cuyo estilo de música disco cantada en farsi, arrasa.
«El truco está en la calle. Si no llamas la atención, te dejan en paz y en tu casa puedes hacer lo que quieras. Si algún vecino se queja puede venir la policía, entonces se paga una multa y, como mucho, se termina en comisaría. Pero no hacemos nada que no hicieran nuestros padres antes del 79 y por eso nos comprenden», declara Zohre, que como Parisa no ha salido nunca del país y sueña con viajar a la costa turca la próxima semana para poder bañarse junto a su novio «y ver el horizonte, sin toldos que me libren de las miradas de los hombres. Sólo quiero nadar con él».
Los resultados de la revolución cultural islámica no han dado los frutos esperados y muchos jóvenes se revelan ante la censura y la represión. Pese a los esfuerzos de las autoridades por islamizar a su población, la religión está en regresión en muchos sectores, cada vez más alejados de los valores islámicos que tratan de regir las leyes y normas de la sociedad. Los millones de iraníes que viven en el exilio (la mayoría de ellos en Estados Unidos), las nuevas tecnologías (el farsi es el tercer idioma por orden de importancia en los blogs de internet), la televisión satélite… muchas son las causas, según los analistas locales, de la doble vida en un Irán en el que sus ciudadanos han roto el bloqueo impuesto por Estados Unidos, el denominado «gran Satán» por los líderes de la revolución, para volver a fijar la vista de sus ojos en Occidente.

Porno doméstico
Según intelectuales reformistas, como Emadeddin Baghi, el éxito del porno es otro de los factores que denotan el alejamiento de los iraníes de los cánones marcados desde la ciudad santa de Qom. En estos últimos meses, además, se ha constatado que en la república islámica lo que arrasa es el género doméstico. Ni las televisiones vía satélite, donde hay canales clasificados en X, pueden competir en popularidad con las cintas caseras.
«Los vídeos que triunfan en Irán son los caseros, grabados con teléfonos móviles, o cámaras no profesionales, y que recogen momentos de la vida íntima de iraníes. Tengo desde mujeres cambiándose en los vestuarios de una tienda de ropa, hasta imágenes de una piscina o el polémico vídeo de Zohre con su novio», señala un vendedor anónimo por vía telefónica.
Hace seis meses que el video de Zahra Amir Ebrahim, famosa actriz que encarnaba al personaje de Zohre en la célebre telenovela local «Nargés» (una especie de «Cristal» o «Pasión de Gavilanes» a la iraní) salió al mercado. La actriz rompió con su novio y éste, a modo de venganza, difundió una cinta en la que se les veía haciendo el amor. Veintiséis minutos de sexo puro y duro que se estima han podido recaudar cerca de cuatro millones de euros y se han convertido en la cinta más vendida de Irán, por encima de los célebres directores locales que cada año copan los primeros lugares en los festivales cinematográficos de todo el mundo.
Lógicamente, no hay datos oficiales, pero los vendedores consultados aseguran que se han podido vender más de cien mil copias de este DVD. Nada más destaparse el escándalo, la actriz envió una carta a los medios explicando que fue engañada y que ella es una «mujer musulmana muy creyente». Las autoridades aceptaron sus disculpas y persiguieron a su ex pareja, que tuvo que huir del país.
Cinco meses después, la pesadilla renació para Zohre, pero esta vez a nivel internacional, ya que la revista «Playboy» publicó su historia en su número de mayo y ofrecía un enlace a la página de internet donde descargarse el vídeo. El mito de la actriz piadosa, jamás vista hasta ese momento sin hyjab, comenzó a derrumbarse. El vídeo supuso un golpe directo a la credibilidad de los medios públicos, controlados por el Gobierno, y en los que se transmite sin fisuras la imagen de una sociedad idealmente islámica.
Irán se mueve, avanza, y el régimen islámico se enfrenta a una realidad distinta a la que hace veintiocho años provocó la victoria de Jomeini. La revolución cultural y la islamización de la educación y de la sociedad no han podido calar en todo el país por igual y el norte de Teherán es un espejo al que empiezan a mirar el resto de jóvenes iraníes, que ven allí un pedazo de occidente dentro del régimen.

Regreso a Trelew






Trelew no se parece en casi nada a la ciudad que era hace 35 años, cuando la vi por primera vez. Su población se ha multiplicado cuatro veces: de los veintiséis mil habitantes de entonces a los casi cien mil de ahora. En el centro abundan los cafés, los negocios atareados, los turistas que tratan de acercarse a las ballenas en el océano próximo. Sólo no han cambiado las ondulaciones que separan el casco urbano de la estepa, el té de la tarde que los galeses dejaron como una costumbre de siempre cuando colonizaron la región en 1865, las siestas inevitables.
El aeropuerto de 1972, donde se refugiaron y se rindieron sin condiciones los diecinueve guerrilleros fugitivos del penal de Rawson, ya no está donde estaba. El nuevo es un imponente conjunto de dos plantas situado en el camino a Gaiman, siete kilómetros hacia el Oeste, en vez del modesto edificio que antes desafiaba la soledad quince kilómetros al Este, cerca del mar.
A las pocas horas de llegar tuve que declarar como testigo ante el juez federal Hugo Sastre por un libro que publiqué en 1973, La pasión según Trelew. Allí se relata la fuga en masa de 115 guerrilleros desde Rawson, el 15 de agosto de 1972, el fracaso de casi todos en alcanzar a tiempo el avión de Austral capturado por sus compañeros en Comodoro Rivadavia, y la rendición sin condiciones de los diecinueve que llegaron tarde y se quedaron en tierra, mientras los otros rezagados volvían a la cárcel.
Los que se rindieron fueron sacados de sus celdas la madrugada del 22 de agosto y ametrallados por los oficiales de la Marina encargados de su custodia. Así lo recuerda Trelew, el documental de Mariana Arruti que vi el día del 35° aniversario. Pocos relatos de esa tragedia sin drama -o de cualquier tragedia en general- me han parecido tan ascéticos y a la vez tan conmovedores. Arruti logra el prodigio de restablecer el pasado tal como fue -el pasado en sí que Proust aspiraba a resucitar- desplegando con prolijidad imágenes de los noticiarios, declaraciones de testigos y retratos silenciosos de los lugares tal como el tiempo los ha dejado.
En sus primeros minutos, Trelew relata la solidaridad que poco a poco despertó entre los habitantes comunes de la ciudad cuando los primeros presos políticos llegaron al penal de Rawson y cómo se crearon amistades imposibles entre los que ya estaban en la ciudad y los familiares que iban llegando de lugares distantes con medicamentos y ropa. Casi en seguida, la película se detiene en los preparativos de una fuga en masa que parecía empresa de locos y que fracasa a última hora por una señal mal comprendida. Es el mejor momento de Trelew. En la narración de Arruti hay un despojamiento visual y un ascetismo expresivo que hace pensar en Un condenado a muerte se escapa, la obra maestra que Robert Bresson dirigió en 1957. Los detalles de los muros, de las escaleras descascaradas, de las celdas sin nadie, tienen una densidad casi metafísica.
Cuando me propuse narrar esa fuga en 1973, Ana Wiessen, una de las guerrilleras que esperaban a los fugitivos en Trelew para llevarlos al aeropuerto, me dijo que, al no verlos llegar a la hora convenida, tuvo "un pensamiento judío". "Los judíos -explicó- siempre comparamos los signos que nos envía Dios con otros signos más terrenales para averiguar si aquéllos son falsos. Pero también Dios puede querer engañarnos. Por lo tanto, Dios nos ha engañado, me dije. Y ése fue un verdadero pensamiento judío." Ana Wiessen hablaba en tiempos inclementes. Todo lo que entonces decía podía incriminarla, devolverla a la cárcel, arrastrarla a la muerte.
La película de Arruti lleva esa duda metafísica más lejos, porque la transforma en culpa. Uno de los responsables de transportar a los fugitivos, Jorge Lewinger, confiesa que interpretó mal las señales que le daban desde el penal, o que las confundió, y que ese error no ha dejado de atormentarlo. Trelew reúne, por fin, los testimonios de mucha gente que se había negado a hablar. De hecho, cuando emprendí la investigación para mi libro de 1973, me dijeron que Jorge Lewinger había participado en la fuga pero que hablar podía costarle la vida. Y no hay libro en el mundo que valga la vida de un solo ser humano.
Tanto el juez federal Hugo Sastre como la película de Mariana Arruti cuentan que la Marina sigue negándose a colaborar en la investigación. Nadie ha querido echar luz sobre un grave episodio de sangre que sigue atribuyéndose al descontrol de dos o tres oficiales navales durante la madrugada del 22 de agosto. Hubo dieciséis muertos aquel día -y casi todos ellos fueron rematados por una descarga final-, más tres sobrevivientes que inculparon a esos oficiales antes de que los tres desaparecieran a su vez, años más tarde, en los campos de tormento de la dictadura. Acaso los señalados tengan una versión indulgente de lo que hicieron pero, mientras sus camaradas de armas callen, los habitantes de Trelew y los que escriben esa historia seguirán creyéndolos culpables.
Más que los relatos de la fuga y de la matanza, que todavía arrebatan el corazón de tanta gente, lo que sigue impresionándome es la simetría entre lo que sucedió la madrugada del 22 de agosto de 1972 en la base naval y lo que padecieron los habitantes de Trelew cuarenta días más tarde. Al amanecer del 11 de octubre, aquel mismo año, diecinueve ciudadanos fueron detenidos en el viejo aeropuerto por las patrullas del ejército que habían invadido las calles y bloqueado las salidas hacia Rawson, Puerto Madryn y la zona de las chacras galesas. Ninguno de esos prisioneros era digno de sospecha. Se trataba de militantes pacíficos de partidos políticos que actuaban en la democracia, profesores secundarios o universitarios, dirigentes sindicales y hasta un intendente radical recién elegido Algunos de ellos ni siquiera sabían por qué los llevaban, con las manos atadas a las espaldas, hacia un campamento improvisado junto a un avión Hércules C-130. Las cifras, quizá por azar, son simbólicas: dieciséis prisioneros cayeron en la base naval; tres sobrevivieron a la matanza. Cuarenta días más tarde, de los diecinueve rehenes a los que levantaron de la cama en medio de la noche, tres fueron liberados sin explicaciones a las pocas horas. Los otros dieciséis fueron enviados a la cárcel de Villa Devoto.
Llegué a Trelew en esos días y fui testigo de la indignación con que la ciudad entera respondió al arresto de algunos de sus habitantes. Más de tres mil personas -la décima parte de la población- colmó durante una semana la sala del teatro Español desde el amanecer hasta la noche para reclamar la devolución de sus presos sin causa. Nadie dormía. La gente comía en los asientos de la platea, florecían las asambleas y los discursos. Allí encontré, convertida en una Pasionaria patagónica, a Teresita Belfiore, una compañera de la Escuela de Letras de Tucumán, que enseñaba Lenguas Clásicas en el Instituto Universitario de Trelew. Se cantaban sin tregua poemas compuestos al calor de la vigilia, se leían mensajes de solidaridad de los pueblos vecinos. Salvo en la Patagonia misma, ya casi nadie se acuerda de aquella rebelión espontánea, desatada por ciudadanos de a pie. Es, sin embargo, una rebelión ejemplar. Demuestra la fuerza que puede tener un pueblo entero cuando lo enciende una causa justa.
La matanza de Trelew cambió los vientos de la política argentina y se convirtió en una semilla de odio. Aunque nadie lo sabía entonces, faltaban pocos meses para que Juan Perón regresara de su exilio de dieciocho años. El gobierno de Alejandro Lanusse prometía elecciones libres, sin proscripciones. Sin las heridas de Trelew, acaso habría sido más fácil apagar los incendios que vinieron después. Pero aquel 22 de agosto se abrió una grieta inútil, y por allí fluyó la sangre de mucha gente.

Por Tomás Eloy Martínez
Para LA NACION