12 febrero 2008

PROHIBIDAS POR DECRETO- Primera nota


Sonia Catela, escritora y periodista, Vive en Ceres, Provincia de Santa Fe, Argentina. La dramática experiencia de su detención durante la dictadura militar en 1976 la instaló en la escritura, primero como punto de fuga, luego como espacio de indagación y revelación. Desde entonces ha recibido la aprobación del público lector y el reconocimiento de la crítica. Su obra ha sido incluida en numerosas antologías en la Argentina y en el exterior, y ha recibido importantes premios. Presentamos tres importantes artículos publicados en Rosario 12, Página 12, en los que denuncia la persecución de los demonios del proceso criminal en la Argentina en los años negros (1974 / 1883), contra la literatura y los escritores .Éste es el primero de una serie de tres, que iremos publicando.

por Sonia Catela

Con fecha, número y firma de autoridades, decretos oficiales mandaron a la quemazón una serie de obras de escritoras argentinas. Estas se hunden aún en un cuasi anonimato, debido al cambalache discepoliano en que deviene la historia de la censura, cuando los oficiosos inflan el globo según el teorema de exagerar la realidad para reforzarla, a lo que se suma la vertiente imaginaria que urden autores con alegatos de persecuciones fantaseadas, las que dan prestigio y venden.
Pero, las verdaderas malditas, las públicamente proscriptas, aquéllas cuyas obras secuestraba la policía federal de librerías, editoriales y bibliotecas, atravesaron un infierno propio. Echémoles una mirada a tales mujeres, en su cuerpo vivo, textual y corporal.
El decreto Nº 1101, del 26 de abril de 1977 del PE, vetó “Ganarse la muerte” de Griselda Gambaro. En el libro el gobierno halló una “posición nihilista frente a la familia, la moral, el ser humano y la sociedad”.
Para la preparación de la sopa censora se echaron también huesos como que esas actitudes constituían una agresión directa a la comunidad y corroboraban la existencia de formas cooperantes de disgregación social, tanto o más disolventes que las violentas.
Sirvamos un fragmento de "Ganarse la muerte" de la Gambaro.
“Así, volvió a la casa deseando encontrar paz, lo cotidiano ajustado aceitadamente sobre los rieles, y la comida no estaba lista [...]
-¡Cledy!- Llamó el marido, y Cledy tardó bastante en moverse. Olió a quemado e inició un movimiento, angustiada.
¡Ah, era demasiado! pensó el marido, sintiendo que el mundo se le venía encima. Otros podían ser peores que él, que por otra parte, siempre había sido un pan de Dios. [...] Sacó el revólver y disparó ciega, irreflexivamente, pero con buena puntería.
Los niños acudieron y observaron, curiosos. Cledy había caído, los pies bajo los muslos, cabellos extendidos, el brazo inútil contra el cuerpo, sin cambio, en una postura modesta, agradable.
-¡Se murió la estúpida! ¡Se murió la estúpida!- gritaron los niños, festejando alborozados".
Este iconoclasta acierto literario ultrajó la filosofía oficial autoritaria. Respuesta: interdicción y decomiso. El decreto gubernamental también proclamó: "la necesidad de garantizar a la familia argentina su derecho natural y sagrado a vivir de acuerdo con nuestras tradiciones y arraigadas costumbres". Afirmación que se ensambla con la aspiración de cristalizar las formas sociales poniéndolas fuera de cualquier transformación cultural. El derecho natural al que se alude es “superior a toda ley escrita”, algo que ha de regir “sin consideración a época o país, prescindiendo de determinaciones temporables y espaciales”. Eterno, inmutable, uniforme, el derecho natural queda “libre de toda variación que puedan provocar los hombres”.
Pero más; los militares le confieren a ese atributo de la familia un carácter sagrado, con lo cual se lo remite al “Derecho considerado mandato divino, del que surge la figura de Dios legislador quien gobierna el mundo e inspira las normas humanas, ya que en él residen las leyes eternas”.
Se elaboró así el eje Gambaro/afrenta a la moral y la familia/ apóstata/ paria social, legitimado por el gobierno, la escuela y una parte entusiasta de la sociedad.
Captar párvulos para la guerrilla
"Un elefante ocupa mucho espacio" de Elsa Borneman, recibió su anatema el 13 de octubre de 1977, por decreto 3155. Los meridianos que recorrió la prohibición de la obra coinciden con los de la Gambaro: “posición que agravia la moral y la familia”, valores alrededor de los cuales gira la esencia de una mujer según esta filosofía, y contra los cuales atentaban estas escritoras; pero más: respecto de “Un elefante...” se resaltó que se trataba “de cuentos destinados al público infantil con una finalidad de adoctrinamiento preparatoria para la tarea de captación ideológica del accionar subversivo”.
Metamorfoseada en una suerte de “desviada”, de mujer que busca corromper a los niños con su obra, Elsa Bornemann se vio radiada a la periferia de aquella Argentina que en 1982 se proclamaría “reserva cultural y moral de Occidente” y que exigía a la familia como un dogma: “núcleo natural generador de vida, de carácter indisoluble, dada la decisión de constituirla asumida por los cónyuges ante Dios y la sociedad".
-Fragmento de “El año verde" cuento del libro prohibido de Elsa Bornemann:
"Asomándose cada primero de enero desde la torre de su palacio, el poderoso rey saluda a su pueblo, reunido en la plaza mayor. Como desde la torre hasta la plaza median aproximadamente unos setecientos metros, el soberano no puede ver los pies descalzos de su gente. Tampoco le es posible oír sus quejas (y esto no sucede a causa de la distancia, sino, simplemente, porque es sordo...)
-¡Buen año nuevo! ¡Que el cielo los colme de bendiciones!- grita entusiasmado, y todas las cabezas se elevan hacia el inalcanzable azul salpicado de nubecitas, esperando inútilmente que caiga siquiera alguna de tales bendiciones.
-¡El año verde serán todos felices! ¡Se los prometo! -agrega el rey antes de desaparecer hasta el primero de enero siguiente.
-El año verde... -repiten por lo bajo los habitantes de ese pueblo antes de regresar hacia sus casa-. El año verde...
Pero cada año nuevo llega con el rojo de los fuegos artificiales disparados desde la torre del palacio...
con el azul de las telas que se bordan para renovar las tres mil coertinas de las ventanas del palacio...
con el blanco de los armiños que se crían para confeccionar las suntuosas capas del rey...
con el negro de los cueros que se curten para fabricar sus doscientos pares de zapatos...
con el amarillo de las espigas que los campesinos siembran para amasar -más tarde- panes que nunca comerán...
Cada año nuevo llega con los mismos colores de siempre. Pero ninguno es totalmente verde... Y los pies continúan descalzos... y el rey, sordo.
Hasta que, en la última semana de cierto diciembre, un muchacho toma una lata de pintura verde y una brocha. Primero pinta el frente de su casa, después sigue con la pared del vecino, estirando el color hasta que tiñe todas las paredes de su cuadra, y la vereda, y los cordones, y la zanja (...)
Y el pueblo entero, como si de pronto un fuerte viento lo empujara en apretada hojarasca, sale a pintar hasta el último rincón. Y en hojarasca verde se dirige luego a la plaza mayor, festejando la llegada del año verde. Y corren con sus brochas empapadas para pintar el palacio por fuera y por dentro. Y por dentro están los tambores de la guardia real, que por primera vez baten alegremente la llegada del año verde.
-Que llegó para quedarse!- gritan todos a coro mientras el rey escapa hacia un descolorido país lejano”.
El 30 de agosto de 1980 se quemaron, en un solo día, un millón y medio de libros. Los había publicado el Centro Editor de América Latina, y se los secuestró de sus depósitos por "subversivos".
Héctor Gustavo de la Serna, juez federal de La Plata, ordenó a la policía provincial que les prendieran fuego en un baldío de Sarandí.
El juez Gustavo de la Serna, exigió que hubiera testigos de la editora, y, fueron llevados por la fuerza dos empleados, Ricardo Figueiras y Amanda Toubes.
El juez Héctor Gustavo de la Serna, dispuso también que se tomaran fotos de la destrucción de ese millón y medio de libros, las que fueron difundidas por el periódico Clarín en su edición del domingo 27 de agosto del 2000, veinte años después; veinte años es mucho tiempo. Se ve un camión volcador descargando montañas y montañas de libros, y, en otra toma, éstos ya son restos humeantes, carbonizados.
Al Centro Editor de América Latina, que había logrado lectores argentinos para escritores argentinos, con una circulación de cien mil ejemplares para algunas de sus colecciones periódicas, como "Capítulo", y "Los hombres de la historia", el mismo representante de la dictadura lo castigó clausurando en sus sótanos otro millón de ejemplares. La Editorial quebró.
Pero ¿cuántos libros se incineraron en el país? Nadie hizo el cálculo. Griselda Gambaro, Elsa Bornemann, Iverna Codina, Laura Devetach, Roma Mahieu (de éstas tres últimas nos ocuparemos en otra nota) marcharon a piras –nada metafóricas- donde se incendió la sangre viva de su palabra. Algunos de los libros prohibidos sobrevivieron; reeditados después, están. Otros, inhallables, de contenido inconjeturable, asumen la categoría de verdaderos desaparecidos