27 mayo 2009

El autor prosigue su deconstrucción del sionismo

El monstruo de tres patas

Gilad Atzmon
Palestine Think Tank


Traducción de Manuel Talens


Contrariamente a sus hermanos y hermanas cosmopolitas, que difunden el sionismo y el racismo tribal bajo un disfraz liberal y progresista, Melanie Philips no esconde sus cartas. Hace unos días definió claramente lo que es el sionismo:

"El sionismo”, escribe Philips, “es simplemente el movimiento para la autodeterminación del pueblo judío y su significación es mayor que la de cualquier otro movimiento de liberación nacional, porque el judaísmo se asienta sobre tres patas, el pueblo, la religión y la tierra. Si le cortan una al negarle legitimidad, se desploma. Por eso, el antisionismo es mucho más que una incómoda posición. Es un ataque directo al judaísmo.”

Philips no permite conjeturas. Para ella, no sólo el sionismo es un movimiento nacional legítimo, sino que “su significación es mayor que la de cualquier otro movimiento” por el hecho de apoyarse en “tres patas”. Si uno lo piensa, eso de apoyarse en tres patas tiene su importancia. Yo, por ejemplo, sólo me apoyo en dos y en poco más. A veces, desnudo frente al espejo, me encantaría ser el sionismo.

Tal como afirma Philips, el sionismo es una amalgama de tres ingredientes judíos: el pueblo, la tierra y la religión. Son estos ingredientes los que lo convierten en un victorioso relato ético. Es esa mezcla lo que transfiguró al sionismo en el identificador simbólico colectivo del pueblo judío en el siglo XX. Es el sionismo lo que se las ha arreglado para reinventar al pueblo judío como una nación con una lúcida aspiración ideológica, espiritual y geográfica. Pero si bien el sionismo tiene sentido para muchos judíos en todo el mundo, cada vez lo tiene menos para aquellos que no lo adoptan, es decir, el resto de la humanidad. La razón es muy sencilla: los judíos están en su derecho, si lo desean, de celebrar colectivamente sus síntomas, pero no tienen derecho alguno a hacerlo a expensas de los demás.

El sionismo se las ha arreglado para interpretar el judaísmo como una brutal licencia que les permite robar y matar. Transformó un texto espiritual –la Torá– en un registro notarial. Inventó a los judíos como nación y, luego, le impuso a la recién nacida nación una inmoral apetencia geográfica con devastadoras implicaciones racistas y coloniales.

Vale la pena preguntarse cómo fue que el sionismo alcanzó tal éxito, cómo se las arregló para asesinar con impunidad y cómo ha logrado seguir asesinando durante tanto tiempo. A fin de cuentas, la mezcla letal de “tierra, religión y pueblo” es totalmente contraria al discurso cultural y político occidental de la posguerra, cuyos ingredientes son más bien “cosmopolitismo, multiculturalismo, multirreligiosidad y fronteras abiertas”.

Soy de la opinión que la ecuación de Philips, a saber, “sionismo es igual a judaísmo”, es la táctica sionista más eficaz posible, porque paraliza la mayor parte de las oposiciones humanistas al sionismo. La razón es bien obvia: los seres humanos éticos ordinarios no saben cómo arreglárselas con esa endiablada fórmula que los lleva a criticar un sistema de creencias religiosas.

Una manera de evitarlo consiste en negarse a aceptar la ecuación de Philips: “sionismo no equivale a judaísmo”, sino que es más bien una estrecha interpretación del judaísmo que recupera el depredador discurso bíblico y lo convierte en una práctica diaria; que se apodera de la noción moral judaica de “pueblo elegido” y la convierte en un crudo programa supremacista. Más que el judaísmo, lo que el sionismo representa es el rostro genuino de la ideología judía. Es racista, chovinista, tiene sed de poder; pero es distinto del judaísmo, porque el judaísmo gira en torno al temor de Dios, mientras que el sionismo no tiene miedo a nada ni a nadie. Por eso, es justo decir que oponerse al sionismo es oponerse a la ideología judía o a eso que yo defino como “judeidad”.

Hay que considerar que el sionismo se considera a sí mismo como un movimiento nacional ilustrado. Hasta cierto punto, como ideología y praxis, trata de conocerse a sí mismo, busca explicaciones o, al menos, justificaciones racionales e históricas (nunca éticas). Debo añadir que la argumentación que ofrece Melanie Philips es coherente. Según ella, “eso es lo que somos”, así que si nos lo quitan nos están privando de nuestra razón de ser.

Creo que el marco en el que se sitúa Philips es correcto; lo que resulta ligeramente confuso es la terminología que utiliza. Sionismo no es equivalente a religión judía: la vinculación intrínseca tiene lugar más bien entre sionismo y judeidad. Si de verdad queremos oponernos al sionismo, de inmediato nos vemos inmersos en un conflicto inevitable con la ideología judía. Oponerse al sionismo es admitir que tenemos serias diferencias con el nacionalismo judío, con el tribalismo judío, con la ideología racista judía, con la supremacía judía y con el colectivismo judío. Oponerse al sionismo es admitir no nos gustan esas cosas que destila “lo judío”.

Sin embargo, preciso es señalar que si sionistas como Philips pueden sugerir la equivalencia entre sionismo y judaísmo, quienes se oponen al sionismo no deberían poner reparos a hacer exactamente lo mismo, pero desplazando la crítica del sionismo hacia la ideología judía y a lo que de ella se desprende.

Ya lo he dicho muchas veces en escritos anteriores: en la práctica, son los disidentes sionistas e israelíes quienes parecen hacer avanzar el discurso antisionista. La razón es muy sencilla: los disidentes israelíes no dudan en exponer su pasado colectivo o reflexionar sobre él. Contrariamente a los izquierdistas tribales judíos de la diáspora, siempre dispuestos a rechazar cualquier complicidad con los crímenes israelíes alegando que “no en mi nombre”, algunas voces disidentes israelíes admiten su responsabilidad directa en ellos. Penetran en la noción de culpabilidad y la convierten en responsabilidad.

Hace un mes, el periódico Haaretz publicó un artículo de Uri Avnery en su edición especial dedicada al Día de la Independencia de Israel. “Living With The Contradiction” fue el intento, por parte de un humanista israelí, de enfrentarse a su propio pecado original desde una perspectiva histórica.

Avnery es un ensayista extraordinario. Aunque suelo estar en desacuerdo con él en ciertas cosas, reconozco que no deja de representar la voz de la razón en ese Estado perverso. Contrariamente a Melanie Philips, que apoya al sionismo desde la lejanía, Avnery formó parte de un comando en 1948. Estuvo personalmente implicado en la creación de Israel. “Sabíamos que si ganábamos la guerra habría un Estado y que si nos derrotaban no lo habría, ni tampoco viviríamos para contarlo”.

Contrariamente a Melanie Philips, que habla de “una tierra”, Avnery fue uno de los que invadieron esa tierra y expulsaron a sus habitantes.

“No dejamos ni un solo árabe dentro de nuestras fronteras y los árabes hicieron lo mismo”, dice Avnery. Y, sin embargo, contrariamente a Philips, él se da cuenta de que la mezcolanza sionista de “pueblo, tierra y religión” conduce al desastre. El pecado original israelí no es precisamente una fórmula que lleve hacia la paz.

Se pregunta: “¿Cómo podríamos, pues, armonizar la contradicción entre nuestras intenciones y sentimientos de aquella época –cuando establecimos el Estado y, para decirlo sin rodeos, lo pagamos con nuestra sangre– y la injusticia histórica que infligimos a nuestros adversarios?”.

Y continúa: “Nuestra salud mental como nación y como seres humanos lo necesita y ése sería el primer paso hacia una futura reconciliación. Debemos admitir y reconocer las consecuencias de nuestras acciones y reparar lo que sea reparable, sin renegar de nuestro pasado ni de nuestra inocencia juvenil.” Avnery se esfuerza por explicar, no por justificar, el pecado de 1948, pero aspira a la reconciliación. Comprende perfectamente que el Estado judío corre a su fin a menos que se enfrente a su pasado.

Ya me gustaría a mí que quienes ofrecen su contribución al discurso de la solidaridad con Palestina tuviesen la misma valentía de Philips y Avnery. Quisiera que, al igual que hace Philips, nosotros tuviésemos la valentía de identificar sionismo con judaísmo para poder utilizar dicho emparejamiento como contraposición crítica. Me gustaría que considerásemos la Nakba como Avnery, con miedo, y de ello sacásemos la única conclusión posible: el derecho al retorno.





Fuente: Palestine Think Tank - The Three-Legged Monster

Artículo original publicado el 25 de mayo de 2009

Sobre el autor

Manuel Talens es miembro de Rebelión y Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al

Fujimori, el «Drácula» del Perú


Ex-presidente condenado por criminal:
el japonés enjaulado


Por Cristina Castello
Especial para Kaos en la Red

Fue un presidente constitucional de facto. Y este contrasentido no es metáfora. En el Poder del Perú desde 1990 hasta el 2000, fue tirano y criminal. Así lo declaró la Justicia el pasado 7 de abril, y lo condenó a 25 años de prisión, por crímenes de lesa humanidad y corrupción. Fue uno de los instrumentos necesarios para que los USA impusieran el neoliberalismo a ultranza en los ’90, uno de los antecedentes de la crisis mundial. «Drácula» no dejó ningún supuesto enemigo, sin torturar. Ni siquiera su primera esposa, Susana Higuchi, se salvó de esa gracia. La madre de sus tres hijos declaró que fue martirizada no menos de 500 veces, por orden de su esposo, el presidente constitucional.
Imposible hablar de Fujimori, sin mencionar al presidente actual del Perú, Alan García Pérez, ya se verá. El pájaro enjaulado no se privó de cometer barbaries, ni de decir mentiras. Justo cuando debía exponer su programa de gobierno en la Semana Santa del ’90, dijo que se había intoxicado con bacalao. Apodado «El Chino», se rebautizó «Chinchonet» en honor a uno de sus colegas de genocidios, Augusto Pinochet. Habló o calló según sus conveniencias. Pero sobre todo, asesinó. Furia devoradora por el Poder, para ganar las elecciones, escandalizó al Japón cuando —grotesco— hasta bailó un vals en la televisión. Después, el actual mandatario Alan García, siguió su ejemplo. Para ganar los votos de la juventud, su figura obesa danzó frente a las cámaras, al compás del reggaetón. A los gobernantes asesinos del Perú les gusta bailar.
Tan hábil para matar como para arropar su cobardía, consiguió súbitamente la nacionalidad japonesa y huyó a Tokio, en noviembre de 2000. Fue cuando se descubrió la red de corrupción, de la que formó parte, encabezada por el entonces jefe de los Servicios de Inteligencia (SIE) e informante de la CIA norteamericana, Vladimiro Montesinos, personaje tan abyecto como su jefe, y a quien la justicia universal –que asoma, a veces— quiere ver en prisión.
Desde la ciudad sede del gobierno de Japón, el evadido renunció a la presidencia, en noviembre de 2000 de una manera inaudita. Envió un fax y... ¡ya está! Caramba qué originalidad, inédita incluso en los anales de las felonías, que consuma el hombre cuando está en el Poder. Y fue más lejos: por temor de que la flamante ciudadanía japonesa no fuera suficientemente segura para ampararlo de la ley, se postuló al congreso nipón; buscaba la inmunidad parlamentaria. Después, y con el propósito de presidir de nuevo el Perú, regresó vía Chile, donde fue hecho prisionero, y finalmente extraditado.
Ahora, condenado por la justicia peruana y en prisión, en el mundo se lo conoce como el reo Fujimori. ¿O acaso hay que apelar a eufemismos, cuando el sacrilegio es el terrorismo de Estado, nada más y nada menos? Es un reo, otro más.
No tiene traje a rayas, ni está marcado con un número, como las víctimas de los campos de exterminio, o como los seres que él ordenó lacerar; o como estuvieron tantos otros cuyas muertes decidió. Al contrario, tan furioso como gélido, aún detrás de las rejas sigue queriendo imponer su siembra de muerte, hambre y desolación, a través de una de las hijas de la madre martirizada por orden de su papá. Keiko Fujimori, su bebé, lleva la antorcha de sombras que su padre le legó, y la esgrime como bandera en su candidatura presidencial.
«Chinchonet» saldrá de prisión en el 10 de febrero de 2032. Nacido en 1938, tendrá 94 años: ¿llegará? ¿Llegará a esa edad, y llegará a cumplir la condena, que el presidente actual lucha por burlar para que su cómplice recupere la libertad?
Los cargos que la Justicia probó, fueron los crímenes de lesa humanidad en Barrios Altos y la Universidad de la Cantuta, y el secuestro agravado al periodista Gustavo Gorriti y al empresario Samuel Dyer. Masacres que implicaron torturas y genocidio, el asesinato de 25 personas, entre ellas un niño de 8 años, bajo el fuego asesino de un escuadrón de la muerte.
El trabajo impecable de los tribunales peruanos, es un hito en la historia de la América morena. De hecho, algunos militares argentinos fueron condenados, y también Pinochet en Chile, quien estuvo prisionero en su domicilio, en razón de su edad avanzada. Pero, de los tres, el de Fujimori es el único caso de un presidente que habita, por fin, en una mazmorra, habiendo sido elegido por el voto ciudadano, aunque después haya ejercido un gobierno de facto.
Él aúlla que apelará, para no purgar sus crímenes; y no sólo ante las instancias habituales de la Justicia; también ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la misma que antes le parecía terrorista. Otra es la cuestión del «Cuarto Poder» —los medios más influyentes—: en realidad, un poder de cuarta, con la suma de poder; entre los cuales hay un caso paradigmático, a propósito del fallo para «Chinchonet».

Bamboleos

Las expresiones del diario «New York Times» sobre la condena, parecen una pieza de ética. La calificó de «alentadora» y puso el acento en la conducta ejemplar de la Corte Suprema del Perú, por haber enviado al reo a prisión. Detalló prolijamente las pruebas de muertes y torturas: se escandalizó y estalló de alegría
porque los crímenes de lesa humanidad no deben permitirse; y, si ocurren, merecen punición, siempre según la mirada del diario de los USA.
Y fue más lejos, dijo lo que tantos peruanos claman con ardor: que la sentencia es un aviso serio para el presidente actual.
Desde luego. Durante la primera presidencia de Alan «Caballo loco» García Pérez en el Perú, se organizó el Comando Rodrigo Franco, que barrió poblados andinos enteros, las matanzas de campesinos eran habituales y también los desaparecidos. En el ’85 había ordenado la Masacre de Accomarca, donde el Ejército peruano asesinó 45 personas. Y dos años antes, el 19 de junio del ’86, se ejecutaron extrajudicialmente más de 200 prisioneros de El Frontón, Lurigancho y Santa Bárbara. En el ’88 siguió su derrotero de muerte, con la Masacre de Cayara, cuando treinta personas fueron exterminadas, y hubo decenas de desaparecidos.
Al igual que en el caso del «Chino», se instruyeron contra él, diversas causas por crímenes de lesa humanidad, que eludió gracias a la ayuda del cómplice japonés. Y hoy, sigue encarcelando inocentes, persiguiendo a poetas, matando aborígenes e intentando liquidar la Amazonia peruana. Pero no se queda ahí.
Alan García cobijó también al venezolano Manuel Rosales, un delincuente, de la oposición chavista, buscado por la Interpol por delitos comunes: enriquecimiento ilícito y corrupción. Más: ya está sellada la alianza Keiko Fujimori-Alan García, para seguir poblando de hambre y muerte al pueblo peruano, bajo una dictadura donde impere el terror. Si logran esos objetivos, Drácula sería liberado dentro de dos años y el presidente actual no sería juzgado jamás.
Mientras tanto, así como los niños balancean su pureza, cara al cielo, en los columpios de los parques de diversiones, el «New York Times» se bambolea entre dos extremos, aunque jamás con cielo. Sostuvo y sostiene que Fujimori hizo maravillas cuando llegó al poder, ya que detuvo una inflación galopante; en una palabra: porque instauró el neoliberalismo a ultranza, como un alumno obediente de Norteamérica.
En una palabra: celebra que se haya hecho justicia con el mismo reo al que sustentó. ¡Recórcholis! Si, justamente, la violencia, los crímenes de lesa humanidad y el Estado de terror, fueron el andamiaje necesario para imponer las políticas económico-financieras del Régimen.
¿O acaso el «New York Times» ignora que el Perú es el patio trasero de los EE.UU.? Sirva como triste ejemplo, que desde el 23-08-90 la embajada norteamericana en el país de Túpac Amaru y César Vallejo, sabía detalladamente el plan fujimorista de operaciones, para realizar asesinatos. Las pruebas están en manos del Archivo de Seguridad Nacional, de uno de sus analistas, Meter Kombluh, y de Kate Doyle testimonio experto en el juicio a «Chinchonet».
El japonés, cierto, de nada malo se privó. Documentos secretos confirman que, junto a su ex asesor Vladimiro Montesinos, ayudó a Carlos Menem cuando era presidente, a ocultar información sobre contrabando de armas de Argentina a Ecuador. Él y su «comunidad de inteligencia», supieron de los preparativos para el comercio ilegal de fusiles, no bien éstos comenzaron. «Gracias» a la complicidad del nipón, decenas de oficiales y soldados peruanos, perdieron la vida en Alto Cenepa y nadie fue sometido a juicio.
Menem está procesado por la Justicia argentina; pero mientras tanto, goza de abultados ingresos como senador nacional; y él y el Drácula del Perú, fueron el punto de partida para la proliferación de los políticos de la farándula, genuflexos frente al Imperio. Los dos fueron precursores de la enajenación de sus países: de la venta a precio vil de empresas estatales nacionales, a empresas estatales extranjeras, en la mayoría de los casos. Y, tanto o más grave, los dos vaciaron la vida de su sentido trascendente: el de ser vivida como una estética, que contenga la ética.


Sin máscara

70 años tuvo para aprender la fraternidad, pero eligió el camino inverso. Ingeniero agrónomo, físico, matemático, devenido político. Naoichi y Mutsue Fujimori, sus padres lo vieron nacer en el Perú, adonde habían acudido en busca de trabajo y buena calidad de vida. El Perú se los dio, y el hijo se encargó después de arrasar el país que les brindó bienestar.
Fue con «Cambio 90» que Fujimori se postuló a la presidencia en las elecciones de aquel año. Su contrincante era el escritor de derechas Mario Vargas Llosa. Después de haber obtenido un escaso 20% de sufragios, en el ballottage se acreditó la presidencia con el 60%. Trampas de la vida, recibió el respaldo de varios grupos de izquierdas; y, por cierto, el de su cómplice Alan García, por entonces primer mandatario, por el APRA.
Salvo para matar, al comienzo de su mandato Drácula se mostró sin máscara. Sin máscara, su gobierno dependió —directamente— de la asesoría de Norteamérica, y del Fondo Monetario Internacional (FMI), con una participación activa del agente de la CIA el ex capitán Vladimiro Montesinos. Sin máscara, en 1992 —mediante la violencia y con la ayuda de las Fuerzas Armadas— disolvió el Parlamento y suspendió el Poder Judicial, en lo que se conoce como «autogolpe»; y aprobó una nueva constitución, que le dio la suma de poder.
Terminó con el grupo ciertamente terrorista «Sendero Luminoso»; y también con el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), de muy distinto origen y objetivos que Sendero. No, no «terminó»: exterminó a los integrantes, a fuego abierto, mediante torturas sofisticadísimas y desaparición forzada. El terror de Estado, en lugar de la Justicia. Y mientras seguía su siembra de muerte, ganó de nuevo las elecciones en 1995 frente al ex Secretario General de las Naciones Unidas, Javier Pérez de Cuéllar.

Le llegó el final, ¿el final?

Fue recién a fines de los ’90 que la ciudadanía comenzó a despertar; a descubrir la corrupción y la crueldad. En 2000 «Chinchonet» ganó de nuevo la presidencia, pues su opositor, Alejandro Toledo, se retiró sin participar de la segunda vuelta electoral. Y todo se precipitó. A través de un video, salieron a la luz infinitos actos de su perenne corrupción. Entonces el valiente Drácula, a quien no le había temblado la mano para las órdenes de asesinar, huyó. Y entonces, el Japón, y entonces, su renuncia por fax. Atrás había quedado también —se había salvado— Susana Higuchi, torturada por orden de su esposo siempre bestial. Y de los cuatro hijos de la pareja, él no ve sino por los ojos de una ellos, Keiko, su bibelot.
En 2006 Fujimori se casó con la poderosa empresaria nipona —propietaria de hoteles y campos de golf— Satomi Kataoka, hoy 42 años, para asegurarse de no ser rechazado en el país de su sangre oriental. El matrimonio se hizo legal a las tres de la madrugada y en ausencia.
—«Yo siento que eres parte de mi destino. Quiero casarme contigo», dijo entonces el actual presidiario a su japonesa.
— «Él me dice que me ama, y yo también lo amo, pero lo admiro más como ser humano. Fujimori llenó un vacío en mi corazón y fue él quien me salvó espiritualmente. Él me brindó cariño y calor humano», dijo la japonesa, sobre su peruano-japonés. Ahora Kataoka ve a Fujimori como un Cristo que está siendo sacrificado, y al juez y al fiscal como demonios.
Demonio «Chinchonet»:
La madre de sus hijos fue vendada, encapuchada, sometida a electroshock y torturada hasta casi morir.
—«Cuando estemos lejos, si se siente solo, que se lleve a mi perro», había reído la japonesa.
Hoy nadie ladra en la prisión del Drácula del Perú, pero la justicia universal clama por escuchar el aullido enjaulado de Alan García Pérez, para que Nunca Más.

*Cristina Castello es poeta y periodista, bilingüe (español-francés) y vive entre Buenos Aires y París.
http://www.cristinacastello.com
http://les-risques-du-journalisme.over-blog.com/
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