31 mayo 2009

No tengo dudas / Orlando Barone


Mientras las madres y abuelas de Plaza de Mayo estén junto al gobierno, no tengo dudas.

Mientras sigan apareciendo hijos de desaparecidos recobrados, no tengo dudas.

Mientras haya quienes sigan vivando a los represores, no tengo dudas.

Mientras los gobiernos de Latinoamérica estén cada día más ligados a la Argentina, no tengo dudas.
No tengo dudas por Orlando Barone
Mientras la jerarquía de la Iglesia sea más afín al mensaje de los opositores que al mensaje del gobierno, no tengo dudas.

Mientras el FMI esté allá pero no aquí, no tengo dudas.

Mientras la extrema izquierda se vaya tanto a la izquierda que termine en la derecha, no tengo dudas.

Mientras la derecha se indigne porque considera a este gobierno de izquierda, no tengo dudas.

Mientras la Mesa de Enlace se sonría victoriosa rodeada de porotos de oro, y los gurúes de la City auguren inminentes cataclismos, no tengo dudas.

Mientras haya tanta libertad que se pueda decir que el oficialismo hace todo mal y que lo seguirá haciendo mal, no tengo dudas.

Mientras se pueda caricaturizar con libre albedrío a la presidenta y su marido en el lecho conyugal, no tengo dudas.

Y si a esas caricaturas del matrimonio las incluyen en un film “porno”, menos dudas tendría.

Mientras la iluminada Casandra augure que la Argentina “podría desaparecer del mundo civilizado”, no tengo dudas.

Mientras gran parte de la sociedad democrática se expresa públicamente día y noche, en la vigilia y en el suelo contra el gobierno, no tengo dudas.

Mientras la luz y el gas no se apaguen, y no se seque la nafta, y no colapsen los radares, los aviones y los trenes sin hacer caso de las profecías, no tengo dudas.

Mientras los jubilados de antes y los de ahora cobren normalmente con plata como todos los trabajadores, no tengo dudas.

Mientras quienes se reconocen progresistas, pero están contra el Gobierno, posan incoherentes en la foto junto a los no progresistas históricos, no tengo dudas.

Mientras haya aquí patriotas aterrados porque una empresa multinacional argentina es estatizada en Venezuela, y esos mismos patriotas ni siquiera se inquietaron cuando fue privatizada toda la Argentina, no tengo dudas.

Mientras de un lado esté Marcos Aguinis y del otro José Pablo Feinmann;

y de un lado esté la Tribuna de doctrina

y del otro Carta abierta de los intelectuales,

y de un lado estén Blumberg, el rabino Bergman y el gatillo fácil,

y del otro las garantías y el juez Zaffaroni; no tengo dudas.

Eso sí: tengo dudas de no tener dudas.

Pero la oposición, paradójicamente, me inspira certidumbres.

Sí, certidumbres opositoras contra las certezas de los opositores.

Publicado por Orlando Barone

29 mayo 2009

FACEBOOK: ¿ES DE LA CIA?

de Boletin Entorno (Año 7 Número 42)


por Ernesto Carmona

Los grandes medios ensalzaron a Mark Zuckerberg como al niño maravilla que a los 23 años se convirtió en multimillonario por el éxito alcanzado por el Facebook, pero no le prestaron atención a la “inversión de capital de riesgo” por más de 40 millones de dólares efectuada por la CIA para sacar adelante la red social.
Cuando el delirio especulativo de Wall Street hizo creer a los incautos que el valor de Facebook ascendería a 15 mil millones de dólares, en 2008 Zuckerberg se convirtió en el multimillonario "hecho a sí mismo" más joven de la historia del “ranking” de la revista Forbes, con 1.500 millones de dólares. Entonces, la apuesta del capital de riesgo invertido por la CIA parecía haber obtenido buenos réditos, pero el “valor” de Facebook se ajustó a su nivel real en 2009 y Zuckerberg desapareció del listado Forbes.
La burbuja Facebook se infló cuando William Gates, el dueño de Microsoft, adquirió en octubre de 2007 una participación del 1,6% en 240 millones de dólares. Esta operación condujo a especular que si el 1% de Facebook costaba 150 millones de dólares, entonces el valor del 100% ascendería a 15 mil millones de dólares, pero el chamullo terminó desinflándose. La cuestión de fondo es que Facebook existe gracias a una inversión de capital de riesgo de la CIA.
En 2009, los grandes medios no escatimaron “propaganda informativa” para rendir culto a Zuckerberg como paradigma del joven emprendedor-triunfador, pero la reiterada difusión de esta “noticia” no logró obtener que la revista “Forbes” lo mantuviera en la versión 2009 de su listado (1). El niño maravilla desapareció de la lista, pese a la intensa campaña de CNN y de la gran prensa mundial que refleja los intereses de Wall Street. La “lista Forbes” es como el Oscar de los grandes negocios e infla o desinfla el valor de las acciones.
La CIA invirtió en Facebook mucho antes que llegara a convertirse en una de las redes sociales más populares de Internet, según una investigación del periodista británico Tom Hodgkinson publicada en 2008 en el diario londinense The Guardian (2) y comentada por algunos medios independientes de habla inglesa, pero sin repercusión alguna en la gran prensa.
La propaganda corporativa convirtió al portal social en sinónimo de éxito, popularidad e incluso buenos negocios. Facebook se presenta como un inofensivo sitio web de redes sociales que facilitan las relaciones interpersonales.
Su popularidad hizo especular que sus aproximadamente 70 millones de usuarios aumentarían en un par de años a 200 millones en todo el mundo, porque en sus mejores semanas llegó a recibir hasta dos millones de nuevos usuarios. Empero, el Facebook no convence a todos.
Críticos y detractores
“El que no está en Facebook no está en nada o es antisistémico”, dicen unos. Es como tener una imagen nueva pero sin contenido, para darse importancia en el mall en que se ha convertido Internet, como sustituto de las antiguas plazas públicas, dicen otros. Los más pragmáticos afirman que es una herramienta para re-encuentros con antiguos compañeros de infancia y juventud perdidos en las mudanzas de la vida. Sus defensores de izquierda sostienen que sirve para promover luchas contra la globalización y coordinar campañas contra actividades como las reuniones del G8.
El periodista español Pascual Serrano describió como fue utilizado por el gobierno de Colombia para coordinar la jornada mundial contra las FARC que en 2008 marcó el comienzo de la ofensiva propagandística contra la guerrilla que aún continúa. Y hay mucha evidencia de que Facebook ha sido instrumentalizado por la CIA. Para Walter Goobar, de MiradasAlSur.com, "es en realidad un experimento de manipulación global: [...] es una sofisticada herramienta financiada por la Agencia Central de Inteligencia, CIA, que no sólo la utiliza para el reclutamiento de agentes y la recopilación de información a lo largo y ancho del planeta, sino también para montar operaciones encubiertas".
A grandes rasgos Facebook es una herramienta de comunicación que permite contactar y archivar direcciones y otros datos de amigos y familiares. Es una mina de información sobre las amistades de sus usuarios para entidades como el ministerio de Seguridad de la Patria, de EEUU, y, en general, para la comunidad de inteligencia, abocada con igual entusiasmo al “enemigo” interno que externo desde la era Bush.

Millones de usuarios ofrecen información sobre su identidad, fotografías y listas de sus objetos de consumo favoritos. Un mensaje de parte de algún amigo invita a inscribirse y a participar en Facebook. Los datos personales, que suelen ser capturados por toda suerte de estafadores y clonadotes de tarjetas bancarias, también van a parar a los discos duros de la comunidad de inteligencia de EEUU. El sistema Beacon de Facebook hace seguimientos de los usuarios y asociados, incluyendo a quienes nunca se registraron o a los que desactivaron sus vínculos. Facebook resulta más práctico y rápido que los InfraGard (2), que son 23.000 micro-comunidades o “células” de pequeños comerciantes-soplones organizadas por el FBI para conocer los perfiles psico-políticos de su clientela.
Desde diciembre de 2006, la CIA utiliza Facebook para reclutar nuevos agentes. Otros organismos gubernamentales deben someter el reclutamiento y contratación a regulaciones federales, pero la CIA adquirió más "chipe libre" que nunca bajo el gobierno de Bush, incluso para torturar sin guardar las apariencias. "No es necesario obtener ningún tipo de permiso para poder incluirnos en la red social", dijo la CIA.

Capital de riesgo CIA

Una muy fundada voz de alerta sobre la propiedad CIA del Facebook la entregó el periodista británico Tom Hodgkinson, en el documentado artículo “With friends like these ...” (Con los amigos nos gusta…), publicado en el diario londinense The Guardian el 14 de enero de 2008 (3). Dijo que después del 11 de septiembre de 2001 se redobló el entusiasmo por la alta tecnología que ya tenía capturada a la comunidad de inteligencia de EEUU desde que dos años antes había creado el fondo de capitales “In-Q-Tel”, para oportunidades de inversión de riesgo en altas tecnologías.
Para el periodista Hodgkinson, los vínculos del Facebook con la CIA pasan por Jim Breyer, uno de los tres socios clave que invirtió en esa red social 12,7 millones de dólares en abril de 2005, también asociado del fondo de capital Accel Partners, miembro de los directorios de gigantes como Wal-Mart y Marvel Entertainment y además ex presidente de National Venture Capital Association (NVCA), caracterizada por invertir en talento joven.
“La más reciente ronda de financiamiento de Facebook fue conducida por una compañía financiera llamada Greylock Venture Capital, que puso 27,5 millones de dólares”, escribió Hodgkinson. “Uno de los mayores socios de Greylock se llama Howard Cox, que es otro ex presidente del NVCA que también está en la junta directiva de In-Q-Tel”.
“¿Y qué es In-Q-Tel?”, se pregunta Hodgkinson, “Bueno, créase o no (y verifiquen en su sitio web) es un fondo de capital de riesgo de la CIA”. Creado en 1999, su misión es “identificar y asociarse con compañías que estén desarrollando nuevas tecnologías para ayudar a proveer soluciones a la Agencia Central de Inteligencia”.
La página web de In-Q-Tel (4) recomendada por Hodgkinson es muy explícita: “En 1998, el Director de Inteligencia Central (DCI) identificó la tecnología como prioridad estratégica superior, directamente conectada a los avances de la Agencia en futuras tecnologías para mejorar sus misiones básicas de recolección y análisis. El liderazgo de la Dirección de Ciencia y Tecnología diseñó un plan radical para crear una nueva empresa que ayudaría a incrementar el acceso de la Agencia a la innovación del sector privado". Ni agregándole agua quedaría más claro, dijo Hodgkinson.

Notas y fuentes:
1) Reporte Forbes 2009:
http://www.forbes.com/lists/2009/10/billionaires-2009-richest-people_The-Worlds-Billionaires_CountryOfCitizen_18.html.
2) http://www.infragard.net/
3) http://www.guardian.co.uk/technology/2008/jan/14/facebook
4) http://www.iqt.org/about-iqt/history.html

27 mayo 2009

El autor prosigue su deconstrucción del sionismo

El monstruo de tres patas

Gilad Atzmon
Palestine Think Tank


Traducción de Manuel Talens


Contrariamente a sus hermanos y hermanas cosmopolitas, que difunden el sionismo y el racismo tribal bajo un disfraz liberal y progresista, Melanie Philips no esconde sus cartas. Hace unos días definió claramente lo que es el sionismo:

"El sionismo”, escribe Philips, “es simplemente el movimiento para la autodeterminación del pueblo judío y su significación es mayor que la de cualquier otro movimiento de liberación nacional, porque el judaísmo se asienta sobre tres patas, el pueblo, la religión y la tierra. Si le cortan una al negarle legitimidad, se desploma. Por eso, el antisionismo es mucho más que una incómoda posición. Es un ataque directo al judaísmo.”

Philips no permite conjeturas. Para ella, no sólo el sionismo es un movimiento nacional legítimo, sino que “su significación es mayor que la de cualquier otro movimiento” por el hecho de apoyarse en “tres patas”. Si uno lo piensa, eso de apoyarse en tres patas tiene su importancia. Yo, por ejemplo, sólo me apoyo en dos y en poco más. A veces, desnudo frente al espejo, me encantaría ser el sionismo.

Tal como afirma Philips, el sionismo es una amalgama de tres ingredientes judíos: el pueblo, la tierra y la religión. Son estos ingredientes los que lo convierten en un victorioso relato ético. Es esa mezcla lo que transfiguró al sionismo en el identificador simbólico colectivo del pueblo judío en el siglo XX. Es el sionismo lo que se las ha arreglado para reinventar al pueblo judío como una nación con una lúcida aspiración ideológica, espiritual y geográfica. Pero si bien el sionismo tiene sentido para muchos judíos en todo el mundo, cada vez lo tiene menos para aquellos que no lo adoptan, es decir, el resto de la humanidad. La razón es muy sencilla: los judíos están en su derecho, si lo desean, de celebrar colectivamente sus síntomas, pero no tienen derecho alguno a hacerlo a expensas de los demás.

El sionismo se las ha arreglado para interpretar el judaísmo como una brutal licencia que les permite robar y matar. Transformó un texto espiritual –la Torá– en un registro notarial. Inventó a los judíos como nación y, luego, le impuso a la recién nacida nación una inmoral apetencia geográfica con devastadoras implicaciones racistas y coloniales.

Vale la pena preguntarse cómo fue que el sionismo alcanzó tal éxito, cómo se las arregló para asesinar con impunidad y cómo ha logrado seguir asesinando durante tanto tiempo. A fin de cuentas, la mezcla letal de “tierra, religión y pueblo” es totalmente contraria al discurso cultural y político occidental de la posguerra, cuyos ingredientes son más bien “cosmopolitismo, multiculturalismo, multirreligiosidad y fronteras abiertas”.

Soy de la opinión que la ecuación de Philips, a saber, “sionismo es igual a judaísmo”, es la táctica sionista más eficaz posible, porque paraliza la mayor parte de las oposiciones humanistas al sionismo. La razón es bien obvia: los seres humanos éticos ordinarios no saben cómo arreglárselas con esa endiablada fórmula que los lleva a criticar un sistema de creencias religiosas.

Una manera de evitarlo consiste en negarse a aceptar la ecuación de Philips: “sionismo no equivale a judaísmo”, sino que es más bien una estrecha interpretación del judaísmo que recupera el depredador discurso bíblico y lo convierte en una práctica diaria; que se apodera de la noción moral judaica de “pueblo elegido” y la convierte en un crudo programa supremacista. Más que el judaísmo, lo que el sionismo representa es el rostro genuino de la ideología judía. Es racista, chovinista, tiene sed de poder; pero es distinto del judaísmo, porque el judaísmo gira en torno al temor de Dios, mientras que el sionismo no tiene miedo a nada ni a nadie. Por eso, es justo decir que oponerse al sionismo es oponerse a la ideología judía o a eso que yo defino como “judeidad”.

Hay que considerar que el sionismo se considera a sí mismo como un movimiento nacional ilustrado. Hasta cierto punto, como ideología y praxis, trata de conocerse a sí mismo, busca explicaciones o, al menos, justificaciones racionales e históricas (nunca éticas). Debo añadir que la argumentación que ofrece Melanie Philips es coherente. Según ella, “eso es lo que somos”, así que si nos lo quitan nos están privando de nuestra razón de ser.

Creo que el marco en el que se sitúa Philips es correcto; lo que resulta ligeramente confuso es la terminología que utiliza. Sionismo no es equivalente a religión judía: la vinculación intrínseca tiene lugar más bien entre sionismo y judeidad. Si de verdad queremos oponernos al sionismo, de inmediato nos vemos inmersos en un conflicto inevitable con la ideología judía. Oponerse al sionismo es admitir que tenemos serias diferencias con el nacionalismo judío, con el tribalismo judío, con la ideología racista judía, con la supremacía judía y con el colectivismo judío. Oponerse al sionismo es admitir no nos gustan esas cosas que destila “lo judío”.

Sin embargo, preciso es señalar que si sionistas como Philips pueden sugerir la equivalencia entre sionismo y judaísmo, quienes se oponen al sionismo no deberían poner reparos a hacer exactamente lo mismo, pero desplazando la crítica del sionismo hacia la ideología judía y a lo que de ella se desprende.

Ya lo he dicho muchas veces en escritos anteriores: en la práctica, son los disidentes sionistas e israelíes quienes parecen hacer avanzar el discurso antisionista. La razón es muy sencilla: los disidentes israelíes no dudan en exponer su pasado colectivo o reflexionar sobre él. Contrariamente a los izquierdistas tribales judíos de la diáspora, siempre dispuestos a rechazar cualquier complicidad con los crímenes israelíes alegando que “no en mi nombre”, algunas voces disidentes israelíes admiten su responsabilidad directa en ellos. Penetran en la noción de culpabilidad y la convierten en responsabilidad.

Hace un mes, el periódico Haaretz publicó un artículo de Uri Avnery en su edición especial dedicada al Día de la Independencia de Israel. “Living With The Contradiction” fue el intento, por parte de un humanista israelí, de enfrentarse a su propio pecado original desde una perspectiva histórica.

Avnery es un ensayista extraordinario. Aunque suelo estar en desacuerdo con él en ciertas cosas, reconozco que no deja de representar la voz de la razón en ese Estado perverso. Contrariamente a Melanie Philips, que apoya al sionismo desde la lejanía, Avnery formó parte de un comando en 1948. Estuvo personalmente implicado en la creación de Israel. “Sabíamos que si ganábamos la guerra habría un Estado y que si nos derrotaban no lo habría, ni tampoco viviríamos para contarlo”.

Contrariamente a Melanie Philips, que habla de “una tierra”, Avnery fue uno de los que invadieron esa tierra y expulsaron a sus habitantes.

“No dejamos ni un solo árabe dentro de nuestras fronteras y los árabes hicieron lo mismo”, dice Avnery. Y, sin embargo, contrariamente a Philips, él se da cuenta de que la mezcolanza sionista de “pueblo, tierra y religión” conduce al desastre. El pecado original israelí no es precisamente una fórmula que lleve hacia la paz.

Se pregunta: “¿Cómo podríamos, pues, armonizar la contradicción entre nuestras intenciones y sentimientos de aquella época –cuando establecimos el Estado y, para decirlo sin rodeos, lo pagamos con nuestra sangre– y la injusticia histórica que infligimos a nuestros adversarios?”.

Y continúa: “Nuestra salud mental como nación y como seres humanos lo necesita y ése sería el primer paso hacia una futura reconciliación. Debemos admitir y reconocer las consecuencias de nuestras acciones y reparar lo que sea reparable, sin renegar de nuestro pasado ni de nuestra inocencia juvenil.” Avnery se esfuerza por explicar, no por justificar, el pecado de 1948, pero aspira a la reconciliación. Comprende perfectamente que el Estado judío corre a su fin a menos que se enfrente a su pasado.

Ya me gustaría a mí que quienes ofrecen su contribución al discurso de la solidaridad con Palestina tuviesen la misma valentía de Philips y Avnery. Quisiera que, al igual que hace Philips, nosotros tuviésemos la valentía de identificar sionismo con judaísmo para poder utilizar dicho emparejamiento como contraposición crítica. Me gustaría que considerásemos la Nakba como Avnery, con miedo, y de ello sacásemos la única conclusión posible: el derecho al retorno.





Fuente: Palestine Think Tank - The Three-Legged Monster

Artículo original publicado el 25 de mayo de 2009

Sobre el autor

Manuel Talens es miembro de Rebelión y Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al

Fujimori, el «Drácula» del Perú


Ex-presidente condenado por criminal:
el japonés enjaulado


Por Cristina Castello
Especial para Kaos en la Red

Fue un presidente constitucional de facto. Y este contrasentido no es metáfora. En el Poder del Perú desde 1990 hasta el 2000, fue tirano y criminal. Así lo declaró la Justicia el pasado 7 de abril, y lo condenó a 25 años de prisión, por crímenes de lesa humanidad y corrupción. Fue uno de los instrumentos necesarios para que los USA impusieran el neoliberalismo a ultranza en los ’90, uno de los antecedentes de la crisis mundial. «Drácula» no dejó ningún supuesto enemigo, sin torturar. Ni siquiera su primera esposa, Susana Higuchi, se salvó de esa gracia. La madre de sus tres hijos declaró que fue martirizada no menos de 500 veces, por orden de su esposo, el presidente constitucional.
Imposible hablar de Fujimori, sin mencionar al presidente actual del Perú, Alan García Pérez, ya se verá. El pájaro enjaulado no se privó de cometer barbaries, ni de decir mentiras. Justo cuando debía exponer su programa de gobierno en la Semana Santa del ’90, dijo que se había intoxicado con bacalao. Apodado «El Chino», se rebautizó «Chinchonet» en honor a uno de sus colegas de genocidios, Augusto Pinochet. Habló o calló según sus conveniencias. Pero sobre todo, asesinó. Furia devoradora por el Poder, para ganar las elecciones, escandalizó al Japón cuando —grotesco— hasta bailó un vals en la televisión. Después, el actual mandatario Alan García, siguió su ejemplo. Para ganar los votos de la juventud, su figura obesa danzó frente a las cámaras, al compás del reggaetón. A los gobernantes asesinos del Perú les gusta bailar.
Tan hábil para matar como para arropar su cobardía, consiguió súbitamente la nacionalidad japonesa y huyó a Tokio, en noviembre de 2000. Fue cuando se descubrió la red de corrupción, de la que formó parte, encabezada por el entonces jefe de los Servicios de Inteligencia (SIE) e informante de la CIA norteamericana, Vladimiro Montesinos, personaje tan abyecto como su jefe, y a quien la justicia universal –que asoma, a veces— quiere ver en prisión.
Desde la ciudad sede del gobierno de Japón, el evadido renunció a la presidencia, en noviembre de 2000 de una manera inaudita. Envió un fax y... ¡ya está! Caramba qué originalidad, inédita incluso en los anales de las felonías, que consuma el hombre cuando está en el Poder. Y fue más lejos: por temor de que la flamante ciudadanía japonesa no fuera suficientemente segura para ampararlo de la ley, se postuló al congreso nipón; buscaba la inmunidad parlamentaria. Después, y con el propósito de presidir de nuevo el Perú, regresó vía Chile, donde fue hecho prisionero, y finalmente extraditado.
Ahora, condenado por la justicia peruana y en prisión, en el mundo se lo conoce como el reo Fujimori. ¿O acaso hay que apelar a eufemismos, cuando el sacrilegio es el terrorismo de Estado, nada más y nada menos? Es un reo, otro más.
No tiene traje a rayas, ni está marcado con un número, como las víctimas de los campos de exterminio, o como los seres que él ordenó lacerar; o como estuvieron tantos otros cuyas muertes decidió. Al contrario, tan furioso como gélido, aún detrás de las rejas sigue queriendo imponer su siembra de muerte, hambre y desolación, a través de una de las hijas de la madre martirizada por orden de su papá. Keiko Fujimori, su bebé, lleva la antorcha de sombras que su padre le legó, y la esgrime como bandera en su candidatura presidencial.
«Chinchonet» saldrá de prisión en el 10 de febrero de 2032. Nacido en 1938, tendrá 94 años: ¿llegará? ¿Llegará a esa edad, y llegará a cumplir la condena, que el presidente actual lucha por burlar para que su cómplice recupere la libertad?
Los cargos que la Justicia probó, fueron los crímenes de lesa humanidad en Barrios Altos y la Universidad de la Cantuta, y el secuestro agravado al periodista Gustavo Gorriti y al empresario Samuel Dyer. Masacres que implicaron torturas y genocidio, el asesinato de 25 personas, entre ellas un niño de 8 años, bajo el fuego asesino de un escuadrón de la muerte.
El trabajo impecable de los tribunales peruanos, es un hito en la historia de la América morena. De hecho, algunos militares argentinos fueron condenados, y también Pinochet en Chile, quien estuvo prisionero en su domicilio, en razón de su edad avanzada. Pero, de los tres, el de Fujimori es el único caso de un presidente que habita, por fin, en una mazmorra, habiendo sido elegido por el voto ciudadano, aunque después haya ejercido un gobierno de facto.
Él aúlla que apelará, para no purgar sus crímenes; y no sólo ante las instancias habituales de la Justicia; también ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la misma que antes le parecía terrorista. Otra es la cuestión del «Cuarto Poder» —los medios más influyentes—: en realidad, un poder de cuarta, con la suma de poder; entre los cuales hay un caso paradigmático, a propósito del fallo para «Chinchonet».

Bamboleos

Las expresiones del diario «New York Times» sobre la condena, parecen una pieza de ética. La calificó de «alentadora» y puso el acento en la conducta ejemplar de la Corte Suprema del Perú, por haber enviado al reo a prisión. Detalló prolijamente las pruebas de muertes y torturas: se escandalizó y estalló de alegría
porque los crímenes de lesa humanidad no deben permitirse; y, si ocurren, merecen punición, siempre según la mirada del diario de los USA.
Y fue más lejos, dijo lo que tantos peruanos claman con ardor: que la sentencia es un aviso serio para el presidente actual.
Desde luego. Durante la primera presidencia de Alan «Caballo loco» García Pérez en el Perú, se organizó el Comando Rodrigo Franco, que barrió poblados andinos enteros, las matanzas de campesinos eran habituales y también los desaparecidos. En el ’85 había ordenado la Masacre de Accomarca, donde el Ejército peruano asesinó 45 personas. Y dos años antes, el 19 de junio del ’86, se ejecutaron extrajudicialmente más de 200 prisioneros de El Frontón, Lurigancho y Santa Bárbara. En el ’88 siguió su derrotero de muerte, con la Masacre de Cayara, cuando treinta personas fueron exterminadas, y hubo decenas de desaparecidos.
Al igual que en el caso del «Chino», se instruyeron contra él, diversas causas por crímenes de lesa humanidad, que eludió gracias a la ayuda del cómplice japonés. Y hoy, sigue encarcelando inocentes, persiguiendo a poetas, matando aborígenes e intentando liquidar la Amazonia peruana. Pero no se queda ahí.
Alan García cobijó también al venezolano Manuel Rosales, un delincuente, de la oposición chavista, buscado por la Interpol por delitos comunes: enriquecimiento ilícito y corrupción. Más: ya está sellada la alianza Keiko Fujimori-Alan García, para seguir poblando de hambre y muerte al pueblo peruano, bajo una dictadura donde impere el terror. Si logran esos objetivos, Drácula sería liberado dentro de dos años y el presidente actual no sería juzgado jamás.
Mientras tanto, así como los niños balancean su pureza, cara al cielo, en los columpios de los parques de diversiones, el «New York Times» se bambolea entre dos extremos, aunque jamás con cielo. Sostuvo y sostiene que Fujimori hizo maravillas cuando llegó al poder, ya que detuvo una inflación galopante; en una palabra: porque instauró el neoliberalismo a ultranza, como un alumno obediente de Norteamérica.
En una palabra: celebra que se haya hecho justicia con el mismo reo al que sustentó. ¡Recórcholis! Si, justamente, la violencia, los crímenes de lesa humanidad y el Estado de terror, fueron el andamiaje necesario para imponer las políticas económico-financieras del Régimen.
¿O acaso el «New York Times» ignora que el Perú es el patio trasero de los EE.UU.? Sirva como triste ejemplo, que desde el 23-08-90 la embajada norteamericana en el país de Túpac Amaru y César Vallejo, sabía detalladamente el plan fujimorista de operaciones, para realizar asesinatos. Las pruebas están en manos del Archivo de Seguridad Nacional, de uno de sus analistas, Meter Kombluh, y de Kate Doyle testimonio experto en el juicio a «Chinchonet».
El japonés, cierto, de nada malo se privó. Documentos secretos confirman que, junto a su ex asesor Vladimiro Montesinos, ayudó a Carlos Menem cuando era presidente, a ocultar información sobre contrabando de armas de Argentina a Ecuador. Él y su «comunidad de inteligencia», supieron de los preparativos para el comercio ilegal de fusiles, no bien éstos comenzaron. «Gracias» a la complicidad del nipón, decenas de oficiales y soldados peruanos, perdieron la vida en Alto Cenepa y nadie fue sometido a juicio.
Menem está procesado por la Justicia argentina; pero mientras tanto, goza de abultados ingresos como senador nacional; y él y el Drácula del Perú, fueron el punto de partida para la proliferación de los políticos de la farándula, genuflexos frente al Imperio. Los dos fueron precursores de la enajenación de sus países: de la venta a precio vil de empresas estatales nacionales, a empresas estatales extranjeras, en la mayoría de los casos. Y, tanto o más grave, los dos vaciaron la vida de su sentido trascendente: el de ser vivida como una estética, que contenga la ética.


Sin máscara

70 años tuvo para aprender la fraternidad, pero eligió el camino inverso. Ingeniero agrónomo, físico, matemático, devenido político. Naoichi y Mutsue Fujimori, sus padres lo vieron nacer en el Perú, adonde habían acudido en busca de trabajo y buena calidad de vida. El Perú se los dio, y el hijo se encargó después de arrasar el país que les brindó bienestar.
Fue con «Cambio 90» que Fujimori se postuló a la presidencia en las elecciones de aquel año. Su contrincante era el escritor de derechas Mario Vargas Llosa. Después de haber obtenido un escaso 20% de sufragios, en el ballottage se acreditó la presidencia con el 60%. Trampas de la vida, recibió el respaldo de varios grupos de izquierdas; y, por cierto, el de su cómplice Alan García, por entonces primer mandatario, por el APRA.
Salvo para matar, al comienzo de su mandato Drácula se mostró sin máscara. Sin máscara, su gobierno dependió —directamente— de la asesoría de Norteamérica, y del Fondo Monetario Internacional (FMI), con una participación activa del agente de la CIA el ex capitán Vladimiro Montesinos. Sin máscara, en 1992 —mediante la violencia y con la ayuda de las Fuerzas Armadas— disolvió el Parlamento y suspendió el Poder Judicial, en lo que se conoce como «autogolpe»; y aprobó una nueva constitución, que le dio la suma de poder.
Terminó con el grupo ciertamente terrorista «Sendero Luminoso»; y también con el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), de muy distinto origen y objetivos que Sendero. No, no «terminó»: exterminó a los integrantes, a fuego abierto, mediante torturas sofisticadísimas y desaparición forzada. El terror de Estado, en lugar de la Justicia. Y mientras seguía su siembra de muerte, ganó de nuevo las elecciones en 1995 frente al ex Secretario General de las Naciones Unidas, Javier Pérez de Cuéllar.

Le llegó el final, ¿el final?

Fue recién a fines de los ’90 que la ciudadanía comenzó a despertar; a descubrir la corrupción y la crueldad. En 2000 «Chinchonet» ganó de nuevo la presidencia, pues su opositor, Alejandro Toledo, se retiró sin participar de la segunda vuelta electoral. Y todo se precipitó. A través de un video, salieron a la luz infinitos actos de su perenne corrupción. Entonces el valiente Drácula, a quien no le había temblado la mano para las órdenes de asesinar, huyó. Y entonces, el Japón, y entonces, su renuncia por fax. Atrás había quedado también —se había salvado— Susana Higuchi, torturada por orden de su esposo siempre bestial. Y de los cuatro hijos de la pareja, él no ve sino por los ojos de una ellos, Keiko, su bibelot.
En 2006 Fujimori se casó con la poderosa empresaria nipona —propietaria de hoteles y campos de golf— Satomi Kataoka, hoy 42 años, para asegurarse de no ser rechazado en el país de su sangre oriental. El matrimonio se hizo legal a las tres de la madrugada y en ausencia.
—«Yo siento que eres parte de mi destino. Quiero casarme contigo», dijo entonces el actual presidiario a su japonesa.
— «Él me dice que me ama, y yo también lo amo, pero lo admiro más como ser humano. Fujimori llenó un vacío en mi corazón y fue él quien me salvó espiritualmente. Él me brindó cariño y calor humano», dijo la japonesa, sobre su peruano-japonés. Ahora Kataoka ve a Fujimori como un Cristo que está siendo sacrificado, y al juez y al fiscal como demonios.
Demonio «Chinchonet»:
La madre de sus hijos fue vendada, encapuchada, sometida a electroshock y torturada hasta casi morir.
—«Cuando estemos lejos, si se siente solo, que se lleve a mi perro», había reído la japonesa.
Hoy nadie ladra en la prisión del Drácula del Perú, pero la justicia universal clama por escuchar el aullido enjaulado de Alan García Pérez, para que Nunca Más.

*Cristina Castello es poeta y periodista, bilingüe (español-francés) y vive entre Buenos Aires y París.
http://www.cristinacastello.com
http://les-risques-du-journalisme.over-blog.com/
*

Este artículo es de libre de reproducción, a condición de respetar su integralidad y de mencionar a la autora y a la fuente.

24 mayo 2009

¿Por qué tiene tanto miedo el Estado de Israel a la periodista Amira Hass?


Palabras de Amira Hass:

«Dejemos aparte a los israelíes cuya ideología apoya la desposesión del pueblo palestino porque “Dios nos eligió”. Dejemos a un lado a los jueces que blanquean cualquier política militar de exterminio y destrucción. Dejemos aparte a los mandos militares que a sabiendas encierran a toda una nación en rediles rodeados de muros, torres de observación fortificadas, ametralladoras, alambre de espino y cegadores proyectores. Dejemos a un lado a los ministros. Todos esos no se cuentan entre los colaboracionistas. Esos son los arquitectos, los planificadores, los diseñadores, los verdugos.

Pero hay otros. Historiadores y matemáticos, veteranos editores, estrellas de los medios de comunicación, psicólogos y médicos de familia, abogados que no apoyan a Gush Emunim y Kadima, maestros y educadores, amantes del senderismo y cantantes espontáneos, magos de la alta tecnología. ¿Dónde estáis? ¿Y qué hay de vosotros investigadores del nazismo, del Holocausto y de los gulags soviéticos? ¿Podríais estar todos a favor de sistemáticas leyes discriminadoras? ¿Leyes que ponen de manifiesto que a los árabes de Galilea ni siquiera se les compensará por los daños de la guerra con las mismas sumas a las que sus vecinos judíos tendrán derecho? (Aryeh Dayan, Haaretz, 21 de Agosto).
¿Es posible que estéis todos a favor de una ley de ciudadanía racista que prohíbe a un árabe israelí vivir con su familia en su propia casa? ¿Que estéis de acuerdo con más expropiaciones de tierras y con la demolición de más huertos para otro asentamiento de colonos y para otra carretera exclusivamente para judíos? ¿Que todos vosotros respaldéis los bombardeos y el lanzamiento de misiles que matan ancianos y jóvenes en la Franja de Gaza?
¿Puede ser que todos vosotros estéis de acuerdo con que un tercio de Cisjordania (el Valle del Jordán) esté fuera del alcance de los palestinos que han obtenido ciudadanía extranjera y no puedan volver con sus familiares a los territorios ocupados?
¿Pueden estar realmente vuestras mentes tan lavadas con la excusa de la seguridad, que estéis de acuerdo en prohibir a los estudiantes de Gaza estudiar terapia ocupacional en Belén y medicina en Abu Dis e impedir a personas enfermas de Rafah recibir tratamiento medico en Ramala? ¿Creéis que todo esto se puede ocultar tras la explicación "no teníamos ni idea"?: no teníamos ni idea de que la discriminación practicada en la distribución del agua –controlada exclusivamente por Israel- deja a miles de familias palestinas sin agua durante los calurosos meses de verano; no teníamos ni idea de que cuando el ejército bloquea la entrada a los pueblos también bloquea el acceso a los manantiales y depósitos de agua. Pero no es posible que no hayáis visto las puertas de acero a lo largo de la carretera 344 de Cisjordania que bloquean el acceso a los pueblos palestinos por los que pasa. No puede ser que apoyéis que se impida el acceso de miles de agricultores a sus tierras y plantaciones, que apoyéis la cuarentena sobre Gaza que impide la entrada de medicamentos a los hospitales, la interrupción del suministro de electricidad y agua a 1,4 millones de seres humanos, cerrando su única conexión con el mundo durante meses.

¿Es posible que no sepáis qué está pasando a 15 minutos de vuestras facultades y oficinas? ¿Es verosímil que apoyéis el sistema en el que los soldados hebreos, en los puestos de control militar en el corazón de Cisjordania, dejan a decenas de miles de personas esperando cada día durante horas bajo el sol abrasador, al tiempo que seleccionan: residentes de Nablús y Tulkarem no están autorizados a pasar, los de 35 años y menores, ¡hala!, vuelvan a Yenín, los residentes del pueblo de Salem ni siquiera pueden estar aquí, una mujer enferma que se ha saltado la fila debe aprender una lección y sin duda permanecerá detenida durante horas. La página de Internet de Machsom Watch está disponible para todos; en ella hay incontables testimonios parecidos y peores, la rutina de cada día. Pero no puede ser que aquellos que se espantan por cada esvástica pintada sobre una tumba judía en Francia y por cada titular antisemita en la prensa local de España no sepan cómo llegar a esta información y no se espanten e indignen.

Como judíos, todos nosotros disfrutamos de los privilegios que nos ofrece Israel, lo cual nos convierte a todos en colaboracionistas. La cuestión es qué hacemos cada uno de nosotros de una forma diaria activa y directa para minimizar la cooperación con un régimen depredador que nunca se sacia. Firmar una petición y expresar enojo no sirve. Israel es una democracia para sus judíos. Nuestras vidas no corren peligro, no nos van a encerrar en campos de concentración, nuestro medio de vida no se verá afectado y nos negarán la distracción en el país o en el extranjero. Por consiguiente, la carga de colaboracionismo y la responsabilidad directa son enormemente pesadas»

Fuente: http://www.paltelegraph.com/middle-east/77-middle-east/839-why-the-state-of-israel-is-so-afraid-of-the-journalist-amira-hass

13 mayo 2009

Israel ya no es más democrática



La democracia existe hoy en el Estado de Israel solo en un sentido formal: Hay partidos y elecciones y un buen sistema judicial. Pero hay también un ejército omnipotente que ignora decisiones legales que restringen el robo de tierras poseídas y ocupadas por gente que ha estado viviendo bajo la ocupación durante los pasados 42 años.

Por Shulamit Aloni

El general de división Amos Yadlin y el filósofo Asa Kasher, dos respetables personas de aquí, publicaron un artículo titulado: “Una guerra justa de un estado democrático” (Haaretz, 24 de abril).

Una observación acerca de su primera parte: Hay guerras que son necesarias para la autodefensa o para combatir la injusticia y la maldad. Pero la expresión “justa” resulta problemática cuando hablando de la guerra misma ésta implica matanza y destrucción y dejar sin hogar a mujeres, niños y ancianos, e incluso matarlos.

Nuestros sabios han dicho: “No seamos demasiado justos”. Y no hay cuestionamientos en absoluto en que el arrojar bombas de racimo en una zona poblada de civiles, como lo hicimos en la Segunda Guerra del Líbano, no evidencia gran rectitud. La misma cosa puede ser dicha por la utilización de bombas de fósforo contra una población civil.

Aparentemente, con la definición de justicia de Yadlin y Kasher, para eliminar terroristas es justo destruir, matar, expulsar y privar de alimentos a una población civil que no tiene vinculación y responsabilidad alguna con los actos de terror. Quizá si hubieran adoptado un enfoque más decoroso y menos arrogante habrían intentado explicar las razones por la saña y vehemencia empleada en las estremecedoras matanzas y destrucción, e incluso disculparse por el hecho de que aquello excedió toda necesidad razonable.

Pero después de todo, nosotros siempre tenemos razón; además, las cosas fueron hechas por “el ejército más moral del mundo” enviado por el “democrático” Estado judío, y aquí está el punto de encuentro de los dos conceptos en el título del artículo de Yadlin y Kasher.

En cuanto a la moralidad del ejército, hubiera sido mejor si hubieran permanecido en silencio y por consiguiente habría sido lo más atinado. Esto debido a que las estadísticas de destrucción y estragos a los civiles en la Franja de Gaza son conocidas por todos, y no están divorciadas del comportamiento ¡oh! tan moral de nuestro ejército en los territorios ocupados. En el contexto de este comportamiento, por ejemplo, el ejército opera con gran eficiencia contra los agricultores que se manifiestan contra el robo de sus tierras, incluso cuando las demostraciones no son violentas.

La evidencia contínua de abusos por parte de los soldados contra civiles en los puestos de control -en la que se incluye repetidas circunstancias de mujeres embarazadas que son forzadas a dar luz en el medio del camino, rodeadas de soldados que se ríen perversamente- no es tampoco un secreto. Día tras día, año tras año, el ejército más moral del mundo ayuda a robar tierras, arrancar árboles, robar agua, cerrar caminos, todo ello al servicio y con el apoyo del justo Estado “judío y democrático.” Es desgarrador, pero el Estado de Israel ya no es más democrático. Estamos viviendo en una etnocracia con un gobierno “judío y democrático.”

En 1970 fue decidido que en Israel religión y nacionalidad son equivalentes (es por eso que no estamos inscriptos en el registro civil como israelíes, sino como judíos). En 1992 fue resuelto en la Ley Fundamental sobre Dignidad Humana y Libertad que Israel es un “Estado Judío.” No hay mención en esta ley de la promesa que aparece en el documento formativo del Estado, la Declaración de la Independencia, en cuanto a que “el Estado de Israel asegurará completa igualdad de derechos sociales y políticos a todos sus habitantes, sin distinción de religión, raza o sexo”. Sin embargo, la Knesset (Parlamento) ratificó la ley.

Y ahora resulta que hay un “Estado Judío” y no “igualdad de derechos”. Por lo tanto, algunos observadores enfatizan que el Estado judío no es el estado de todos sus ciudadanos. ¿Hay realmente una democracia que no sea un Estado de todos sus ciudadanos? Después de todo, los judíos que viven en la actualidad en países democráticos gozan de plenos derechos de ciudadanía.

La democracia existe hoy en el Estado de Israel solo en un sentido formal: Hay partidos y elecciones y un buen sistema judicial. Pero hay también un ejército omnipotente que ignora decisiones legales que restringen el robo de tierras poseídas y ocupadas por gente que ha estado viviendo bajo la ocupación durante los pasados 42 años. Y desde 1992, como mencionábamos, tenemos la definición de “Estado judío,” que significa una etnocracia –el gobierno de una comunidad étnica religiosa que determina estrictamente el origen étnico de sus ciudadanos de acuerdo con su linaje materno. Y en lo que respecta a otras religiones, la falta de respeto es ya una tradición, dado por lo que hemos aprendido: “Solo ustedes (los judíos) son considerados seres humanos, mientras que los gentiles son semejantes a los asnos.”

De aquí resulta claro que nosotros y nuestro ejército moral estemos exentos de preocuparnos de la vida de los palestinos en Israel, y esto es aún más valedero con aquellos que viven bajo la ocupación. Además, está perfectamente bien robar sus tierras porque ésas son “tierras del Estado” que pertenecen al Estado de Israel y sus judíos.

Ése es el caso aunque no hayamos anexado Cisjordania y no les hayamos otorgado la ciudadanía a sus habitantes, que bajo el dominio de Jordania eran ciudadanos jordanos. El Estado de Israel los tiene acorralados, lo que les facilita la confiscación de sus tierras en beneficio de los colonos.

Y rabinos importantes y respetados, que estuvieron educando a una generación entera, han dictaminado que la totalidad del país es nuestro y que los palestinos deberían correr la suerte de Amalek, la antigua tribu de los israelitas, que fueron condenados a desaparecer. A la vez que “una guerra justa” tiene lugar, el racismo ha madurado y el robo es calificado como “devolución de la propiedad.”

Estamos actualmente celebrando el 61 aniversario del Estado de Israel. Luchamos en la Guerra de la Independencia por un gran sueño que aquí construiríamos una “sociedad modelo,” que haríamos las paces con nuestros vecinos, trabajaríamos la tierra y desarrollaríamos el genio judío para beneficio de la ciencia, la cultura y los valores del hombre, de todos los hombres. Pero cuando un general de división y un filósofo justifican -por una razón de superioridad moral- nuestros actos de injusticia hacia los demás de tal modo, proyectan una muy opresiva sombra sobre todas aquellas esperanzas.

La fuente: Shulamit Aloni (1928) es una prominente dirigente política israelí, fundadora de Ratz y cofundadora del partido pacifista Meretz y militante de Paz Ahora. Su artículo fue publicado por Haaretz. La traducción del inglés pertenece a Israel Laubstein para Convergencia por un judaísmo humanista y pluralista.

Pregunte a sus hijos

Gideon Levy
Haaretz


Es un comportamiento bien conocido por cualquier investigador policial: Al principio el sospechoso lo niega todo, después ataca a sus interrogadores, luego admite una pequeña parte de las acusaciones (diciendo que sólo hizo lo que hace todo el mundo) y finalmente se derrumba y confiesa.
El ejército israelí regresó de la Operación Plomo Fundido y, por supuesto, lo negó todo. La gente lo aplaudió por su falsa victoria y nadie prestó mucha atención al pavoroso precio pagado por los palestinos. Pero después de que el humo (en este caso del fósforo blanco) aclarara una pizca, la sangre comenzó a clamar desde la tierra. Grupos extranjeros de derechos humanos y periodistas investigaron e informaron de sus hallazgos. Las Naciones Unidas dijeron que el ejercitó israelí atacó intencionadamente sus instalaciones, Human Rights Watch y Amnistía Internacional acusan al ejército israelí de usar ilegalmente bombas de fósforo, la Cruz Roja Internacional informó sobre heridos a los que se les denegó atención médica y sobre ataques a dotaciones médicas, los oficiales en un curso premilitar hablaron de matanzas de civiles, y Amira Hass escribió en Haaretz sobre la matanza de gente que enarbolaba banderas blancas, la utilización de bombas de racimo y la aniquilación de familias enteras.

La tierra comenzó a temblar bajo los pies de Israel cuando empezó a atacar a los emisarios de estas organizaciones. Las puertas del país se cerraron a la misión de investigación de la ONU dirigida por el judío sudafricano Richard Goldstone, como si fuera Zimbabwe o Corea del Norte, como si tuviera mucho que ocultar. El presidente reprendió bruscamente al Secretario General de la ONU, Ban Ki-moon y le sugirió que visitara Auschwitz, hasta que con el tiempo fue forzado a inhibirse de apoyar el maldito informe de su organización.

A cualquiera que se atreviese a investigar e informar se le calificaba de antisemita. Poco ha cambiado desde que a principios de los años setenta un informe de un grupo de abogados estadounidenses sobre el servicio de seguridad, Shin Bet, afirmara la existencia de métodos de tortura. A esos abogados se les tachó inmediatamente de antisemitas. Lo negamos, reprimimos, mentimos, atacamos y nos comparamos con otros, y nuestra conciencia queda limpia. Incluso cuando el ejército israelí admite que ha matado a 300 civiles -90 de ellos niños, 50 mujeres y 160 cuyas identidades el ejército dice que son inciertas- nuestra historia permanece igual: el ejército más moral del mundo. Ni el tercero ni el segundo: el más. Después de todo, Yedioth Ahronoth dio su aprobación a esta visión en un suplemento de propaganda titulado "El más moral del mundo."

Pero asumamos que Amnistía miente, que Human Rights Watch inventa, que B’Tselem exagera, que la ONU es anti-Israel y que los medios de comunicación están llenos de odio contra nosotros. ¿No es suficiente con las propias cifras del ejército israelí para conmocionarnos hasta el alma? ¿Trescientos civiles aniquilados, incluyendo a 90 niños, no son suficientes para dejar al descubierto la mentira propagandística del ejército "más moral"? ¿A cuánta gente inocente hay que matar para que esto suceda?

El ejército israelí condujo cinco "investigaciones" (en las que, naturalmente, sólo se examinaron las acciones de soldados), lamentaron la tragedia de una familia y los corresponsales militares volvieron a aplaudir. La Oficina del Portavoz del ejército envió a los comandantes de batallón a recitar declaraciones sobre su propia nobleza ética de batalla, por supuesto con los rostros ocultos, como suelen ir los sospechosos, y los medios de comunicación no los agobiaron con preguntas. Nadie cree que esta guerra debería someterse a una investigación seria porque en esta guerra, a diferencia de sus predecesoras, no murieron los suficientes soldados para justificarla.

Pero la verdad clama incluso desde los escombros derrumbados y acribillados de lo que una vez fue un hogar: Los soldados que estuvieron en Gaza saben, como lo saben sus amigos, que algo terrible sucedió allí; igual que lo saben los que hicieron el servicio militar en Cisjordania. Pregunte a sus hijos; ellos saben la verdad; la verdad se sienta en su propio hogar. Y pregunte a los amigos de sus hijos, y a los hijos de sus amigos, ellos lo saben. Muchos de ellos tienen lavado el cerebro y por ahora permanecen mudos. Israel soporta de nuevo la marea de informes e investigaciones y esconde la cabeza en la arena de la propaganda y el engaño, pero al final emergerá la verdad.

Incluso la excusa "todos lo hacen" no servirá, como no le serviría a un conductor cazado yendo a toda velocidad. ¿Los estadounidenses matan más? ¿Los franceses masacraron más? Esto puede servir para hacer declaraciones automáticas para el Ministerio de Asuntos Exteriores. Nosotros merecemos más, merecemos toda la verdad; lo que hicieron exactamente nuestros soldados en nuestro nombre, en cada uno de nuestros nombres, sobre las calles de Gaza, prisionera y sangrante durante los 22 días de una guerra inútil.

Fuente: http://www.haaretz.com/hasen/spages/1084418.html

Traducido del inglés por Carlos Sanchis y revisado por Caty R.

ENTREVISTA: MEIR MARGALIT Concejal de Jerusalén y pacifista

"Hay un punto de no retorno en el que la guerra sale rentable"

M. MORA / J. M. MUÑOZ - Jerusalén - 12/05/2009

Meir Margalit (Buenos Aires, 1952), concejal del partido de izquierda Meretz en el Ayuntamiento de Jerusalén y pacifista convencido, se siente cada vez más aislado en su país. Ayer, fue uno de los siete ediles que asistió a la bienvenida del Papa: "Los otros 24 no han ido. Los derechistas le ven como antisemita; los ultraortodoxos, porque es cristiano". Crítico con la ocupación de los territorios palestinos, Margalit no deja de creer en la utopía de la paz, aunque advierte que "Israel está llegando al punto de no retorno en el que la guerra le resulta más rentable".
Pregunta. ¿Cuál cree que es el objetivo del viaje del Papa?
Respuesta. Creo que tiene un honesto deseo de peregrinar, y deseos de mediar en el conflicto, entre otras cosas para cuidar los intereses de la Iglesia. En 1967 había 16.000 cristianos en Jerusalén, hoy hay 11.000. Si se divide la ciudad es lógico que quieran estar en las negociaciones.
P. ¿Tiene poder para hacerlo?
R. El peso de la Iglesia en EE UU es grande, pueden negociar a través de terceros. No hay día que Washington no mande un mensaje a Netanyahu para intentar ablandarlo. Creo que la visita se engarza en ese nuevo intento.
P. ¿Y qué busca Israel con el viaje? ¿Perdón, imagen, negocio?
R. Los peregrinos gastan poco, así que no creo que busque eso. Una buena razón es limpiar su imagen deteriorada. Los periodistas verán sólo una cara de la moneda. La discriminación no la mostrarán. Las casas derribadas, los controles y el absoluto abandono oficial de las escuelas palestinas, todo eso no se verá.
P. ¿Israel quiere la paz?
R. El conflicto tiene muchas causas. La política es una de ellas, pero la religión aquí no es santa. La tecnología militar y la industria de seguridad son fundamentales. Con el alma digo que mi país quiere la paz. Con la cabeza pienso que la guerra es irreversible.
P. ¿Nadie denuncia eso?
R. Hay un 80% de fundamentalistas. Ha crecido el número de jóvenes que elude hacer el servicio militar. El descontento está rugiendo y puede explotar.
P. ¿Acabará Israel pareciéndose a un Estado fascista?
R. Si un país habla como fascista, camina como fascista y actúa como fascista, es un país fascista. Nos estamos comportando así. Muchas cosas recuerdan a la Alemania de 1933. Sólo nos salvaremos si lo reconocemos.

12 mayo 2009

Plebiscito y proceso golpista

TODO: No conozco a Rubén Dri. El apellido me asocia con Jaime Dri, uno de los principales protagonistas de la lucha contra los infames. Lo conocí a través de Recuerdo de la Muerte de Bonasso. Este Dri, Rubén, ha escrito una pieza muy lúcida sobre la actual situación en la Argentina, y lo que puede sobrevenir luego de estas próximas elecciones. El clima político, fermentado por la "oposición democrática" que busca la alternativa del golpe, está enrarecido y embrutecido por el bravuconeo de los peores enemigos de la Argentina, los que derrocaron a Perón, asesinaron a Valle, apartaron a Cámpora, y aportaron su granito de arsénico para aupar a las FFAA al poder. Sólo quiero agregar un solo elemento: dispersar fuerzas, chicanear con purismos programáticos, defender el pequeño solar solariego y solitario, es darle más chance a la sagrada familia oligárquica. De nada valdrán los lamentos, luego de la derrota... No la de los Kirchner si no la chance de recuperar la soberanía política y la independencia económica (con todas las agachadas...) y, acaso, la posibilidad de rescatar partes integrantes de la justicia social. Quien no lo mve de este modo está enfangado hasta el tuétano.
Andrés Aldao


Por Rubén Dri *

Hace unos días, el conocido amante de los golpes Mariano Grondona y el patrón sojero Hugo Biolcati se divertían en la televisión jugando a las adivinanzas sobre el momento en que se produciría el golpe destituyente. El candidato propuesto, que por otra parte ya tiene el gabinete en la sombra, es Julio Cobos. La manera sobradora en la que se expresaron ambos protagonistas es una clara manifestación de la seguridad con la que camina el movimiento golpista (o “destituyente” para no herir oídos delicados). Desde que las patronales del agro se largaron a hacer el agresivo y violento lockout del año pasado, estuvo claro para quien quiso verlo que lo que se pretendía como máxima era la destitución del Gobierno y, como mínima, su debilitamiento. Por ello a Eduardo Buzzi no le importó que el rechazo de la 125 dañase logros para los medianos productores, pues lo que se pretendía era derrotar al Gobierno, debilitarlo para terminar con un Estado que pretende “entrometerse” en los negocios sojeros. Aunque a mentes puristas les incomode, de lo que se trató (y de lo que se sigue tratando ahora, y el próximo plebiscito es parte de ello) es de la lucha entre dos proyectos de país enfrentados. No me gusta hablar de modelos, porque éstos hacen alusión a algo puro, cosa que no se da en ninguno de los dos proyectos. Si bien es cierto que el proyecto expresado por el gobierno de Cristina Fernández presenta contradicciones que lo oscurecen, poseemos algunas claves infalibles para saber si efectivamente se trata de un proyecto nacional y, en consecuencia, con beneficios para el pueblo. Se trata de ver cómo lo tratan Clarín y La Nación, sus voceros más connotados, Mariano Grondona y Joaquín Morales Solá, y los canales de televisión en manos en los grandes monopolios. Pocas veces se han visto en nuestra historia reciente tanto odio, tanta saña, tanta mentira, como la que diariamente nos muestran los grandes medios de comunicación. Da la impresión de que nos encontramos bajo la más feroz dictadura, con el peligro diario de ser asaltados, con la prensa amordazada, aislados del mundo. Una negra dictadura a la que sólo le falta Auschwitz, como dijera la pitonisa chaqueña. A partir del feroz lockout con que las corporaciones agrarias castigaron a la sociedad toda, salió a relucir el accionar de una derecha reaccionaria que supo conquistar un espacio social en proporciones que nunca antes había logrado. Su avance es el dato más peligroso que presenta la actual coyuntura. En un momento en que finalmente en América latina se está respirando un aire de autonomía y de solidaridad en proyectos independentistas y liberadores, esta derecha presenta el peligro mayor. Néstor Kirchner llega a la presidencia por la ventana, sin base social. Con una inteligente lectura de lo que había sucedido en la pueblada del 19-20 diciembre de 2001, rápidamente toma diversas medidas direccionadas a responder a demandas urgentes que habían sido expresadas en dicha pueblada. Es necesario confesar que nadie o muy pocos, si había alguno, sospechaba el giro que su gobierno habría de tomar rápidamente. Recuperación del Estado, saneamiento de la Corte Suprema y del Ejército, derogación de las leyes de impunidad, fortalecimiento de los organismos de derechos humanos, una serie de reestatizaciones como AYSA, Correo Argentino, Aerolíneas Argentinas, fin del negocio de las jubilaciones privadas, creación del Museo de la Memoria y del Archivo Nacional de la Memoria en lo que fuera la ESMA, fortalecimiento de la integración latinoamericana, muerte del ALCA, creación de Unasur y del Banco del Sur, por citar algunas de las acciones del Gobierno que hace que se pueda hablar de un gobierno nacional con medidas en beneficio del pueblo. Para ser efectivamente “popular” se necesita algo más, participación popular, la que es imposible sin la creación de un movimiento popular. Este movimiento existe “en-sí” o en potencia, en la medida en que se encuentra fraccionado, sin posibilidades de constituirse en el actor fundamental de la política del Estado. La política de transversalidad intentada por el Gobierno tuvo magros resultados, en gran parte por no ser una iniciativa que creciera de abajo hacia arriba. Desde los ’60 y ’70 la deficiencia fundamental para una política nacional y popular ha sido la falta de ese movimiento que supo expresarse en momentos críticos como 2001, pero que no pudo cuajar en una organización o estructura en la que se respetasen las divergencias para ser realmente el factor fundamental de poder. En el proyecto del Gobierno hay una profunda contradicción entre la política del Estado que, pese a fallas graves, se orienta hacia la recuperación del Estado con orientación popular en lo interno y latinoamericana en lo externo, y el instrumento político formado por el PJ y sus alianzas. De no resolverse esa contradicción de forma superadora, que sólo puede efectivizarse con la creación del movimiento popular, se resolverá con un retroceso inevitable. Creación del movimiento popular, creación de poder popular, de abajo hacia arriba, es una tarea imprescindible si se pretende que el proyecto nacional sea verdaderamente popular y tenga posibilidades ciertas de producir las profundas transformaciones que requiere el país. Mientras, ¿qué pasa con las próximas elecciones? ¿El movimiento popular debe desentenderse? Para una respuesta, menester es tener en cuenta que las elecciones legislativas a mitad de un período presidencial siempre fueron plebiscitarias, es decir, siempre sirvieron para aprobar o desaprobar la política del Ejecutivo. Cuando se produce una fuerte desaprobación, esto es, una derrota del Ejecutivo, éste ya está muerto aunque todavía pueda durar un tiempo. Así les pasó a Alfonsín y a De la Rúa, quien pretendió desentenderse del problema alegando que él no era candidato. Un triunfo de esta derecha agresiva que ante nada se detiene significará la marcha hacia la destitución soñada y predicada por Grondona, el inicio del retroceso hacia el neoliberalismo y todas sus nefastas recetas, la vuelta del FMI, de las relaciones carnales con el imperio. Los diversos movimientos populares encontrarán los mayores obstáculos para su crecimiento. Uno de los aspectos más negativos que se producirían con el avance de la derecha sería el dar la espalda a la construcción de la Patria Grande Latinoamericana. La Argentina podría tener el triste y nefasto papel de ser tal vez el mayor obstáculo para esta construcción.

11 mayo 2009

Tragedia




Andrés Aldao



TRAGEDIA DE UNA GENERACIÓN DECAPITADA



Editado por Artesanías Literarias
Septiembre − 2007




La cuenta impaga *


Es muy duro escribir acerca de crímenes. Y de las consecuencias de esos crímenes. Sobre todo si esos hechos ocurrieron en un período histórico tan reciente. Cuando la impunidad, aún, se regocija con el dolor de los otros. De los reprimidos y los muertos. De los desaparecidos, que no han merecido la triste paz de una tumba, y sus familiares, que no han hallado el simple consuelo de una memoria con nombre y apellido.
Las condenas morales no sirven. Son una gratificación, una especie de condecoración de hojalata, interpolada con disimulo y aprovechando la abulia que a veces desarma la vigilia del sector contestatario de la sociedad.
Escribir sobre ese período, pues, no me resultó fácil. Hay mucho luto, muchas tragedias, muchas muertes. Millares de víctimas padecen, aún, la cobardía de los asesinos que los desaparecieron. Los crímenes son la cuenta pendiente, el capítulo no terminado, la deuda impaga. Por eso los familiares, los protagonistas sobrevivientes, los amigos y la sociedad, no pueden ni deben “cerrar la causa”. Los asesinos prosiguen su vida, paseándose entre los recovecos de la Argentina posproceso. Las molestias son mínimas y muchos de los ejecutores permanecen en las tinieblas del anonimato. Acariciando cabecitas de criaturas; sonriendo a los vecinos; haciendo compras en los supermercados; almorzando los fines de semana con toda la familia. Una existencia pastoral, idílica y conmovedora. Las manos perjuras, salpicadas de sangre y horror, reciben el tratamiento de costosas manicuras. Y el mundo sigue andando.
La visión de mis relatos es antitriunfalista, con personajes de carne y miedo, imbuídos de heroísmo, llanto, delirio y tragedia, arrojados irresponsablemente a la aventura de una muerte atroz, anónima y solitaria, o víctimas del funesto plan de represión diseñado por la inteligencia militar y ejecutado en gran medida por los infiltrados de los servicios vestidos con ropaje activista.
Cada uno de estos relatos ha sido para mí un desgarro muy profundo. Como “La Huída”, que recrea mi experiencia personal; el joven militante de “Madre Orga”, que deambula entre el miedo físico, el temor a la muerte, y el sentimiento de culpa que le generaban los compañeros caídos; el pequeño botija uruguayo (“Y entonces entraron esos hombres”), víctima del horror e inocente de toda inocencia; los dos viejos de “La sospecha”, lastimados por los fariseos del martirologio sacralizado, porque el hijo (“.un pendejo de 17 años”) no pudo soportar los tormentos que le infligieron sus victimarios; el cinismo oportunista de ese profesor que se montó en la gratuidad trepadora del escalafón social, pisoteando a los centenares de colegas perseguidos, exiliados o muertos, e incapaz de brindarle a su mujer “Tan sólo una flor”. Y finalmente está Euzkadi Baztarrica, el Vasco huraño de “El Ajuste”, que perdió a su hermano y renegó de la fe militarista, que tiene desaparecida a esa novia adolescente con la cual pateaba piedritas en la antológica plaza Irlanda de Caballito, que afronta un destierro que los años han convertido en voluntario y desgarrador al mismo tiempo, porque su vida transitaba en los páramos de la nostalgia partida por un navajazo que le hurtó tantas mañanas y noches, extrañado de su mundo cotidiano; arrojado de su cultura a las fauces de la adversidad. Fingía una aclimatación que le curtía el epitelio, pero un lacerante desgarro penetraba en su profunda soledad, en su ser más íntimo, desgajado de los amigos, la música y los aromas de su ciudad,. Y de la poesía y el policromo sabor de una urbe que ya no sería jamás la misma. Que sentía como suya, desoladoramente propia; y sin embargo extraña, inmisericorde y lejana. Ese Vasco, gladiador solitario que pretendió redimir a los muertos, a los torturados, a los hijos sin padres, a los padres sin hijos, a las abuelas y abuelos que han perdido a sus nietos, no importa si su ajuste solitario es válido, si trasciende o no. Porque esas balas que le “atravesaron” la vida a uno de los asesinos, es todo un símbolo y genera un comprensible bienestar. Porque asesinos como esos no merecen disfrutar las tibiezas de la vida cotidiana.
Los relatos no buscan adhesiones o aplausos: tan sólo compartir un momento de dolor con la gente que vivió la tragedia latinoamericana. Pero quise hacerlo sin máscaras ni falsedades. Rescatando a las víctimas, pero sin dejar de condenar a aquellos que pensaron en el acto revolucionario como una misión de delirio y muerte, o denunciar a los Firmenich y su guardia pretoriana, primos hermanos y compinches de Videla, Massera, Suárez Mason, Menéndez, Bussi y toda la carroña militar que ha sobrevivido gracias a los políticos, que han querido cerrar, sin honra, el nefando período que comenzó con López Rega (gracias al acto senil y final del Viejo). Sé muy bien que mi auto de fe no es atractivo ni triunfalista, ni va a concitar las simpatías de los delirantes, o los que desenfundan el dedo fácil de la crítica tóxica. No procuro complacer a nadie. Odio las medias tintas. En esta época sin principios puedo asegurar que éstos, los principios, y una conducta limpia, son mis únicos bienes. •

Andrés Aldao • junio 10, 1998


* Este prólogo, escrito hace una década, lo rubrico sin agregados ni correcciones (A.A., septiembre, 2007).
El día que fue mañana

Ni el día de Ezeiza ni el 24/3/76 deben convocarnos con exclusividad para denunciar la noche negra argentina. No celebramos nada en esas fechas. Los crímenes fueron cotidianos. Permanentes. Continuos. Muchos argentinos se preocupan y ocupan de candidatos, de recrear el humor cortesano del medio pelo, la "parejita K", el micro macri, la pachamama mística e irracional, la democracia Nación, Hadad, Tinelli.
K. es Esma museo, Etchecolaz perpetua, fin de obediencia debida y aministías menemianas, aunque desde hace 32 años sueño con el Nuremberg argentino, con la visión de criminales colgados al estilo de los modelos nazis.
Los gritos de los compañeros picaneados, noche tras noche, no se borran en 32 años. Los nombres de los amigos y compañeros asesinados, desaparecidos, no se borran: Rolo Condomí, César y el Chilito Gorría, Oscar Olano "El Negro", cientos, miles de nombres... Ellos no descansan en paz. (el autor).

Siente la ráfaga, percibe una inquietud sin identidad que revolotea en el aire. La nada parece insinuarle algo. Profecía sin cara que lo azuza en los últimos meses. Esa mañana fue una inquietud más cercana. Allí está; precisamente como una ráfaga entretejida en intrigas y suspensos que sigue sin decirle nada. Suena el teléfono. Lo observa, e intuye que es como la génesis... ¿De qué? No tiene tiempo de penetrar en sus reflexiones.
–Hola
–¡Reventó! ¡Voló como escombros sobre el techo!
–De qué mierda me estás hablando, Cura...
–¿No escuchaste la radio? ¿Eh?
–Qué carajo querés a las ocho y media de la mañana, Habláme claro...
–Esta mañana voló en el Tigre el yate en que que estaba Villar.
–Turros de mierda,,, ahora se viene la maroma... boletearon a un guacho rabioso pero no terminaron con la rabia. Puta madre, Cura, ¡y me lo decís por el tubo!... ¡chau!

Apacible; un término que recuerda pastoral, estado de desgano. Se hallaba en el pequeño cuarto que le servía de laboratorio. Tiene delante la bandeja de revelado: una imagen borrosa va tomando forma en el fondo mientras lo agita con la pinzeta. Un helicóptero en vuelo aparece sobre el papel.
Miró la hora: las tres menos diez de la tarde; de una tarde de feriado, apacible. Esa hora tan corriente de una tarde apacible de un día feriado iría a ser el preludio de un cambio irreversible. Como lo blanco que se convierte en negro. La libertad en muerte. O en prisión, en Triple A y exilio.
El timbre. Intuye. Se acercó a la mirilla y allí estaban, en abanico, con sus metralletas listas y susurrándose disposiciones de combate. Ninguna duda. Comprendió en el acto que venían por ellos. Fue corriendo hacia el patiecito y se tiró a la planta baja. Quiso fugarse para llamar la atención. No llegó muy lejos.

Reflexiona en la soledad del dos por dos tirado sobre un jergón mugriento, condenado a compartir la soledad, los presagios y el temor de tantos otros, anteriores huéspedes. Habrán tiritado – pensó –, empapados por el miedo de lo que vendrá; o urdiendo historias pueriles de inocencias cándidas y más pueriles aún.
Las tinieblas, el silencio – roto por voces y sonidos o roces que evocan la cotidaneidad recién perdida – amedrenta. Aguardando; al acecho, Atrapado en el no saber, a la espera de lo inevitable (¿qué es, qué será lo inevitable?). Haciendo votos de heroísmo de fanfarria, acosado por la angustia del no saber, del de qué se trata contiguo, inmediato.
Está en sus manos. ¿Verdad absoluta o relativa? En una celda de dos por dos abarcada por tinieblas sobre un jergón tirado en el piso de cemento. Ellos... Los que van a disponer de su presente; el ahora – que ya se va –, y lo que ignora e imagina. Lo que vendrá luego. Y a la espera de ese luego, la mente sigue lúcida a pesar de la mugrienta venda que lo ha sumido en una oscuridad de amenazas sin caras ni formas. Aguarda. Resignado – pero no vencido –, se repite entre las sombras, densas, del dos por dos. Piensa en las próximas horas; las percibe cercanas y recurre a subterfugios de la mente. Pretextos que lo consuelan o lo abruman. Sabe que está en sus manos; que no tiene posibilidad de decisión; que su voluntad está cercada, aunque que crea disponer de ella para decidir – o elegir – las respuestas. Sólo le queda – si le queda – la conciencia de no entregarse. De todos modos se percibe perdido; está en sus manos; una manos que van a destrozarlo y buscarán quebrarle el temple que aún conserva, aferrado en esas primeras horas. Incertidumbre...
Después de darle “entrada”, quitarle lo que llevaba encima y arrojarlo a la soledad para el ablande, le dan tiempo – ellos no lo saben: suponen lo contrario – para elegir las coartadas o abismarse en la profundidad del terror. Juegan con ventaja; tienen la fuerza, dominan la situación, lo tienen aislado para acrecentar la angustia, los miedos. O evitar la relación con el otro mundo, el que existe fuera de la celda oscura y hedionda.
Piensa en los hijos. En el más pequeño de quince días; y en ella, en la amiga de ojos verdes – ausente en el interín –. Su fantasía es un ruego. El ruego un sueño. Tal vez pudo escabullirse... Y entonces, ¿cómo evitará el largo brazo de la persecución…? Se le ocurren ideas que desecha; piensa en la rutina que ya no va a recobrar. En el “Holandés”, el viejo director de la revista, en las notas que quedaron sobre el escritorio. En la vida del otro lado que prosigue imperturbable y de la que lo han excluido. Es una certeza: lo que hay del otro lado no le pertenece. El mundo que no transitará por bastante tiempo. O nunca más...
Continúa la espera, la pausa agobiante que usan para quebrarlo; para que no atine a saber o intuir. Todo el reciente pasado, las próximas horas que deberá enfrentar con algún pretexto creíble, al que tendrá que ajustarse a pesar del aprete, la picana y los golpes. Cierra los ojos; contempla señales en el cemento, las recorre una y otra vez mientras la mente se acelera: cómo llegaron a mí cómo llegaron a mí cómo llegaron a mí
Nunca dar un nombre... ni siquiera inventado. Entre datos que bailotean y evocaciones que asume, borra de la mente nombres y lugares del cercano pasado. Han muerto, los han demolido, no existieron, se han incorporado a una ciénaga y se han hundido en ella.
Nunca dar un nombre... ni siquiera inventado. Sabe fehacientemente que a partir del primer desliz, de la primera contradicción, está perdido. Ya no van a darle tregua, escarbarán en su conciencia, lo molerán a golpes e irán por nuevos datos, nombres, lugares.
Allí aparecen las letras negras, resaltantes... Un manual de explosivos. Eso es, un manual de explosivos guardado con estúpida negligencia.
Cruje la traba herrumbrosa. Es como una profecía que lo estruja... Le indican que salga. Presiente que se encamina hacia el averno. Querrá asumirse digno de las tres décadas que dejó atras. Bravatas que exhibe en ese soliloquio ininteligible: no soy un héroe, pero no debo perder lo único que me queda entre estas paredes, se repite.
No. Aún no había llegado la hora. Un armenio sumariante – el bueno de la historia – le toma declaración. Todo formal, demasiado formal. No le cree – lo advierte en sus cara, en sus ojos – pero no lo fuerza. Y lo previene: Sí, esta noche te van a interrogar los “otros”, le murmura con cara de pena, un recurso para acrecentar la angustia y el temor. Técnica arcaica...
Luego, devuelto al agujero oscuro, recupera terreno. No se engaña, comprende que lo van a picanear, pero cree tener en la mochila tres datos preciosos. Sqbe lo que hallaron en la casa –lapsus del armenio, o indicador, esquina del naipe que te muestra el contrincante –, elementos que le impedirán remontar hacia una supuesta inocencia. Pero no hay lazos, no hay vinculaciones recientes, concretas. El delator informó, pero no les alcanza.
De una sí se hará cargo: los tiempos juegan a su favor. La otra es un nombre supuesto... Un minúsculo rollito de papel. Este es el eslabón, el mojón que ha dejado en la retirada, la prueba de la desmemoria. Sobre esto se van a ensañar. Le cuesta concentrarse en las coartadas (cómo llegó a tus manos este manual, de quién es este apodo, quién es, dónde es). No es tiempo de humor ni de sonrisas. La mente no descansa: una respuesta, otra justificación, todo es el pasado. Sólo el 25 y la aministía* – repite como obseso – pueden aliviarte el bulto legal, la infracción a la ley.
De pronto escucha su voz. Esta allí. Sola y en tinieblas. Incomunicada. Piensa en ella. En su fortaleza. Y que él la debe excluir, ponerla al margen. Él el canalla, él el extremista. Ella inocente Piensa en los hijos, y los recorta del recuerdo. Son el factor emocional, el talón de Aquiles; no debe acordarse de ellos. Acorazarse, cercar con acero los sentimientos. No tengo hijos; no me importan. Lastre que arroja por la borda... Ahora debe sobrevivir... Resistir, dicho con propiedad.
Ellos saben como se trabaja en las orgas. Lo han aprendido y estudiado con esmero en escuelas de la tortura y el crimen, con picana, con palizas y métodos refinados de sadismo. Decidió aprovechar, precisamente, lo que puede resultarles coherente. No hay salvación: el picaneo en las encías y los testículos, tirado sobre la mesa húmeda, atadas las muñecas y tobillos, y oyendo una voz que pretende ser graciosa y le acosa con preguntas a repetición. Sabía que no hallaron material de la época. Debe seguir con el juego (jirones de arrogancia fatua): volver a lo mismo, no salirse del libreto. No salirse o está acabado. La ronda va y viene. Duele; enloquece. Pero volver a lo mismo, siempre, mientras pueda aguantar.
Nunca dar un nombre... Ni siquiera inventado, repite mientras la corriente de los electrodos lo sacude...
Siente el estetoscopio apoyado en el pecho; intuye las miradas de unos y otros hacia el tipo que lo ausculta: Aguanta... pueden continuar – escucha el susurro del bastardo –.No tiene información para darles...: Se van convenciendo de que no tiene lo que buscan – se le ocurre –, lo que necesitan. No soy un perejil, pero ahora no estoy en la “joda”... Sigue aferrado en el papel del: sabía, era, fui... antes del 25* . El informante lo aportó a él, lo vendió por monedas, por el pasado, por prontuarios anteriores. O era informante o lo apretaron con un par de bifes.

La cara del tipo gordito, con esos bigotitos finos y la barbita... El telefónico ese. Él que nos decía una y otra vez en la casona de Montes de Oca: ¿ven? ahí están los del Falcón.
No les importó la nada de la información presente. Lamentarían que esa tarde apacible del 1º. de noviembre de 1974, día de todos los santos, no pudieran abatirlo. Aunque lograron mandarlos a Devoto y Resistencia por un año, al exilio de por vida.
Año y medio después – mientras él, la amiga y los hijos vivían ya el desarraigo del destierro – los triples y los milicos protagonizarían la noche negra de la dictadura militar y el terrorismo de estado.
Los dejaron sin pasado. Quedaron con vida, en este destierro de mierda. Tres décadas, seis lustros. ■
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* El 25 de mayo de 1973 el Presidente Héctor J. Cámpora firmó el decreto de amnistía para todos los involucrados en “delitos políticos” anteriores a esa fecha. Por eso el protagonista resalta en su soliloquio “hacerse cargo” sólo de hechos anteriores al 25/5/1975.

L a h u í d a



Jadea. acurrucado en ese insólito palomar, Abelardo, absorto, observa despuntar los techos de Almagro.Terrazas, techos de chapa acanalada, algunos oxidados y otros embadurnados de alquitrán. Por allí asoma, como un obelisco en el desierto santiagueño, un edificio de varios pisos.
Abelardo jadea. el sol lo entibia; se siente feliz. Por un tris se escurrió de la patota.
Jadea. Abelardo rememora −entre imágenes truncas− lo ocurrido esa tarde. De pronto hace una pausa, frunce el entrecejo, se esfuerza por coordinar sus recuerdos: “¿Hoy ocurrió?”, se pregunta.

Se queda preocupado; el lugar coincide, pero el cuando, el tiempo, giran como un trompo y le generan un vacío en la mente. La angustia se anuda en su estómago, lo presiona y lo inquieta.

Abelardo aleja el cuando; continúa con sus reflexiones. Algunas palomas, mientras tanto, ronronean manteniéndose a prudente distancia. De pronto, influído por los efluvios de su imaginación, Abelardo, sin saber porqué, recuerda una película del lejano oeste en la cual el protagonista, herido, yace rodeado por la aridez del paisaje agreste y solitario, mientras la cámara enfoca a unos pájaros siniestros que revolotean al acecho de un festín que presienten cercano.

Ahora vuelven sus cavilaciones. “Allí está la patota −rememora− cuatro o cinco tipos con metralletas”.
Él los ve: no vacila. Llega al patiecito de su casa y se desliza hacia la vivienda de abajo. El vecino le pide que se vaya. que no lo comprometa. Abelardo atraviesa el largo pasillo, sale, y sin pensarlo corre y corre, jadea y jadea, llega a la esquina, dobla y escucha el chirrido de los frenos, los gritos de la patota, y los disparos. esos mensajes agoreros de sombra y muerte.

Abelardo se convierte en pájaro, Corre, vuela, jadea y salta sobre los techos de Almagro hasta encontrar el palomar. Allí llega, jadea, transpira. Pese a la angustia, Abelardo sonríe y se dice sin voz: “Jodí a los hijos de puta, ¡cómo los jodí!”.

Estaba tirado sobre la vereda, en la ochava. Pequeños arroyuelos de un matiz púrpura triste le coloreaban la camisa. La barbita blancuzca resaltaba la palidez del rostro; los ojos abiertos parecían contemplar fíjamente el cielo, bordado con nubes grises de duelo y cenizas.

Una sonrisa, apenas esbozada, le daba a ese rostro fatigado una extraña sensación de vida. hasta parecía jadear. Instantes previos, Abelardo había comenzado a recorrer el largo itinerario de su exilio sin retorno. Fue el 1º de noviembre, año 1974, día de todos los muertos •









M a d r e O r g a



Le cuesta recordar porqué se encuentra allí, en ese portal oscuro, mirando inquieto hacia la esquina. Ve la sombra deslizándose con cautela, sigilosamente adosada a las protuberancias rugosas de los ladrillos del muro, envejecidos por tantas inclemencias. La noche, somnolienta y pringosa, esparce un suspenso extraño. Como un signo de pregunta titilante que aguarda algo que debe ocurrir, un suceso imprevisto que dé respuesta a la incógnita.
El auto, raudo, rasante, hace pedazos la calma de la noche. Como una exhalación imprevista se detiene con violencia calculada a un paso de la sombra. Los tres tipos saltan del vehículo con eficiente ferocidad y sin preámbulos, con saña, acribillan la figura negruzca que cae revolcándose en su sangre, como un cuerpo que libera sus entrañas y luego se transforma en una masa compacta de desechos.
Los disparos secos, sucesivos, siegan con su estruendo la pastoral calma nocturna. Uno de ellos se acerca a la cosa derrumbada y quieta y con la punta del botín le patea las costillas. Parece disfrutar con esa última profanación al hombre muerto, mientras la patota sonríe satisfecha. Se van. El auto se extravía entre la bruma opaca que cubre las calles silenciosas. Una pausa tristona parece detener fugazmente la noción de tiempo, el sentido acrisolado de la vida. La esquina vuelve a sumirse en su monotonía de suburbio, taciturno y aburrido.
Parapetado en el umbral sombrío, el enigmático espectador tirita. Tiene una curiosa sensación: lo acaecido no le es ajeno. Como la proyección refractada de algo que ocurrió. O de algo que va a ocurrir.

Se incorporó con violencia mientras 0la transpiración le empapaba el rostro sin afeitar. Las ojeras, aviesas y oscuras, no se compadecían de su juventud. Reconstruyó el sueño: “Truculento y tan vívido”, pensó, mientras se pasaba la mano por la mejilla.
La preocupación le inundó los pensamientos. Fue inútil: ya no pudo remontarse a otra cosa y la figura de la sombra convertida en un guiñapo sin vida retornó con punzante nitidez. Se estremeció.
Con gesto exasperado se lavó la cara. Tenía que ir al empleo pero esa pesadilla le arrasó el humor. Salió apurado y alcanzó a treparse al colectivo. Contempló a los pasajeros buscando una figura que encajara en el molde arcano de su visión.
Rastreó las causas que generaron ese sueño tan cercano a la memoria de sus noches pretéritas, recientes. Percibió el miedo. Como una realidad suya, enteramente propia y profunda. Reprodujo entonces en su mente las escenas que supuso ver desde ese umbral onírico, uniendo imagen tras imagen. Como un rompecabezas, o los vidrios esparcidos de un espejo roto, que lograba recomponer en un todo homogéneo, hasta que el eco de los disparos fragmentaba nuevamente la imagen en innumerables partículas salpicadas de sangre.
Casi se pasó. Bajó apurado y llegó a la oficina a tiempo para firmar la entrada. Los otros empleados lo miraron con curiosidad. Él no tenía ánimos para enhebrar coloquios estúpidos acerca del tiempo o el fútbol. Se abroqueló en el escritorio e inició su labor cotidiana. Se puso a examinar bocetos de tapas para libros próximos a aparecer. Su mente navegaba. Retrocedió tercamente a la esquina de barrio que vio en su sueño, a los ladrillos rugosos cuyos resaltes picaneaban al hombre convertido en sombra. Su mirada se extraviaba en algún punto infinito que cruzaba el espacio, más allá de este universo que se le antojó cruel y conflictivo. La tarea devino en una sensación fastidiosa, como si estuviera sentado en un cepo que lo mantenía maniatado a la silla.
Alguien le dijo que en receptoría habían dejado una nota para él. Se sobresaltó pero fue a recogerla:
«Estate a la hora convenida; hoy tenés el solo de trombón. Traélo. Pepi», leyó en silencio.
Fue al lavatorio, rompió la nota y la quemó en el inodoro. Lo invadió la angustia; como un rubor insolente que tiñe las mejillas y no pide permiso. Pensó en el «Yorugua» Walter y en el Negro. «Cayeron con honor y valentía cumpliendo una tarea revolucionaria», recuerda haber leído en el boletín de la Orga. Lacónico y conciso, pero desajustándose de la otra verdad, más triste, menos heroica, mucho más simple, insulsa y terrible.
Él sabía que esos cumpas, y otros que no volvió a ver, cayeron en acciones cuestionadas por irresponsables e improvisadas. Los rumores, que fisuraban la presunta hermeticidad de la Orga, se filtraron por canales dudosos y anclaron en su ánimo, ya percudido.
Al pensar en el compartimento se ofuscó. como si alguien le hubiese restallado un látigo en los oídos. Cerró los ojos y sintió que un sudor helado descendía desde sus sienes y la frente; lo percibió como hilos de sangre que se iban coagulando. Pretextó una indisposición y abandonó la oficina. En un teléfono público habló con la madre. Hacía más de tres meses que no la veía: desde que alguien que conocía cayó en una inexplicable emboscada.

Se tumbó sobre la cama sin probar bocado. Sabía que no era inapetencia. porque el temor lo venía jaqueando incluyéndolo en un desalmado juego, en el que los estímulos al martirio languidecían estrellándose contra el muro del miedo físico, ante el temor a una muerte irreparable, total, definitiva. También a él le llegó la narrativa triunfalista de los boletines, las odas huecas y reiteradas ponderando la heroicidad de los combatientes, artífices de las victorias populares: «La Orga ya es parte de los sentimientos del pueblo», le recordaban sin darle resuello. Descreía. Dudaba angustiándose, agonizando con esa implacable sensación de culpa que lo mortificaba, que le usurpaba espacios vitales de sus sentimientos.
Se confesó el miedo a la muerte. Y luego cuestionó lo que sentía: «¿Porqué esta caída en el derrotismo pequeño burgués?». Sollozó sin pudor en la soledad de su cuarto gris, que de pronto se le antojó una celda, un féretro que le farfullaba maliciosamente un final no invocado. Que rechazaba, porque aún no había conocido la cara feliz de la existencia. Porque amaba lo que no le fue dado disfrutar.
Vivía desplazándose en un laberinto lóbrego, temeroso de las celadas que lo acechaban y que, sin duda, podían segregarlo de esta vida a la que se aferraba desesperadamente. Se percibía abyecto cuando dudaba de la Orga. Era como andar sobre el reverso crujiente de la felonía: «¿Qué me pasa?», interrogó acongojado a su conciencia. Luego se durmió.
Al despertar se sintió más tranquilo. Asumió su miedo como una sensación natural. Creyó haber dominado sus aprensiones, convenciéndose de que lo importante era dar la batalla contra los enemigos.

Se preparó huevos fritos. Los comió en silencio, taciturno. El diario dispuesto para la lectura esperaba en vano; el calor y algunos mosquitos lo encolerizaron. Mientras se duchaba escuchó las sirenas que aturdían y entonces recordó que más tarde debía participar en una actividad de la Orga «Que es como nuestra madre», pensó como otras veces. Pero le desafinaba. Finalmente decidió creer que se había reanimado.
Quitó un zócalo de la cocinita y extrajo la Parabellum. La acarició con áspera ternura mientras entornaba los ojos. La visión de aquel sueño volvió a embestirlo.
«Pum, pum, pum!». Los estampidos que le pareció escuchar, lacónicos, terminantes, lo devolvieron a la vida. Un par de lágrimas le birlaron la fe mientras fantaseó a los héroes de su infancia, a los prototipos de su reciente adolescencia que le habían forjado mitos soberbios, según los cuales la vida, en esencia, era la aventura trascendental de los humanos y había que vivirla a imagen y semejanza de Búfalo Bill, Robin Hood, Sandokan, Scarface o Jesucristo.
Llegó la medianoche. Se vistió, recogió el pequeño bolso e introdujo la pistola y tres cargadores. Verificó si llevaba los documentos, le echó una mirada de simpatía al cuarto y salió. Tomó el colectivo que lo llevaría al lugar. Estaba vacío; como él. La memoria lo condujo al mensaje que recibió esa mañana y entonces recordó la rúbrica: «Habíamos decidido no poner nombres de guerra en las notas. ni la inicial ¿porqué carajo lo hicieron?» No quiso pensar.

El colectivo penetró en el suburbio. Involuntariamente giró la cabeza y contempló la ciudad que dejaba atrás. El suspiro fue como el gorjeo tristón de un pájaro extraviado que ya no podía retornar al nido. Llegó a destino y descendió sin apresurarse. Abandonó las luces de la avenida internándose en las penunbras del barrio. Al rato divisó la larga pared de ladrillo que daba a los fondos de la fábrica. Se detuvo, miró la hora y esperó oculto detrás de un camión. Cuando llegó el momento caminó como una sombra, «deslizándose con cautela, sigilosamente adosado a las protuberancias rugosas de los ladrillos del muro, envejecidos por tantas inclemencias. La noche, somnolienta y pringosa, esparce un suspenso extraño. Como un signo de pregunta titilante que espera algo que debe ocurrir, un suceso imprevisto que dé respuesta a la incógnita».
Caminaba absorto en sus visiones; distraído y displicente. La frenada y la luz de los focos, brutales, feroces, pasmaron su última brizna de vida. Lo ultimaron sin asco mientras él cerraba los ojos aferrándose a su sueño, descartado de una realidad que ya no le pertenecía •



L a s o s p e c h a



Silenciosa y fácil, con un vaivén malintencionado, le remonta la sospecha y se le clava en el alma. Como una travesía infernal en un trance de delirio. A veces la percibe cáustica y arrogante, como una sonrisa crispada y burlona que maltrata su orgullo; o la bravuconada postrera de un compadrito que se queda sin resto y mata por matar.
El viejo tiene la certeza pero le faltan las pruebas. No sabe todo pero intuye. Si es lo que piensa, la verdad va a adquirir para él dimensión de tragedia. Ese suspiro moribundo es como un tajo de malevo que no le da tregua y secciona sin piedad el ensueño de toda su vida. Le cuesta asumirla; considerarla siquiera… La maldice y desea alejarla, pero las dudas, como una bala certera, dan en el centro de su vejez.

Los dos viejos retoman la ceremonia mañanera del yuyo verde, el rito matero cuya espuma rebosante se les antoja el elixir de sus vidas ya cuesta abajo. Hablan del hijo con medias palabras; como guardando un secreto cuyas espinas los desgarra.
−Qué raro que está nuestro hijo, viejo −se anima la mujer.
−Si, lo noto hosco, preocupado, pero no le hagás caso.
El silencio les bate palmas, y algún pájaro amistoso gorjea una extraña melodía mientras revolotea buscando a su pareja.
Prefieren matear sin palabras inútiles, creyendo quizá que al no hablar la imagen de la sospecha se va a desvanecer. Que el silencio les va a ir borrando la angustia, en un arcaico y desusado gesto de alcurnia.
Se contemplan buscando una respuesta que no se atreven a insinuar. La imagen del hijo, que es la honra de los dos viejos, se les boceta ahora sesgada y dudosa. Recelan del futuro porque ellos no estarán para protegerlo. Aunque ignoran de qué, porqué…
−La gente es mala, sabés? Me miran de reojo, murmuran…
−No seas así, mujer, a vos te parece… ¿Qué cosas se te ocurren?
− La cosa empezó desde aquellos días, viejo, desde que salió: no nos engañemos…
−No empezó nada, carajo! Terminala, que nuestro hijo no ha hecho nada malo… nada, ¿me oíste bien? Tenemos que estar orgullosos de él.
Ofuscado, colérico, sale a la calle con el perro. «¿Quiénes son los que hablan?» −piensa con amargura− son los mismos que decían: “Y. algo habrán hecho!”. ¿Y los capos, los jefes? Viven tranquilos fuera del país mientras la muchachada se juega el pellejo, y los que caen son crucificados. Cómo le digo esto a la vieja, pobrecita.» El pichicho lo tironea y el viejo empieza a caminar.

Alguien pasa por enfrente y se para mirando hacia su lado. Él gira la cabeza: sobre la pared blanca de la casita ve las letras en negro, atronadoras, insultantes: ¡¡aquí vive un delator al servicio de los milicos! «Hijos de puta, rastreros. mi pobre hijo, un pendejo de diecisiete años, no aguantó la tortura pero nadie cayó en cana por su culpa.”, recuerda en el desvencijo de un sollozo amargo. El viejo se derrumba; como un roble batido por un ciclón. O la sospecha •





Y Entonces Entraron Esos Hombres



Siempre me acuerdo de mi mamá se preocupaba por alcanzarme el tazón de leche ponerme el guardapolvo bien arregladito porque decía mi mamá que la limpieza de afuera muestra la limpieza de adentro y la verdad que yo no sé muy bien que quería decir mi mamá con eso pero si ella lo decía tenía que ser muy importante y mi papá también la escuchaba a ella porque mi mamá es la que nos decía a nosotros lo que teníamos que hacer y mi hermanita Celia y mi hermano Juan y mi papá siempre le hacíamos caso porque mi mamá sabía de todo y se ocupaba de nuestras necesidades y de la comida y de la ropa y de nuestros juegos y si salíamos a pasear también mamá nos decía como vestirnos y no te pongas esa corbata Atilio (que es mi papá ¿saben?) porque no combina con el traje y a mi hermanita no la dejaba ponerse el vestido con encaje que le regaló la abuela Sara que es la mamá de mi mamá en el cumpleaños de Celita y cuando un día le pegué al Beto porque me dijo "uruguayo muerto de hambre" fue mi mamá al colegio porque la maestra la mandó llamar y me pusieron en penitencia y también mi mamá me puso en penitencia en el rincón y no me dejó ver la tele me acuerdo que me chilló y me dijo che botija sos un peleador y al ratito se ablandó y dijo “ta ta” andá nomás y yo pensé que buenaza que es mami y esa noche se lo contó a papá que se puso a reír y le dijo a mamá pero dejalo al botija que aprenda a ser hombre y ese domingo papá me llevó a la cancha de Atlanta pero ésta no es la camiseta de Peñarol ya lo sé hijo pero no estamos en Montevideo y me compró maníes y esa noche mamá nos dijo hoy comemos como si estuviéramos en Andes y la 18 y nos preparó «chivitos» y después nos mandó a dormir mamá nunca estaba cuando volvíamos de la escuela porque trabajaba en lo de la señora Silvia y mi hermano nos calentaba la comida y todos los días mamá preguntaba ¿comieron todo? ¿estaba rico el arrocito? y me acuerdo el día ese que volvimos y mamá estaba en casa y le preguntamos porqué no fue a trabajar y mamá nos dijo fuí pero algo pasó en la casa de la señora Silvia porque estaba llena de policías y yo me asusté y volví para casa bueno vengan a comer y esa noche nos fuimos a dormir temprano y papá y mamá hablaron en voz baja parecían asustados y a los ojos de mamá los vi llorosos y no me acuerdo más y entonces entraron esos hombres y rompieron los muebles y le pegaron a mi papá y a mi mamá que gritaba no se porqué «socorro, suéltenme por Dios!» la tiraron al suelo y la pateaban y yo y mis hermanitos nos pusimos a llorar y se los llevaron y no los vimos nunca más a mi mamá y a mi papi… y después nos vino a buscar la abuela Sara y nos quedamos con ella y yo ahora estoy aquí solo separado de mis hermanitos y de mi abuela que a veces me viene a visitar con Juancito que tiene unos bigotes como de hombre y Celia con los labios pintados y tacos de señorita ellos están tan grandes y yo no sé porqué me quedé chiquito y ellos no… sí, siempre me acuerdo de mi mamá… y entonces entraron esos hombres…•








Tan Solo Una Flor



Se restregó los ojos. Como ojos restregados en una oscuridad burlona y obscena. Entonces la vió. En la confluencia del ángulo recto de las dos paredes, el piso y las tinieblas. Marta −de ella se trataba− parecía una figura elíptica y difusa, de tres dimensiones. Comprendió que lo estaba contemplando.

−Otra vez, Marta. ¿qué es lo que te trae aquí? ¿Qué te da venir en mitad de la noche, mirarme desde esos noventa grados, perturbar mi descanso, como cumpliendo un ritual concertado? La ceremonia de la despedida ya la hemos vivido. Es inútil. Enterremos el pasado de una buena vez −dijo el hombre.
−No tengo nada mejor que hacer. Y ese pasado al que vos te referís con tanta levedad es una historia de más de treinta años. ¡Qué te parece! ¿no te dicen nada tres décadas? ¿Te das cuenta de que te brindé mis mejores años, mi amor y mi ternura, que viví para vos, por vos? ¿Y vos qué me diste a cambio? replicó la mujer.
−Pero porqué sos tan rencorosa; en una pareja no se hacen cuentas. Entendeme, no hay nada para discutir, creo que todo lo hicimos por mutuo acuerdo –adujo él.
−Sí, claro, «mutuo acuerdo». Al comienzo vos te dedicabas al “sacerdocio” de la enseñanza, a tus alumnos, a la vida de relación con tus colegas, a los congresos en el país y el exterior. ¿Y los hijos, los problemas y preocupaciones de la vida cotidiana? ¿Y yo? Lo que te pareció insulso, incompatible con tus títulos, debajo de lo que suponías tu nivel, me lo dejaste a mí mientras vos mariposeabas, hacías carrera, te «realizabas». Sos un cara rota –le dijo elevando la voz una décima.
−Yo creo que esta conversación está demás. Nuestras relaciones deben de ser sosegadas, sin nervios ni reproches. ¿Comprendés lo que te digo?
−¿Ahora querés reposo, calma, tranquilidad? Primero hacete un examen profundo: analizá los actos de tu vida, recordá la pérdida de nuestro hijo mientras vos participabas en un “Seminario para una cultura nacional y cristiana”. Eduardito agonizaba y vos estabas de jarana. ¿Querés que te deje tranquilo? ¡Olvidate! En todos esos años fuí un adorno, el relleno de una fotografía de familia, la ama de casa, la muchacha, cocinera, enfermera y planchadora −objetó con voz cascada.

El hombre puso las palmas de sus manos debajo de la cabeza. Desde una casa vecina se escuchaba la voz de la Callas en un solo de «La Traviata». La mujer era una sombra ingrávida que se mecía tenuemente en ese ángulo del cuarto.

−No puedo remediarlo, Marta. Si la hubo, quisiera pagar mi inmadurez, reparar nuestra historia, la tuya, la mía y la de nuestros hijos, volver el tiempo hacia atrás. pero es inútil: no se puede confrontar el pasado con el futuro. Así estamos vos y yo. Y por favor, deja de columpiarte que me crispa los nervios –argumentó él con voz esquiva, pulcra y algo rastrera.
−«Volver el tiempo hacia atrás». ¿De qué tiempo me estás hablando? Lo tuyo es una lamentación vacía, cómoda y estéril. Me pedís enterrar el pasado. ¿vos creés por ventura que un pasado se entierra simplemente por petición de principio? Esa maldita formación tuya, inflexible, aprendida como un sofisma, en la que todo es negro o blanco, positivo o negativo, sin matices. –le recordó.
−Desde cuando vos podés juzgar mi nivel, mis normas. Pienso que estás metiéndote donde no debés. Y por otra parte, nunca me insinuaste una crítica así, demoledora e inmerecida.
−Es que no tuviste sensibilidad con la familia, con los hijos, conmigo: siempre recitando verdades absolutas, sin dejar lugar a la controversia, reprimiendo los sentimientos de todos, como si se tratara de un pecado, cual una máquina que trituraba las relaciones y el afecto. Un tipo de hielo.
−Es una opinión, Marta: hice lo que hice por el bienestar de todos. No merezco reproches –arguyó.
Una trifulca de gatos hambrientos estalló en las cercanías. Parecía una riña de bebés parloteando en un extraño lenguaje. Se hizo un cortante silencio. Como la pausa de un lacónico combate.
−Renuncié a mi carrera, a mis posibilidades −continuó ella−, por ayudarte. Me lo pediste con una voz tan gentil y zalamera: “Hasta que me nombren profesor titular”, dijiste. Y yo te creí. Luego fue para “afirmarte”, hacerte “de nombre”. Nunca me viniste a dar cuentas; vos eras el “intelectual”, el hombre de mundo, el “profesor” titular de la cátedra de los mil demonios –le dijo irritada.
−Había que mantener la casa, pagar la hipoteca, costear los estudios de los hijos, ¿no te parece?
−¿Y yo? Nunca más mencionaste tu promesa; olvidaste que también yo tenía derechos, que había estudiado y fuí una alumna que terminó la licenciatura de literatura con las notas más altas, que mi monografía fue publicada y mencionada en “El escarabajo de oro” –le recordó angustiada.
−Nunca reclamaste nada. Pensé que estando en casa eras feliz, que no te interesaba hacer una carrera. ¿Y tus estudios? ¿Querés saber la verdad? Yo creí que vos estudiabas para complacer a tus viejos –insinuó él.
−Sos un degenerado. No sé lo que me pasó pero tuviste mucha suerte. Me sometí vegetando bajo los pliegues de tu gloria, me comprimí hasta reducirme a un cero absoluto: cuanto más celebrada tu imagen personal más anodina la mía, hasta que acabé marginada −protestó dolorida
−Siempre estabas ocupada: que los chicos, que la reunión de padres, qué sé yo. Yo tenía una vida académica, con sus deberes y compromisos y no podía renunciar a ellos.

Se arrancó un pelo solitario de la nariz, se rascó la oreja y observó a una mosca zumbona que revoloteaba en una suerte de danza mórbida. Luego clavó la mirada en el vacío.
−Lo que vos decís es abyecto: yo para vos no contaba. Incluso, creo que te avergonzabas de mí. Inventabas pretextos para no salir conmigo, ni inmiscuirme en tu vida de relación. Ni una atención, ninguna gentileza. Nuestra vida fue una ficción. Quiero darte un ejemplo, uno sólo: en todos los años de nuestra vida en común jamás, me oís bien, jamás tuviste un gesto de cariño que no fuera formal. No sabés cuánto me hubiese conmovido, por lo menos una vez, haber recibido tan sólo una flor. No, no lo podés saber –alegó Marta.
−Te consta que debí asumir responsabilidades. La situación en el país era muy seria y decidí hacer algo para salvar lo que se podía. El hogar era importante pero el país, en ese momento, era mucho más relevante. No me arrepiento. –le aseguró.
−Voy a decirte algo: cuando me enteré de tu “comprensión” sobre lo que estaba ocurriendo en el país, la actitud cómplice, las delaciones incriminando a tus antiguos colegas, cuando me sugeriste que cortara los vínculos con mis amigos intelectuales, me repugnaste. Luego de un tiempo me enteré de que el hijo que adoptamos fue una criatura robada a su madre. Al principio lo intuia; hoy me es fácil entender la razón por la cual no te causó pena la muerte de ese chico.
−Te estás desollando, abriéndote viejas heridas para nada. No entiendo el por qué −dijo él.
−Dejá de hacerte el estúpido. Cuando se produjo el golpe militar te acomodaste, despreciaste los valores que nos identificó al comienzo de nuestras vidas y sin los cuales, es hora de recordártelo, jamás hubiésemos sido una pareja. Vos y tus amigos, ¡me dieron lástima y asco! Obraron como posesos, al margen del mundo racional y despreciando al resto de los humanos.
−El mundo evolucionó y también mis ideas. Ya no podía vivir más en ese clima de brutalidad sin tomar partido. Tal vez no medí las consecuencias pero había que frenar la violencia de los violentos. Tuve que elegir entre la anarquía o el orden. Aposté por el orden que podían imponer los milicos para construir un futuro con bienestar –murmuró él con voz fétida, ausente.
−Llamarte cínico es hacerte un elogio. Vos y tus amigotes fueron cómplices de una infamia, de un sistema aberrante en el que el crimen, la mentira y la barbarie eran valores supremos: ¿Así que te inquietaba el futuro? ¿El futuro de quién? ¡Pero por favor! ¡Dejate de joder!
Las palabras de Marta resonaron con ácida suavidad en el silencio de la noche. Él se limitaba a escuchar, impasible, como recibiendo una reprimenda repetida y fastidiosa. Luego se hizo un silencio viscoso. La imagen de Marta se desvaneció y el rincón quedó en penumbras.

El hombre acostado encendió la minúscula luz y paseó su mirada por las paredes umbrías del cuarto. Quería cerciorarse de que la imagen se había esfumado. No movió la cabeza pero sus ojos desorbitados giraban buscándola. Vió el retrato de Marta contemplándolo fijamente. Se tapó la cara con las palmas de las manos y pareció sollozar: “Porqué me habrá hablado con ese tono: si nunca se quejó”, farfulló en la gélida soledad de las cuatro paredes. “Le dí una buena vida, jamás le faltó algo. Y nuestro hijo, pobrecito. Ella era la encargada de llevarlo al médico y ahora me responsabiliza a mí de su muerte. De todos modos, su verdadera madre fue una subersiva: ¡Vaya a saber qué hubiera sido de él en el futuro! ¡No la puedo entender!”. Finalmente se encogió de hombros.
Al día siguiente pasó por la florería del barrio y compró un jazmín de pétalos color marfil. Era una flor extraña, aterciopelada y con una suave fragancia. Tomó el ómnibus y bajó cerca del lugar en el que estaba Marta. Caminó por el sendero mientras la cara del hombre no expresaba ninguna emoción. Marchó un largo trecho hasta que reconoció el lugar.
Creyó percibir una angustia de años, como una piedra áspera que le picaneaba suavemente el corazón. Aproximándose paso a paso, se arrodilló ante la tumba de su mujer y mientras algunas lágrimas de compromiso caían como granizo sobre el cemento frío y gris del sepulcro, dejó caer tan sólo una flor. Como para dejarla conforme. Luego se marchó silbando una canción de moda •







El Ajuste


(Fragmento del “Diario de Viaje a Buenos Aires”, de Euzkadi Baztarrica)



(viernes 16 de enero)
Salí de la estafeta con el sobre en la mano. El azul desaliñado del cielo de Madrid y algunas nubes desprolijamente despatarradas se proyectaron en el vecindario de Fuencarral, que es donde tengo mi vivienda. Me encaminé hacia ella sin prisa, aunque me intrigó saber a título de qué Pelusa me mandó una carta expreso. La abrí leyéndola con atención. Me mantuve impasible aunque la lectura me transportó a un pasado que mantuve intacto en la vigilia de la memoria. Un pasado cuyas cuentas muchos pagaron con horror, tinieblas y muerte.
Decidí viajar a la Argentina, con la firmeza forjada por la ira y el dolor de una herida aún abierta. El recuerdo me tumbó el equilibrio; y la bronca, encerrada bajo siete llaves en el cofre del ayer, comenzó a trastabillar hasta que la percibí frente a mí, intacta, desafiándome, “mojándome la oreja”. Esa ira, rencorosa y sólida como un edificio de muchos pisos −uno por cada año perdido, quitado de mi existencia− presentó «la cuenta». Había llegado el momento de cobrarla.

(domingo 18 de enero)
Llevo veinte años viviendo en España. Tratando de olvidar, intentando recordar. Rehaciendo mi vida de exiliado. No es fácil. No quise volver en 1983: temí enfrentarme con el pasado. Partido por los navajazos que me hurtaron tantas mañanas y noches, extrañado de mi mundo y mi cultura, soporté la adversidad del destierro. Parezcía aclimatado, dichoso. Pero se trataba de una apariencia: es un desgarro muy profundo vivir desgajado de los amigos, la música, la poesía, los recuerdos y la policromía cocolichera de Buenos Aires, mi ciudad cuna. Que jamás será la misma. Aunque la perciba mía, sé que es un espejismo, una ilusión, una jugarreta melancólica para bobos.

(miércoles 28 de enero)
El Aeropuerto de Barajas parecía una pasarela colmada de gente que iba y venía. Desde que resolví viajar a Buenos Aires la nostalgia untó mis pensamientos. Pero no quise recordar.
Antes de pasar la puerta de embarque hablé por teléfono con Emilia, mi amiga. Le expliqué que viajaba a la Argentina, que debía hacer allí algo importante. Finalmente llegó la hora. Unos minutos antes de medianoche el avión despegó. Cerré los ojos y me entretuve con mis fantasías: imaginé ser un buen ciudadano que regresaba al terruño para visitar la familia y a los viejos compinches del vecindario; jugar incluso un partidito de bochas, algún truco ruidoso, ir a ver a los “verdolagas” de Ferro. Con mi aspecto bonachón, quería aparecer como un argentino que fue a hacerse la América a España y ahora retornaba a la patria como triunfador, arrogante y generoso. Dos décadas atrás había hecho el camino inverso y nunca volví. En tanto pergeñaba esas estupideces me quedé dormido. Mientras tanto, el Boeing cruzaba el Atlántico.

(jueves 29 de enero, por la mañana)
Pasé Migraciones con el pasaporte español. El tipo me observó con una fijeza turbia: “Le debe extrañar que soy nacido en la Argentina”, pensé. Luego fuí a buscar la maleta. No reconocí Ezeiza. También la gente me llamó la atención: su forma de hablar, la vestimenta y algunos resabios del antiguo “chantismo” porteño. Me ubiqué en un remis y partí hacia Buenos Aires.

jueves 29 de enero, por la tarde)
Dejé la maleta en el cuarto del hotel. Caminando llegué hasta Maipú y Corrientes. En el antiguo boliche de “Suárez” tomé un café con una ginebra. ¡Cuántos años, por Dios! En las cartas que cruzaba con antiguos compinches les explicaba que el único sistema para sobrevivir en el exilio era congelar el “cuore” y dejar los sentimientos, como la guitarra del tango, “colgados en el ropero”.
No pude resistir la tentación: en el primer quiosco compré un atado de Particulares. Aspirar el humo del tabaco negro fue como haber regresado al barrio, a las esquinas que me esperaron en vano, a las veredas y los recuerdos replegados en un sueño remoto, en la visión terca de un mundo que sabía perdido. Me conmoví tanto que imaginé a los fantasmas y duendes del viejo barrio diciéndome al oído: “¿Dónde estabas, che pibe? ¡Cuánto que tardaste, hermano!”

(viernes 30 de enero, por la mañana)
Hoy a la mañana me desperté descansado, y luego de ducharme me fui a tomar un café. Tenía que llamar por teléfono a “Pelusa”, mi viejo amigo de Caballito y compinche en las luchas de los años 60 y 70. Él escribió la esquela que motivó mi retorno. Lo encontré en la casa y luego de la lógica sorpresa quedamos en vernos. No hubo efusiones en el encuentro; ningún gesto, ni una sola muestra de algo especial. Sólo en la mirada expresamos el hondo afecto que nos unía. Fuimos caminando por Maipú y en un boliche tomamos Cinzano con una picada. Le inquirí detalles sobre lo que me escribió. Seguimos caminando por Chacabuco y casi llegando a San Juan Pelusa me señaló un edificio y la chapa de la entrada: Segural * Agencia de Vigilancia Privada. Me dio todos los datos que le pedí. Hasta el último detalle. Luego nos relajamos y evocamos anécdotas del pasado. Antes de despedirnos le pedí que se borre, que no me busque, que en el momento propicio le iba a escribir. Nos abrazamos: el Flaco me dejó en la palma un papel y me entregó el paquete.
Lo ví alejarse: fue como perder el pasado una vez más. Y a pesar de la angustia, me sonreí al contemplar la marcha peculiar de este querido amigo al que el viento empujaba como a una pelusa; “igual que a las hojas caídas de la Plaza Irlanda”, encorvado y más ligero que la ligereza.

(Viernes 30 de enero, por la noche)
Recorrí la zona céntrica. Indudablemente, la ciudad había cambiado. Del Buenos Aires que conocí ya no quedaban ni cenizas. Todo restaurado, recuerdos decapitados, una urbe “trucha”, como suelen decir las nuevas generaciones porteñas.

Regresé al hotel. Luego cené en un fondín, tomé un baño y me fui a dormir. No podía conciliar el sueño. Entrecerré los ojos. Un sopor apacible, como una bruma delicada, quebró el muro raído que venía protegiéndome. Entonces la renuencia cayó de bruces y la evocación de Estela irrumpió en la memoria. Como los remolinos bastardos de un huracán proxeneta, que violaron la paz en la que había decidido acorazarme. La imagen de Estela, bocetada de lágrimas, se clavó en mis pupilas.

(sábado 31 de enero, luego de la siesta)
No pude alejarla de mi mente. Es extraño, pero durante muchos años debí hibernar mis sentimientos. Regresar a Buenos Aires fue como volver a ella, a los recuerdos coloquiales e íntimos. Estela, la novia angelical de mi adolescencia, que cada noche anegaba mis fantasías mientras cerraba los ojos, saboreándola, recorriendo con tierna minuiciosidad sus blancas orejas, la nariz media repingada, el mentón disfuminado en esa curva diáfana que lo unía a la mandíbula, hasta cobijarse en el delicado cuello, suave, apacible y tibio. La percibí a mi lado: era como si hubiese recobrado, en ese fugaz instante, la tibieza de aquella novia inolvidable, rastreando la tersura de su piel quinceañera, hurgando nuevamente con temor virginal en los misterios que mis sueños no podían revelar, los dedos haciendo escalas apacibles y tiernas en las teclas sedosas de su pubis. Y ella, resistiéndose, se debatía entre el deleite de sus sentidos y el miedo a un peligro que no conocía pero la perturbaba. Hasta que se rindió abrazándome con el frenesí de quien muerde por primera vez un fruto desconocido. Fundidos en el éxtasis efímero de la primera vez, habíamos sellado entonces la quimera de aquel primer amor de barrio, ajenos al anticuado plafond moral de los mayores. Las lágrimas me trajeron paz. pero me incorporé con furia y astillé los recuerdos martillando sin piedad los nudillos de mis manos. Luego me quedé dormido. Con la rabia latiéndome en las sienes y el odio impregnando mi sangre.

(domingo 1° de febrero, por la mañana)
Las medialunas de grasa y el café con leche, el ritual de verter ese líquido oscuro y fragante (sobre todo cuando el mozo me farfulló: “Avíseme señor”), fue como contemplar un cuadro de Antonio Berni allí, en ese bar cualunque de Buenos Aires convertido de pronto en el museo de la urbe porteña, la patria tanguera de Troilo y Gardel, el retablo mistongo de Discépolo y Manzi. La memoria me arrojó de un manotazo al espacio ausente. A los recuerdos que no fueron, a ese blanco insoportable en el que cohabitan la nada y el vacío, la amnesia del exilio y una lejanía inanimada.
Desplegué el “Clarín”, le eché una ojeada y al rato lo cerré molesto. Me dediqué a la ceremonia de mojar la medialuna y engullirla. Otra liturgia porteña cumplida. A la tarde anduve por Lavalle, Corrientes, Maipú. Me pareció caminar por una ciudad fantasma; la gente me resultaba extraña, forastera, como si estuviese dentro de una pesadilla que me deshilachaba dejándome desnudo.

(lunes 2 de febrero, cerca del mediodía)
Tenía que empezar a moverme. Recogí la maleta en el hotel y viajé hacia Caballito. Llegué a la casa de la calle Pujol y apreté el timbre. La mujer entreabrió la puerta cancel y me observó con curiosidad: “¿Usted es la señora Sofía Ibizarreta, no? ¿Mi cara no te dice nada, tía?”, murmuré largándome a reír. La viejita se quedó mirándome unos segundos y luego se sobresaltó: “Dios mío, Copete querido, ¡esa voz inconfudible! ¿Cuándo llegaste.? Por Dios, que no lo puedo creer”, me dijo mi tía Sofía mientras me abrazaba desbordada por un llanto previsible.
Entré en la casa. Nos carteamos durante los años de ausencia y ahora la tenía allí, sentada a mi lado con el vestido negro, los cabellos plateados recogidos y esos ojos de mirada tierna. Como en aquellos años de la niñez, en los que la tía reemplazó a mi madre muerta.
La tía Sofía expresaba, en la cara angulosa y los negros ojos metidos detrás de sus ojeras esfumadas, el dolor y la pérdida de las dos únicas personas que pudo amar en su vida, mi hermano Fermín, asesinado, y yo en el destierro.

(martes 3 de febrero, de tarde)
Fui andando por Pampa y antes de la Libertador pasé por el edificio en el cual vivía el tipo. Los lentes oscuros me protegían del sol y de los curiosos. Mis ojos no se apartaban de la entrada, pero nada especial atrajo mi atención. El cielo se encapotó y un chaparrón colérico pasó como una ráfaga. El calor volvió por sus fueros. Me convencí de que en esa zona me era casi imposible hacer el trabajo. De todos modos me quedé. Cerca de las nueve ví salir una pareja. El contoneo del tipo me alertó. Encajaba en los datos que tenía y se amoldaba a los indicios que aún guardaba en mi memoria. Viajé detrás de ellos. En la zona de Recoleta entraron en un restorán. Estudié sus facciones y las grabé ovillándolas en mi retina. Habían pasado veinte años. Luego regresé a la casa de mi tía.

(miércoles 4 de febrero, de mañana)
A media mañana entré en el edificio de Chacabuco al 1100 vestido con un ambo de sarga, corbata a tono con la camisa celeste y unos lentes de porte. Parecía un hombre de negocios respetable. En el primer piso divisé la puerta de “Segural”. Una empleada me abrió. Le recordé que yo había telefoneado pidiendo una entrevista con el gerente de la empresa.

El tipo salió de su oficina, se aproximó dándome la mano y se presentó: “Alejandro Alaniz”. Percibí un leve escozor al sentir el contacto de esa mano en mi piel. “Emilio Páez, es un placer conocerlo”, le dije con tono pulcro.Me hizo pasar a su oficina. El tipo repasaba mis rasgos con minuciosa atención mientras yo le pedía asesoramiento para una tarea de vigilancia. Le fuí haciendo el gran verso, envolviéndolo en la red que fuí tejiendo con paciencia. Él jugaba con una lapicera; la dejó sobre el escritorio y me habló con suavidad. Me explicó que sin ver el depósito para el cual yo quería contratar los servicios de la empresa, él no me podía asesorar: “Yo le propongo ir al lugar con usted, ver sobre el terreno los riesgos −me aclaró−, entonces podré hacerle una proposición”. Asentí con la cabeza. Prometí telefonerle. Mientras, el corazón comenzó a dar vueltas de carnero.

(jueves 5 de febrero, al mediodía)
Me hospedé en la casa de mi tía. Era más cómodo y mucho más seguro. Le pedí que el “besugo a la vasca” que había preparado para el mediodía lo dejáramos para la cena. “Voy a traer el vino y un postre como los que te gustan a vos: no te enojás, ¿eh tía?”, le dije. Ella no protestó.
Llegué a la zona industrial de San Martín siguiendo las sugerencias de Pelusa. Dí vueltas durante un buen rato. En una gomería pregunté si no sabían de algún galpón vacío para alquilar: no sabían. Continué la búsqueda y de pronto observé un taller abandonado en un paraje que consideré apropiado, incluso en pleno día. Dí algunas vueltas, estudié el movimiento de las calles aledañas y la soledad del lugar.Decidí que era ideal. Ahora iba a tratar de convencer al tipo de que nos encontráramos en horas del atardecer. Volví a la casa de la tía Sofía y en el camino compré una botella de vino blanco, un arrollado de coco y algunas otras vituallas. En una florería de Gaona hice preparar un ramo de violetas y al llegar a la casa de la calle Pujol abracé a mi tía y le obsequié las flores. Pese a todo, me sentía feliz.

(viernes 6 de febrero, de mañana)
La voz de “Alaniz” me sonó empalagosa y amanerada a través del teléfono. Decididamente falsa. Le propuse que nos encontráramos en la estación San Martín: desde allí viajaríamos al lugar en uno de los autos. El tipo aceptó y arreglamos para el próximo lunes a las siete de la tarde. Sentí un inmenso alivio. En ese momento pude avizorar que la tarea estaba adelantando. Que el fin se aproximaba, pero yo aún la percibía como una imagen movida, fracturada, sin nitidez.
Entré en la casa de mi tía en silencio. “Ya no nos volveremos a ver, querida Sofía”, pensé con pena. Atareada en la cocina, ella no me escuchó caminar por la casa. Cuando la ví, con la mayor ternura y aflicción le anuncié que el martes próximo partía de regreso. Ella lo había presentido. Se acercó a mí y me estrechó entre sus brazos. Besé conmovido la cara de suaves arrugas de esa anciana tan dulce, la entrañabla tía Sofía, que es todo lo que queda de mi familia vasca.

(domingo 8 de febrero, al atardecer)
Este fin de semana procuré ordenar mis ideas, completar todos los detalles de mi trabajo, descansar y dedicarle parte de mi tiempo a esa mujer excepcional que, seguramente, ya no vería nunca más. Leí los diarios del domingo, me puse al día con los vericuetos de la política y la cultura. Ayer sábado recorrí las casas de música y algunas librerías. Compré libros que me interesaban, como «Santa Evita» y «La novela de Perón», «El presidente que no fue», y «De Senectute” de Norberto Bobbio; compactos CD que no hallé en Madrid, y algunos obsequios para los amigos que tengo en España. A mi amiga Emilia le llevo un abrigo de cuero. espero que le agrade. Todos estos preparativos, naturalmente, tienen un punto clave: que mi tarea culmine con éxito. Dentro de un rato voy a ir al cine a ver una película que me recomendaron: “Tocando el viento”. Mañana ha de ser el día elegido. O nunca más.
(lunes 9 de febrero, por la tarde)
«Me voy, tía. pero vuelvo a la noche y me quedo con vos hasta la hora de viajar a Ezeiza», le anuncié antes de salir.
Llegué a la estación San Martín minutos antes de la siete. Al rato apareció el Alaniz ese. Deliberamos unos momentos y decidimos viajar en su auto. Me dió una perorata sobre la vigilancia armada, la seguridad y otras pautas que yo no escuchaba. Estaba atento y alerta. Le hice dar algunas vueltas para relajarme y finalmente le fuí indicando como llegar al lugar.Lo observaba en el espejo. Oía la respiración ramplona del tipo que manejaba y tuve una sensación reprimida, una especie de bramido agazapado que aguardaba el momento de liberarse y estallar; como una granada rabiosa que desintegrase al hombre sentado a mi lado en mil partículas de polvo y nada. Percibí en mi frente gotas de sudor heladas deshenebrándose con crispante lentitud. Sabía que mi mirada tenía esa frialdad acerada que precede a una eclosión. No me impacienté: quería disfrutar esos minutos uno a uno, como la voracidad que está por saciarse y se posterga deliberadamente en un acto de voluptuosidad. Esbocé una sonrisa mientras el tipo jadeaba. sus ojos miopes se habían replegado y todo él se tensó percibiendo, acaso, una acechanza imprecisa, amorfa, que revoloteaba a su lado embozada, tenue e implacable.
No había un alma. Sólo la brisa caliente y viscosa. Cuando detuvo el auto y bajó, me miró con una mueca impredecible. Fue la imagen postrera de Alaniz, porque cinco balas de mi pistola le atravesaron la vida. El rostro del tipo se tiñó de púrpura, los ojos y la lengua giraron sobre el eje imaginario de una muerte real, simple y absoluta. En unos segundos culminó la ceremonia. Limpié los lugares en los que pude haber dejado huellas, observé los alrededores y finalmente, conduciendo el auto de Alaniz, me dirigí a la estación San Martín dejándolo estacionado en una calle lateral.
Llegué a la casa de la tía, cenamos y nos quedamos hablando hasta el amanecer. Luego me marché en un taxi. Llegué a Ezeiza a las siete y al rato abordé el Boeing..

(martes 10 de febrero, a bordo de un avión Air France)
Desplegué el periódico que me dió la azafata. En la primera página leí una noticia que me llamó la atención:
«En la zona fabril del partido de San Martín fue encontrado ayer el cadáver de un hombre. De acuerdo a los primeros informes de la policía, el muerto fue ultimado de varios balazos. En el lugar del hecho no se halló ningún elemento que permita orientar la investigación. El vehículo del muerto fue hallado cerca de la estación San Martín del ferrocarril Mitre. El (o los) posibles autores del hecho se llevaron el teléfono móvil y las llaves, amén de otras pertenencias y documentos. Los días venideros tal vez arrojen alguna luz sobre este enmarañado suceso». Doblé el diario y cerré los ojos.

(viernes santo, 10 de abril, por la noche en mi casa madrileña)
Han pasado dos meses desde que ocurrieron los hechos narrados en este diario. Es indudable que una razón debe explicar y justificar las causas de ese juicio sumario en un descampado de San Martín. No quiero entrar en un debate moral: el condenado a muerte fue uno de los asesinos que entre 1973 y 1983 formó parte de los escuadrones de la muerte. Por supuesto, en este caso particular tuve un motivo personal y doloroso que nunca va a cicatrizarse.

“Fue una tarde, como fueron otras tardes, el martes 22 de septiembre del año 1977”, recordé. Íbamos a encontrarnos en aquel bar de dos entradas. Llegué con Estela, mi mano sobre el hombro de la muchacha vestida con la blusa blanca, los vaqueros cortos, el cabello flameando entre la brisa húmeda, y los pechos erguidos, como un reto juguetón que desafiaba el deseo vidrioso y sensual de los caminantes. Sentados alrededor de una mesa estaban mi hermano Fermín, otros dos compañeros y el nuevo tipo que habían incorporado al grupo. Le pedí a Estela que entrara al bar mientras yo iba a buscar a Pelusa. Nos besamos en un rapto de no saber cómo, cuándo, porqué. La ví entrar, y mientras se iba alejando me sentí como atrapado en un pozo sin aire. Me angustió enormemente.
Me encaminé hacia las sombras y a las dos cuadras vi a Pelusa, que me estaba esperando. Nos dirigimos hacia el bar comentando pavadas. Ahí fue cuando escuchamos los aullidos, los disparos, las corridas, el miedo y la sangre alborotando la maldita esquina. Pelusa y yo, confundidos con los curiosos, nos fuimos yendo. Impotentes, vimos cómo baleaban a Fermín, capturaban a Estela y a otros compañeros, luego desaparecidos. Entre los integrantes de la patota advertimos, pese a la confusión, la figura cuyos lentes resguardaban unos ojos miopes, torvos y crueles que nunca podríamos olvidar. Pegado al tipo ese advertí al nuevo “cumpa” que mandó la “orga”. Sentí que todo se me desmoronaba. “Fue una tarde, como fueron otras tardes”.
Una tragedia más entre tantas otras que ocurrieron en la década sangrienta. Nunca me resigné a la muerte de mi hermano, la de Estela y la de muchos otros jóvenes que no conocí y que cayeron en celadas semejantes. Nunca perdoné a los irresponsables que, con frenesí banal y exitista, reclutaban a tiras enviados a perforar la orga y delatar a la gente.
Solitario, descreído de la dirección, prófugo, de cuclillas en la clandestinidad, me perdí en la incógnita del exilio prometiéndome volver algún día. Volver y cerrar el capítulo •

Euzkadi Baztarrica * Madrid, Viernes Santo, 10 de abril de 1998

Post Scriptum: Paseando con Ana por los cautivantes barrios madrileños, en esos inestables días de mayo de este 1998, una tarde me topé en el vecindario de Fuencarral con un viejo y querido amigo: Euzkadi Baztarrica. Luego de la alegría y atento a su conmovedor soliloquio, recorrimos juntos la larga marcha por los pasillos de la memoria. La triste memoria de una década que nos ha dejado heridas sin cerrar. El Vasco me prometió su “Diario de viaje a Buenos Aires”. Antes de que regresáramos, Euzkadi me entregó las notas pidiéndome que escribiera un relato, si es que el material me parecía adecuado e interesante. Lo leí atentamente y lo asumí como un deber. Respeté, en lo posible, los hechos de acuerdo a la versión que me entregó. En aquel diálogo que tuvimos en Madrid, el Vasco señaló algo que no olvidé: “¿Porqué a más de cincuenta años de terminada la segunda guerra buscan, atrapan y juzgan a los ex nazis, a los colaboracionistas franceses, a los «ustachis»? ¿Qué diferencia hay entre Hitler, Eichman, Papen, y fieras como Astiz, el tigre Acosta, Videla o Massera?” Yo aduje que Alfonsín y Menem les tiraron la cuerda del perdón y la aministía. Entonces me dijo esa frase que me dejó pensando: “¿Y quién determinó qué justicia debe juzgarlos, condenarlos y ajusticiarlos? ¿Nosotros quedamos al margen? Fuimos los torturados, los muertos, los desaparecidos. los hijos que se quedaron sin sus padres y los padres que perdieron a sus hijos. ¿De qué ética y justicia me hablan, de cuáles escrúpulos? ¿Qué justicia, qué etica, qué escrúpulos tuvieron esos asesinos que todavía están entre nosotros? ”. Contemplé esos ojos cansados, de a ratos tristes, testigos de los actos de barbarie cometidos por los militares, rufianes de la patria. Luego nos abrazamos conmovidos. Como dos sobrevivientes que no olvidan. (A.A.)

por la copia, Andrés Aldao * junio 5, 1998



Tragedia de una generación decapitada

Recorte amarillo



Siempre lo contempla desde su palidez conmovedora. Y ahora siente deseos de abrazarla, de percibir muy dentro suyo la docilidad de su piel tan suave, callada.
No está a su lado. Piensa en sus ojos anclados en esa mirada que jamás parpadea. Quisiera reclinarse sobre la imagen de María Teresa, la de sus sueños perennes.
Atisba esas pequeñas cosas, anécdotas que con el paso del tiempo se convierten en una agenda íntima de ternuras. Y las despoja de pasado recobrándolas en un presente muy fugaz.
Vuelven esas sensaciones tan entrañables, profundas, recuperadas en el milagro de la nostalgia. De la piel tan suave, callada. María Teresa, que lo contempla siempre desde su palidez conmovedora.
Amándose como dos adolescentes agobiados por la devoción recíproca, y la ternura, y la pasión, y el hechizo. Su piel tersa y pálida. Los ojos distantes. A veces, con ese dejo de ausencia en aquel extraño matiz almendrado de la mirada.
Y él siempre abatido por las miradas toscas de los otros. Entonces la abraza –recuerda–, para reclamar su prioridad, confirmar la decisión precisa del destino. Y distingue el cabello manso que se confunde con esa palidez conmovedora. Que desde alli lo contempla, siempre, infaltable, María Teresa.
No puede vivir a solas, sin su presencia. Necesita tenerla consigo, vislumbrar por un instante esas formas tan suyas, tan queridas; percibir sus ojos tiernos que jamás parpadean. Como un reto infantil o un juego maravilloso que perpetúa la terquedad de su silencio.
Debe verla. Le falta esa tenuedad silenciosa, la mirada que no puede olvidar. Se abrocha la camisa, calza los mocasines, apaga la luz y sale del cuarto.
Entra en la salita, abre el álbum de lánguidas tapas y allí está, en el recorte amarillo de un diario muerto, el título jaspeado por el tiempo, lacónico, sin sentimientos, que vocifera en su negrura inmisericorde: En un enfrentamiento con fuerzas del orden fue muerta la subersiva María Teresa Lamborghini.
Debajo, el retrato de María Teresa, que siempre lo contempla desde su palidez conmovedora. Sólo han transcurrido veinticinco años de un recorte amarillo ■




Ojos celestes


Entró a la casa y abrió la ventana que da al parque. Vio el tobogán y algunos pibes chapoteando en la arena húmeda.
Entonces surgieron los recuerdos como vorágines recortadas de la memoria. Pensó en Rubén, en su rostro suave sin pliegues, la voz tímida, los ojos iguales a los de Nora, celestes y profundos, como un océano calmo. A veces le parecía un bebé agigantado; el boceto frágil de un carácter de hierro asumido en la candidez del muchacho bueno. Volvió a su imagen, casi sin querer…
Es extraño –recuerda–, cuando era pequeño lo contemplaba con detenimiento y me parecía que Rubén guardaba la suavidad de Nora, su madre. Todo resultó distinto, ningún vaticinio se hizo realidad, presencia. Excepto la imagen apacible, la hondura y el tono celeste de sus ojos.
En la escuela primaria ─rememora─ Rubén era un chico dócil, pero ante las pullas sus reacciones eran irascibles. Luego retornaba a su diáfana quietud. Un día se trompeó con alguien mucho mayor. Fue un combate increíble, le explicó el maestro. Estaba aprendiendo a conocerlo.

Rubén penetró en la adolescencia con paso firme, sin rupturas. Protegió a sus hermanos mientras vivía en la casa. Escribía con su letra redonda –recuerda– y llenaba cuadernos. A veces me leía sus poemas, abría alguna rendija de su intimidad para volverla a cerrar. Abruptamente.
Terminó la secundaria y fue retrayéndose más aún, ensimismado, serio. Hubieron noches en las que no volvía a la casa. Hablaba poco, lo que era habitual, pero él ya no sabría nada de su vida interior, de las amistades, de planes futuros. De los sueños que –hoy tiene la duda – no sabe si eran de Rubén o fueron suyos.
Tenía la sensación de que lo perdía. Una pérdida distinta, más abismal que la distancia física. Creía conocerlo. Ahora no está seguro. Sólo tiene presunciones y es un interrogante que le duele reabrir. A veces se pregunta, con crueldad, si hizo todo lo que debía. Uno no es dios, y es imposible vivir alerta. Alerta siempre.
Una tarde gris, desapacible y hosca le dijo que se iba a vivir con un amigo y la novia a un departamento recién alquilado. No quiso darle datos de la calle ni el teléfono: no quiero crearles molestias a mis amigos. Cuando haga falta voy a llamarte. Y no te preocupés, pa, que sigo estudiando en la facultad. Y sigo en mi trabajo.
La separación, su madurez, las visitas esporádicas, lo tomaron desprevenido. Los hijos son nuestros retoños, pensaba. Reciben la influencia de los padres. Pero crecen y llegan a un punto nodal: se liberan o viven en el cono de sombra de la casa paterna por el resto de sus días. Surgió entonces la nostalgia de quien envejece y siente culpas y responsabilidades. Así ovilló anécdotas, detalles, gestos, instantes en común. Para tenerlos en la memoria. Y recrearlos en futuros sueños.

¿En qué andás, Rubén?, le preguntó ese domingo. Sos cargoso, pa, contestó. Mirá, quedate tranquilo. Y haceme un favor, no le preguntés a mis hermanos. Ellos saben lo mismo que vos y mamá. No se sulfuró. Calmo y tierno como siempre, aunque lejano.
Pero aquel día, contemplándolo, llegó hasta el fondo de sus ojos celestes. No sabe si fue intuición u otra cosa, pero advirtió reflejos de dudas, decepción; tal vez angustias que no quería compartir.
Rubén, le dijo en otra ocasión, sé que andás en asuntos políticos. A vos no te gustan los consejos y no pienso dártelos. Sólo quiero recordarte que hoy, con los milicos, la situación se puso muy seria. Soy incapaz de describirte lo que siento, la angustia que me aflige, el temor a que te ocurra algo. No sé cómo expresarlo. Sos mi hijo y significás mucho para mí. Tengo pesadillas terribles, Rubén.
Se quedó mirándolo. Sus ojos celestes lo consolaban sin palabras. Respetarle el silencio, pensó entonces, era valorar su dignidad. Aunque le fue muy duro y difícil.
Otra tarde de un otoño borrascoso, por eso quizás la recobra, Rubén apareció en la casa. Estaba delgado, desconocido, óvalos oscuros resaltaban sus ojos celestes. Me voy, pa; les escribiré cuando pueda. No me preguntes nada, por favor. Y no se preocupen. Era una despedida. Desde entonces, nunca volvió a verlo ni supo nada de él.
Las hojas del calendario no cesan su monótono destierro cotidiano. Tiempo y ausencia que se suceden inflexibles. El recuerdo de Rubén es para él como abrir un diario en cuyas páginas se hubiesen consignado las anécdotas comunes, las evidencias compartidas. Y otras que no ocurrieron. Fantasías. Levísimos estímulos, imaginados apenas, que fueron enhebrando ensueños de lo que no existió, idealizando así su relación con Rubén. Como una antología de nostalgias, idílica, desesperada e irreal. Ahora recupera en la memoria, en los intrincados laberintos de los sueños, aquella presencia callada y expresiva; sus gestos, ese silencio tan lleno de sugerencias, la intriga de su vida y el desvanecimiento en la ausencia irrecuperable.
Sólo sueños y memoria. De ellos regresó cuando ese día entró a la casa, y al abrir la ventana que da al parque vio el tobogán y algunos pibes chapoteando en la arena húmeda. Como cuando Rubén era pequeño y tenía los ojos celestes •


Por la causa (1)

«Evocarían hombres como torres que se fueron
desmoronando, compañeros que no regresarían nunca
de su sueño, y que no quedaría de ellos ni el recuerdo,
ni una imagen... Ni la postura en que cayeron
acribillados quedaría.»
Juan Marsé


Se arrebujó en el portal para protegerse del chubasco. Y del miedo. Un miedo que iba creciendo al compás de las horas, las sirenas y esos ruidos que, afinados en la noche, se descarnan y explicitan. Dormitaban en su mente, tensas, en vigilia, las preocupaciones que absorbieron sus dos últimos años: militancia, encuentros, reuniones, riesgos y el temor a la tortura y la muerte. Los recuerdos lo llevaron a la que fue su vida cotidiana; la ligereza existencial, los días descomprometidos del estudio en el nacional, los amigos, la música y los libros, las charlas telefónicas casi siempre intrascendentes, las noviecitas del secundario, el bulín en la casa de sus padres con pósteres de Los Beatles, Sui Generis. Sueños adolescentes bocetados casi siempre ante el espejo: pitando el cigarrillo como los grandes, ensayando jetas de enamorado y el susurro de frases de galán en la oreja de una minita fabulada, acomodando las ondas del pelo, o examinándose, en delirio, los brulotes impiadosos del acné pustulento.
Deseaba olvidar. Aunque el desvanecimiento volvía a recobrar sus formas definidas, el miedo retornaba, recrudecía y no le dejaba huir de la pesadilla de las últimas horas. Ahora percibía, nítidos, el pánico, la orfandad, el mañana incierto. Aguardaba el nuevo día sin saber hacia donde rumbear. Sabía que estaba cerca de plaza Once; oía las sirenas de los coches policiales, raudos, amenazantes. Estaba agotado, pero el miedo continuaba apremiándolo. Tengo que permanecer lúcido, o pierdo, pensó desesperado. Los otros habían muerto. Estaba seguro. Y pensaba en Inés. Su imagen, límpida y cálida, se insertaba en su temor. Sobrevivir, ¿pero cómo? Que llegue la mañana de una vez, la gran puta, murmuró.
El día remontaba grisáceo, triste. Caminando llegó hasta Medrano y Rivadavia. Entró a un bar y pidió café con leche y un churro. Estaba desvinculado de todo. Absolutamente. Se le ocurrió llamar al “buzón”. Quería cerciorarse – ingenuo – de que fue una delación y no casualidad. La voz melosa de la mujer le dijo: Te dejaron una cita en…
Fue como oír la sentencia: sabía que era una celada estúpida. Tan estúpida como su llamada. Nosotros vamos a ser los próximos – se le ocurrió impotente –. Tenemos que salir del país. Debo avisarle a Inés; que se raje cuanto antes... Que corte toda relación con la gente de la orga: debe haber un buchón infiltrado, carajo.
Llamó por teléfono a la tía de la madre.¿Puedo ir a tu casa Mercedes?...¡Por favor,!...Y no le cuentes a mi vieja que te llamé... Tomó el 104 hasta Liniers. El cielo parecía una plancha
plomiza; las nubes tenían un tono oscuro mate. Contemplaba al gentío que circulaba por Liniers; era como una romería ocupada por vendedores de baratijas, quioscos de cualquier cosa, gente apretujándose para subir a los colectivos. La vida daba vueltas y él metido en un callejón cuyo final no podía vislumbrar.
Llegó a la casita de Ventura Bosch. Mercedes lo hizo entrar toda compungida:¿Qué te pasó? Estas a la miseria... andá a pegarte un baño. Le narró parte de lo sucedido: Si tu madre llega a enterarse le va a dar un patatús, comentó la tía. Durmió hasta bien entrada la noche.
La mujer le pidió que no se quedara: Dejame sólo pasar la noche, tía, mañana me voy. Vieja cagona, la ofendió en silencio. Sabía que era injusto.
Los pocos que conocía estaban muertos; otros andaban ocultos y no podían dar la cara. Ignoraba, incluso, como retomar los vínculos. Desesperado, llamó a Darío al trabajo y le relató con medias frases parte de lo ocurrido
−Andá a verlo a Atilio, es un viejo amigo de la infancia –le sugirió el hermano–. No es trigo limpio pero tiene vinculaciones y te va a echar una mano. Por guita no te hagás problemas, hermanito. La gran joda es como lo va a tomar la vieja.
−Decime, ¿desde qué teléfono me estás llamando…? Ah, bueno. Anotá...
Se encontró por fin con Atilio. José Luis le resumió lo que había ocurrido:
–Tengo que rajar: ayudáme a salir del país –. le dijo mirándolo con preocupación.
–Ya sé, me lo contó Darío y lo leí en el diario. Che, ¡Qué desastre!
Se encontró por fin con Atilio. José Luis le resumió lo que había
ocurrido:
–Tengo que rajar: ayudáme a salir del país –. le dijo mirándolo con preocupación.
–Ya sé, me lo contó Darío y lo leí en el diario. Che, ¡Qué desastre! ¿Y vos como te piraste, pibe? – le preguntó relojeándolo.
–Inés y yo – es mi amiga, ¿sabés? – perdimos el colectivo: tomamos el siguiente y nos bajamos dos paradas antes. Por seguridad. Llegamos un poco tarde. Mientras caminábamos hacia el lugar escuchamos sirenas, tiros, un quilombo terrible. Cruzamos la calle y tomamos el primer colectivo que pasó por la parada. Más tarde vi el noticioso de la tele en un bar y me enteré que habían matado a todos.
Se quedó callado: tenía un sollozo a flor de ojos.
–¿Qué pasa con tus otros compañeros? ¿Cómo es que te dejaron en la estacada, eh? – José Luis no respondió.
−Para mí es un compromiso muy serio y peligroso, pibe – le dijo Atilio – Mañana te
contesto...
Al día siguiente Atilio le informó que le conseguiría documentos. Le pidió un par de fotos: Te vas en lancha vía Uruguay. Arreglaron la próxima cita y cada uno se fue por su lado. Un tiempo más a la deriva.
No tenía dónde dormir y no quería comprometer al hermano. Se hizo cortar el pelo y la barba. Continuó yirando discretamente por recovecos de Buenos Aires. Pasaba horas en los cines de Santa Fe y Lavalle tratando de no llamar la atención. Lo flanqueaban parejas tomadas de la mano; mujeres y hombres, tipos trajeados y empleaditos, muchachos y chicas con vaqueros ceñidos, sonriendo despreocupados. Él los contemplaba con ganas de quebrarse. Se sentía como una uva solitaria dentro del racimo. Andaba en la zona de los bancos; hombres y mujeres se le antojaban hormigas. Confundido dentro de la multitud se sentía protegido: era otro gregario de la manada.

Trató de recordar cuándo fue la última vez que durmió de un tirón, sin sobresaltarse por ruidos extraños, el gorjeo de un ave nocturna o los vientos que arrastraban hojas secas, el vómito belicoso de algún borracho despreocupado en la madrugada, las sirenas agoreras que cruzaban sus temores, aullidos de perros y gatos riñendo por la carroña junto al contenedor.
Cada sonido le evocaba peligros. El miedo le incordiaba, se le iba convirtiendo en un terror melancólico. Percibía la angustia como una cuña alojada en el estómago. La espera se le antojaba una agonía; como sentir las discretas zancadas de la muerte. Un par de días después volvió a encontrarse con Atilio. Éste lo invitó a comer en el pequeño restorán de la calle Maipú cerca de Corrientes, al lado de la parada del colectivo 10.
–Esta noche te pasan a la otra orilla – le dijo –. Hacéme caso, pibe, si no rajás te boletean. Posta. Los que están muertos chau, pelito pa’la vieja, pero vos todavía podés tomártelas. No hablés de esto con nadies. En esta vida no hay amigos, ni minas, ni un corno. Te voy a dar una mano pero cerrá el buche. Voy a pedirle a Darío que te lleve esta noche a la estación de servicio de YPF, la que está apenas salís de Campana. A las once y media. Traé algo de ropa y toda la guita que puedas juntar... y no vayas a batirle nada a nadies, ¿entendistes? Vos no le hablés a tu hermano por teléfono. Yo te arreglo el fato. Y no te preocupés, pibe, vos hoy te pirás.
José Luis se fue caminando. Estaba más tranquilo. Y se asombró de la actitud solidaria de un “desclasado” (como los llaman algunos cumpas). No quería morir y desaparecer como un N.N.
El hermano lo llevó esa noche hasta Campana. Mientras se abrazaban, le dijo, lacónico: Decile a la vieja que la quiero mucho, que lamento no despedirme de ella. Nos veremos, Darío. Se acongojó.

La lancha tajeaba el fuerte oleaje del río y un viento obcecado mecía con furia la embarcación, amenazando tumbarla en la negrura y hundirla sobre el limo del fondo. José Luis tiritaba; el frío penetraba a través del abrigo. Se puso sentimental; recordó a Inés y se entristeció. Cerró los ojos; evocó a los cinco cumpas baleados sin compasión. Le pareció escuchar los disparos y supuso el repentino sobresalto –último, final – de los amigos abatidos por la patota. Imaginó como fueron sus últimos momentos.
Quedó deprimido; contemplaba las tinieblas mientras escuchaba el monótono pistoneo del motor de la lancha. Eran cerca de las cinco. La madrugada era fría y oscura. Iban a dejarlo en la costa uruguaya, en un pequeño muelle entre Nueva Palmira y Carmelo. Un amigo de Atilio vendría a buscarlo.
Le avisaron que ya estaban cerca de la orilla. El lanchero desactivó el motor, la embarcación se deslizó con el impulso de la corriente hasta el muelle de tablas podridas y bulones oxidados. Lo ayudaron a bajar.
Ahí estaba esperándolo el personaje que le había descripto Atilio. Bajo y fornido, cabello blanco recortado con prolijidad, ojos escrutadores, algo metálicos e impasibles. A unos quinientos metros del muelle lo aguardaba otro tipo con un Valiant. Sintió alivio. Se acercaron al auto. El conductor, con cara de pájaro y ojos saltones, lo puso en marcha dirigiéndose a una pequeña localidad alejada de la costa. No querían llamar la atención. Poco tránsito en la carretera; sólo algunos transportes de ganado que exhalaban un olor pestilente. El cara de pájaro manejaba callado; parecía conocer la zona.
–Escuchame, pibe – le explicó el hombre bajo y apático
mientras viajaban –, este favor te lo hizo un gran amigazo. ¡No sabés que flor de favor te hizo! En este tiempo la mano está muy dura, botija. No se trata de la yuta... son los milicos, y con los milicos no hay jodas, ¿sabés? Pero Atilio es un maestro de lo grandes. Él sabe que no voy a hacer doblete, ¡para nadies, botija, para nadies más! Bueno, te esplico el fato en dos palabras. Acá tené el pasaporte: vos viajás a Caracas hoy a la do de la tarde en el vuelo 734 de Pluna. Después hacés la combinación a Madrid. Vení, vamo a lastrar algo y de mientra te esplico como tené que hacerte el gil en Carrasco, con quien chamuyás. Y ojo con los ortiva, ¿stamos pibe? –. La voz del tipo era como un susurro áspero y decidido.
Mojaba las medialunas en el café con leche. El de los ojos saltones había pedido una grapa doble, el de pelo blanco, un guindado. Ojeroso, exhausto, José Luis comía en silencio. Terminó el desayuno. El de pelo blanco prendió un cigarrillo, pagó y dejó unas monedas. Se
levantaron y salieron. Antes de abrir la puerta el flaco cara de pájaro les dijo: “Salgan, yo voy al baño... me estoy meando”. El otro lo miró con fastidio. Entreabrió la puerta, dejó pasar al muchacho y él lo siguió...

La descarga es como una serie de truenos cortos y repetidos: ¡ta ta ta ta ta! Los dos cuerpos, ensangrentados, caen como muñecos... Reflejan sorpresa en la cara, tristeza en los ojos abiertos, los brazos encogidos... como una instintiva e inútil defensa ante la muerte.
El cigarrillo, inmutable, lacónico, continúa humeando entre los dedos del hombre de los cabellos blancos… El cara de pájaro, detrás de la ventana del boliche, se muerde el labio y exhala un suspiro repelente de Judas Iscariote. Repelente y contumaz ■





Por la causa (2)

En memoria de Susana Buconic,
compañera de cárcel y exilio



«vuelve a sentir en la sangre aquel
vértigo de promesas que un día no muy lejano
la vida les susurró a todos
ellos, y que ya no se iban a cumplir.»
Juan Marsé


Estaba agotada por tantas vigilias nocturnas. A pesar de su promesa, Ignacio había salido a la caída de la tarde y no regresó. Le dio un beso de compromiso y ella lo miró con bronca. Otra noche de vigilia y miedo, pensó.
Aquella vez, sin saber por qué, echó una mirada a los estantes de libros y su vista se posó en uno de Jauretche que él le había regalado. Lo miró con enfado, resentida. Espiaba la calle desierta entre los visillos. Encendió un cigarrillo, y mientras las volutas se aplastaban sumisas contra el vidrio del cerramiento, advirtió desde la ventana el trajinar nervioso y callado de los hombres con metralletas. O era una increíble casualidad o venían por ellos...
No dudó. De alguna manera, y a pesar del miedo, se había preparado para esa circunstancia. “Qué suerte que Ignacio se fue a tiempo... Qué suerte que no me fui a dormir”, farfulló. Se puso la peluca rubia, vistió el abrigo, agarró la cartera con los documentos y el dinero. Presta, con los zapatos en la mano bajó por la escalera desde el séptimo piso hasta el segundo y pasó por la puerta de hierro que comunicaba con el estacionamiento. Descendió hasta el entrepiso y se metió en el Renault Dolphine. Allí se quedó acurrucada, quieta, sin fumar a pesar del deseo acuciante. Escuchó los disparos y alaridos de la patota armada que, de seguro, estaba destrozando la puerta de la vivienda. Después, un silencio de campo santo. El tiempo le pareció estanco y ella, inmóvil, horadaba la oscuridad. Por momentos tiritaba...
Muy temprano, algunos pocos vecinos madrugadores entraron en el estacionamiento y salieron con sus autos. Al rato, otro inquilino se sentó en el coche. Ella puso en marcha el Renault y lo siguió: los pararon en la esquina exigiéndoles que se identificaran. Examinaron el documento a nombre de María del Carmen Sanguinetti: “Soy hija del cónsul del Uruguay”, adujo con todo el aplomo que pudo exhibir. Le dieron vía libre, sin mirarla. Inquieta, dobló en la esquina de Anchorena y sin entender el porqué estacionó a las pocas cuadras.
Fue caminando con lentitud, el corazón atrapado por el miedo. Atrás quedaron los gritos, los estampidos, los autos de la patota, y la muerte... Su muerte. Hubiese preferido echarse a volar. Eran las cinco de la mañana.
Anduvo confundida, sin posibilidad de pensar o tomar alguna decisión. Las calles vacías; por allí algún grito solitario quebrando el silencio. Subió a un taxi. Temblaba y no podía sostener el cigarrillo. Bajó en Recoleta. Podría viajar a Córdoba, a la casa de la tía Noemí, se le ocurrió mientras le pagaba al tachero.
Debía esperar algunas horas. La madrugada era fría y húmeda, cerrada por una niebla fastidiosa. Entró a un bar donde algunos pocos idiotas reían sin motivo; tal vez el alcohol, o algo más. Luces – como disparos de focos – se alternaban perforando la bruma opaca que confundía la visión de los conductores. Mientras, el miedo y la soledad le infundían coraje. Amaba a la vida más que a ninguna otra cosa. Escuchaba resonar sus tacos en la menguada penumbra, como acompañando los restallantes latidos de su corazón estragado por el temor y la incertidumbre.

Ni una nota. Ningún mensaje o señal. Prefirió darlo por muerto, considerarlo desaparecido. No tenía indicios de que aún estaba vivo. Pese al terrible riesgo telefoneó a viejos conocidos, preguntó, tomó contacto con la tía, con familiares de presos y desaparecidos, mandó mensajes a compañeros exiliados en Perú, Méjico, España, incluso un telegrama en clave a Antoine en Marsella: era una cuestión de compañerismo. Ninguno de los cumpas conocía la casa, ningún amigo o familiar. Ni siquiera los padres. Era el secreto que sólo había compartido con Ignacio. Aun viviendo en el horror, un detalle tan nimio le daba una pizca de certeza. Sólo pudieron llegar hasta la casa a través de una rastrillada. Una mentira complaciente...
Sabía que se estaba engañando. Como un rayo fugaz que penetraba su temor, comenzó a intuir otra posibilidad. Se le ocurrió una estupidez: llamar a la casa de la madre de Ignacio desde un teléfono público. Marcó el número. Sonó seis o siete veces y escuchó el seco hola de esa voz tan conocida. Comprendió la verdad; tiritaba conteniendo apenas el sollozo. Era hora de huir, irse del país. Sólo habían transcurrido tres días y tres noches. Para ella, una eternidad. La casa de la antigua condiscípula le pareció una ratonera.

Sacó el pasaje en la Chevalier disponiéndose a viajar a Villa María: Noemí iría a esperarla. El ómnibus se puso en marcha internándose en las cerradas sombras de la ruta ocho. Estaba agotada por el estrés, el miedo y la incertidumbre.
Cerró los ojos, pero no pudo dormirse. Fue recordando, una tras otra, las detenciones, las caídas, las delaciones, los compañeros asesinados durante los últimos meses. Y comenzó a enhebrar, con el sutil hilo de la memoria, cada uno de los hechos hasta cerrar el collar. Botón hijo de puta. Es como si la felonía les descubriera a estos gusanos su verdadera vocación – pensó con rabia –, les extrae la auténtica personalidad. La vida de un tipo como Ignacio cobra sentido con la traición – discurrió luego –. El pasado le habrá resultado una pesadilla, una desesperada búsqueda de su verdadero yo. Ya lo encontró...
No supo si era el despecho, la cólera, pero los recuerdos se ensamblaban, tenían coherencia, todo coincidía. Entonces la angustia la desplomó en el llanto contenido.
Lágrimas furtivas cayeron sobre el libro de Jauretche que sacó de la cartera, mientras lo iba desgajando... hasta las últimas hojas. Venganza pueril. Se quedó dormida. A la madrugada arribó a Villa María. La tía Noemí la abrazó y se dirigieron a la casita que tenía en las afueras de la ciudad.

A la semana siguiente se integró a un grupo turístico que partiría de Córdoba hacia las Cataratas del Iguazú. Uno de los viajeros se le había pegado. Le contó la historia de su vida, el divorcio, las hijas pequeñas que vivían con la madre. Ausente, no le prestaba atención.
El avión planeó en la pista de aterrizaje. Trató de despegarse del tipo, buen mozo, cabello gris y simpático. Él le dijo que iba a recoger la maleta y ella aprovechó para subir a un taxi y viajar a la frontera paraguaya. A pesar del miedo se sentía casi feliz.
Se había documentado: Cerca de las cataratas se encuentran la ciudad argentina Puerto Iguazú y la brasileña de Foz do Iguaçú, comunicadas por el puente Tancredo Neves. Hasta éste llegaba la ruta 12 que conduce a Foz do Iguaçu y a Ciudad del Este (Paraguay). Aún no había decidido si se iría a Paraguay o al Brasil. Como primer paso se dispuso a cruzar la frontera. Le pagó al taxista, tomó su bolso y se dirigió a pie al control fronterizo. Allí anclaría la pesadilla
Dos tipos de civil estaban parados detrás de la casilla de control de pasaportes. Acercándose le dijeron: Acompáñenos señorita, es una cuestión de rutina,. La tomaron de los brazos y la metieron en el auto sin chapa que se perdió en medio de la polvareda.
Sólo polvareda. Como si jamás hubiese existido ■





























Andrés Aldao. (Buenos Aires, 1929), vive exiliado en Israel desde 1975. Militante de izquierda, estuvo preso durante un año en Devoto y Resistencia. En 1996 comenzó a escribir cuentos y relatos en los que, de un modo u otro, revive experiencias de su vida. Fuera de su país de exilio es conocido por un reducido grupo de escritores y poetas. Aldao ha pagado con el obvio ostracismo el vivir fuera de su país, y de su ciudad cuna, a la que ha dedicado muchas de sus páginas.

Ha publicado los siguientes libros de cuentos y relatos: Cuentos desde Lejos (1998); Al Servicio de la Vida (1999, cuatro ediciones, fue traducido al hebreo); Ensayitos y Sarcasmos en compás de 2X4 (2001); Calles Empolvadas de Recuerdos (2002); A + B Memoria Cotidiana (2004, en conjunto con Ernesto Bavio); Aventuras y Desventuras de Ale Aspis (novela, 2006 − tercera edición: julio 2007).

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Editado por: ARTESANÍAS LITERARIAS

septiembre − 2007