11 mayo 2009

Tragedia




Andrés Aldao



TRAGEDIA DE UNA GENERACIÓN DECAPITADA



Editado por Artesanías Literarias
Septiembre − 2007




La cuenta impaga *


Es muy duro escribir acerca de crímenes. Y de las consecuencias de esos crímenes. Sobre todo si esos hechos ocurrieron en un período histórico tan reciente. Cuando la impunidad, aún, se regocija con el dolor de los otros. De los reprimidos y los muertos. De los desaparecidos, que no han merecido la triste paz de una tumba, y sus familiares, que no han hallado el simple consuelo de una memoria con nombre y apellido.
Las condenas morales no sirven. Son una gratificación, una especie de condecoración de hojalata, interpolada con disimulo y aprovechando la abulia que a veces desarma la vigilia del sector contestatario de la sociedad.
Escribir sobre ese período, pues, no me resultó fácil. Hay mucho luto, muchas tragedias, muchas muertes. Millares de víctimas padecen, aún, la cobardía de los asesinos que los desaparecieron. Los crímenes son la cuenta pendiente, el capítulo no terminado, la deuda impaga. Por eso los familiares, los protagonistas sobrevivientes, los amigos y la sociedad, no pueden ni deben “cerrar la causa”. Los asesinos prosiguen su vida, paseándose entre los recovecos de la Argentina posproceso. Las molestias son mínimas y muchos de los ejecutores permanecen en las tinieblas del anonimato. Acariciando cabecitas de criaturas; sonriendo a los vecinos; haciendo compras en los supermercados; almorzando los fines de semana con toda la familia. Una existencia pastoral, idílica y conmovedora. Las manos perjuras, salpicadas de sangre y horror, reciben el tratamiento de costosas manicuras. Y el mundo sigue andando.
La visión de mis relatos es antitriunfalista, con personajes de carne y miedo, imbuídos de heroísmo, llanto, delirio y tragedia, arrojados irresponsablemente a la aventura de una muerte atroz, anónima y solitaria, o víctimas del funesto plan de represión diseñado por la inteligencia militar y ejecutado en gran medida por los infiltrados de los servicios vestidos con ropaje activista.
Cada uno de estos relatos ha sido para mí un desgarro muy profundo. Como “La Huída”, que recrea mi experiencia personal; el joven militante de “Madre Orga”, que deambula entre el miedo físico, el temor a la muerte, y el sentimiento de culpa que le generaban los compañeros caídos; el pequeño botija uruguayo (“Y entonces entraron esos hombres”), víctima del horror e inocente de toda inocencia; los dos viejos de “La sospecha”, lastimados por los fariseos del martirologio sacralizado, porque el hijo (“.un pendejo de 17 años”) no pudo soportar los tormentos que le infligieron sus victimarios; el cinismo oportunista de ese profesor que se montó en la gratuidad trepadora del escalafón social, pisoteando a los centenares de colegas perseguidos, exiliados o muertos, e incapaz de brindarle a su mujer “Tan sólo una flor”. Y finalmente está Euzkadi Baztarrica, el Vasco huraño de “El Ajuste”, que perdió a su hermano y renegó de la fe militarista, que tiene desaparecida a esa novia adolescente con la cual pateaba piedritas en la antológica plaza Irlanda de Caballito, que afronta un destierro que los años han convertido en voluntario y desgarrador al mismo tiempo, porque su vida transitaba en los páramos de la nostalgia partida por un navajazo que le hurtó tantas mañanas y noches, extrañado de su mundo cotidiano; arrojado de su cultura a las fauces de la adversidad. Fingía una aclimatación que le curtía el epitelio, pero un lacerante desgarro penetraba en su profunda soledad, en su ser más íntimo, desgajado de los amigos, la música y los aromas de su ciudad,. Y de la poesía y el policromo sabor de una urbe que ya no sería jamás la misma. Que sentía como suya, desoladoramente propia; y sin embargo extraña, inmisericorde y lejana. Ese Vasco, gladiador solitario que pretendió redimir a los muertos, a los torturados, a los hijos sin padres, a los padres sin hijos, a las abuelas y abuelos que han perdido a sus nietos, no importa si su ajuste solitario es válido, si trasciende o no. Porque esas balas que le “atravesaron” la vida a uno de los asesinos, es todo un símbolo y genera un comprensible bienestar. Porque asesinos como esos no merecen disfrutar las tibiezas de la vida cotidiana.
Los relatos no buscan adhesiones o aplausos: tan sólo compartir un momento de dolor con la gente que vivió la tragedia latinoamericana. Pero quise hacerlo sin máscaras ni falsedades. Rescatando a las víctimas, pero sin dejar de condenar a aquellos que pensaron en el acto revolucionario como una misión de delirio y muerte, o denunciar a los Firmenich y su guardia pretoriana, primos hermanos y compinches de Videla, Massera, Suárez Mason, Menéndez, Bussi y toda la carroña militar que ha sobrevivido gracias a los políticos, que han querido cerrar, sin honra, el nefando período que comenzó con López Rega (gracias al acto senil y final del Viejo). Sé muy bien que mi auto de fe no es atractivo ni triunfalista, ni va a concitar las simpatías de los delirantes, o los que desenfundan el dedo fácil de la crítica tóxica. No procuro complacer a nadie. Odio las medias tintas. En esta época sin principios puedo asegurar que éstos, los principios, y una conducta limpia, son mis únicos bienes. •

Andrés Aldao • junio 10, 1998


* Este prólogo, escrito hace una década, lo rubrico sin agregados ni correcciones (A.A., septiembre, 2007).
El día que fue mañana

Ni el día de Ezeiza ni el 24/3/76 deben convocarnos con exclusividad para denunciar la noche negra argentina. No celebramos nada en esas fechas. Los crímenes fueron cotidianos. Permanentes. Continuos. Muchos argentinos se preocupan y ocupan de candidatos, de recrear el humor cortesano del medio pelo, la "parejita K", el micro macri, la pachamama mística e irracional, la democracia Nación, Hadad, Tinelli.
K. es Esma museo, Etchecolaz perpetua, fin de obediencia debida y aministías menemianas, aunque desde hace 32 años sueño con el Nuremberg argentino, con la visión de criminales colgados al estilo de los modelos nazis.
Los gritos de los compañeros picaneados, noche tras noche, no se borran en 32 años. Los nombres de los amigos y compañeros asesinados, desaparecidos, no se borran: Rolo Condomí, César y el Chilito Gorría, Oscar Olano "El Negro", cientos, miles de nombres... Ellos no descansan en paz. (el autor).

Siente la ráfaga, percibe una inquietud sin identidad que revolotea en el aire. La nada parece insinuarle algo. Profecía sin cara que lo azuza en los últimos meses. Esa mañana fue una inquietud más cercana. Allí está; precisamente como una ráfaga entretejida en intrigas y suspensos que sigue sin decirle nada. Suena el teléfono. Lo observa, e intuye que es como la génesis... ¿De qué? No tiene tiempo de penetrar en sus reflexiones.
–Hola
–¡Reventó! ¡Voló como escombros sobre el techo!
–De qué mierda me estás hablando, Cura...
–¿No escuchaste la radio? ¿Eh?
–Qué carajo querés a las ocho y media de la mañana, Habláme claro...
–Esta mañana voló en el Tigre el yate en que que estaba Villar.
–Turros de mierda,,, ahora se viene la maroma... boletearon a un guacho rabioso pero no terminaron con la rabia. Puta madre, Cura, ¡y me lo decís por el tubo!... ¡chau!

Apacible; un término que recuerda pastoral, estado de desgano. Se hallaba en el pequeño cuarto que le servía de laboratorio. Tiene delante la bandeja de revelado: una imagen borrosa va tomando forma en el fondo mientras lo agita con la pinzeta. Un helicóptero en vuelo aparece sobre el papel.
Miró la hora: las tres menos diez de la tarde; de una tarde de feriado, apacible. Esa hora tan corriente de una tarde apacible de un día feriado iría a ser el preludio de un cambio irreversible. Como lo blanco que se convierte en negro. La libertad en muerte. O en prisión, en Triple A y exilio.
El timbre. Intuye. Se acercó a la mirilla y allí estaban, en abanico, con sus metralletas listas y susurrándose disposiciones de combate. Ninguna duda. Comprendió en el acto que venían por ellos. Fue corriendo hacia el patiecito y se tiró a la planta baja. Quiso fugarse para llamar la atención. No llegó muy lejos.

Reflexiona en la soledad del dos por dos tirado sobre un jergón mugriento, condenado a compartir la soledad, los presagios y el temor de tantos otros, anteriores huéspedes. Habrán tiritado – pensó –, empapados por el miedo de lo que vendrá; o urdiendo historias pueriles de inocencias cándidas y más pueriles aún.
Las tinieblas, el silencio – roto por voces y sonidos o roces que evocan la cotidaneidad recién perdida – amedrenta. Aguardando; al acecho, Atrapado en el no saber, a la espera de lo inevitable (¿qué es, qué será lo inevitable?). Haciendo votos de heroísmo de fanfarria, acosado por la angustia del no saber, del de qué se trata contiguo, inmediato.
Está en sus manos. ¿Verdad absoluta o relativa? En una celda de dos por dos abarcada por tinieblas sobre un jergón tirado en el piso de cemento. Ellos... Los que van a disponer de su presente; el ahora – que ya se va –, y lo que ignora e imagina. Lo que vendrá luego. Y a la espera de ese luego, la mente sigue lúcida a pesar de la mugrienta venda que lo ha sumido en una oscuridad de amenazas sin caras ni formas. Aguarda. Resignado – pero no vencido –, se repite entre las sombras, densas, del dos por dos. Piensa en las próximas horas; las percibe cercanas y recurre a subterfugios de la mente. Pretextos que lo consuelan o lo abruman. Sabe que está en sus manos; que no tiene posibilidad de decisión; que su voluntad está cercada, aunque que crea disponer de ella para decidir – o elegir – las respuestas. Sólo le queda – si le queda – la conciencia de no entregarse. De todos modos se percibe perdido; está en sus manos; una manos que van a destrozarlo y buscarán quebrarle el temple que aún conserva, aferrado en esas primeras horas. Incertidumbre...
Después de darle “entrada”, quitarle lo que llevaba encima y arrojarlo a la soledad para el ablande, le dan tiempo – ellos no lo saben: suponen lo contrario – para elegir las coartadas o abismarse en la profundidad del terror. Juegan con ventaja; tienen la fuerza, dominan la situación, lo tienen aislado para acrecentar la angustia, los miedos. O evitar la relación con el otro mundo, el que existe fuera de la celda oscura y hedionda.
Piensa en los hijos. En el más pequeño de quince días; y en ella, en la amiga de ojos verdes – ausente en el interín –. Su fantasía es un ruego. El ruego un sueño. Tal vez pudo escabullirse... Y entonces, ¿cómo evitará el largo brazo de la persecución…? Se le ocurren ideas que desecha; piensa en la rutina que ya no va a recobrar. En el “Holandés”, el viejo director de la revista, en las notas que quedaron sobre el escritorio. En la vida del otro lado que prosigue imperturbable y de la que lo han excluido. Es una certeza: lo que hay del otro lado no le pertenece. El mundo que no transitará por bastante tiempo. O nunca más...
Continúa la espera, la pausa agobiante que usan para quebrarlo; para que no atine a saber o intuir. Todo el reciente pasado, las próximas horas que deberá enfrentar con algún pretexto creíble, al que tendrá que ajustarse a pesar del aprete, la picana y los golpes. Cierra los ojos; contempla señales en el cemento, las recorre una y otra vez mientras la mente se acelera: cómo llegaron a mí cómo llegaron a mí cómo llegaron a mí
Nunca dar un nombre... ni siquiera inventado. Entre datos que bailotean y evocaciones que asume, borra de la mente nombres y lugares del cercano pasado. Han muerto, los han demolido, no existieron, se han incorporado a una ciénaga y se han hundido en ella.
Nunca dar un nombre... ni siquiera inventado. Sabe fehacientemente que a partir del primer desliz, de la primera contradicción, está perdido. Ya no van a darle tregua, escarbarán en su conciencia, lo molerán a golpes e irán por nuevos datos, nombres, lugares.
Allí aparecen las letras negras, resaltantes... Un manual de explosivos. Eso es, un manual de explosivos guardado con estúpida negligencia.
Cruje la traba herrumbrosa. Es como una profecía que lo estruja... Le indican que salga. Presiente que se encamina hacia el averno. Querrá asumirse digno de las tres décadas que dejó atras. Bravatas que exhibe en ese soliloquio ininteligible: no soy un héroe, pero no debo perder lo único que me queda entre estas paredes, se repite.
No. Aún no había llegado la hora. Un armenio sumariante – el bueno de la historia – le toma declaración. Todo formal, demasiado formal. No le cree – lo advierte en sus cara, en sus ojos – pero no lo fuerza. Y lo previene: Sí, esta noche te van a interrogar los “otros”, le murmura con cara de pena, un recurso para acrecentar la angustia y el temor. Técnica arcaica...
Luego, devuelto al agujero oscuro, recupera terreno. No se engaña, comprende que lo van a picanear, pero cree tener en la mochila tres datos preciosos. Sqbe lo que hallaron en la casa –lapsus del armenio, o indicador, esquina del naipe que te muestra el contrincante –, elementos que le impedirán remontar hacia una supuesta inocencia. Pero no hay lazos, no hay vinculaciones recientes, concretas. El delator informó, pero no les alcanza.
De una sí se hará cargo: los tiempos juegan a su favor. La otra es un nombre supuesto... Un minúsculo rollito de papel. Este es el eslabón, el mojón que ha dejado en la retirada, la prueba de la desmemoria. Sobre esto se van a ensañar. Le cuesta concentrarse en las coartadas (cómo llegó a tus manos este manual, de quién es este apodo, quién es, dónde es). No es tiempo de humor ni de sonrisas. La mente no descansa: una respuesta, otra justificación, todo es el pasado. Sólo el 25 y la aministía* – repite como obseso – pueden aliviarte el bulto legal, la infracción a la ley.
De pronto escucha su voz. Esta allí. Sola y en tinieblas. Incomunicada. Piensa en ella. En su fortaleza. Y que él la debe excluir, ponerla al margen. Él el canalla, él el extremista. Ella inocente Piensa en los hijos, y los recorta del recuerdo. Son el factor emocional, el talón de Aquiles; no debe acordarse de ellos. Acorazarse, cercar con acero los sentimientos. No tengo hijos; no me importan. Lastre que arroja por la borda... Ahora debe sobrevivir... Resistir, dicho con propiedad.
Ellos saben como se trabaja en las orgas. Lo han aprendido y estudiado con esmero en escuelas de la tortura y el crimen, con picana, con palizas y métodos refinados de sadismo. Decidió aprovechar, precisamente, lo que puede resultarles coherente. No hay salvación: el picaneo en las encías y los testículos, tirado sobre la mesa húmeda, atadas las muñecas y tobillos, y oyendo una voz que pretende ser graciosa y le acosa con preguntas a repetición. Sabía que no hallaron material de la época. Debe seguir con el juego (jirones de arrogancia fatua): volver a lo mismo, no salirse del libreto. No salirse o está acabado. La ronda va y viene. Duele; enloquece. Pero volver a lo mismo, siempre, mientras pueda aguantar.
Nunca dar un nombre... Ni siquiera inventado, repite mientras la corriente de los electrodos lo sacude...
Siente el estetoscopio apoyado en el pecho; intuye las miradas de unos y otros hacia el tipo que lo ausculta: Aguanta... pueden continuar – escucha el susurro del bastardo –.No tiene información para darles...: Se van convenciendo de que no tiene lo que buscan – se le ocurre –, lo que necesitan. No soy un perejil, pero ahora no estoy en la “joda”... Sigue aferrado en el papel del: sabía, era, fui... antes del 25* . El informante lo aportó a él, lo vendió por monedas, por el pasado, por prontuarios anteriores. O era informante o lo apretaron con un par de bifes.

La cara del tipo gordito, con esos bigotitos finos y la barbita... El telefónico ese. Él que nos decía una y otra vez en la casona de Montes de Oca: ¿ven? ahí están los del Falcón.
No les importó la nada de la información presente. Lamentarían que esa tarde apacible del 1º. de noviembre de 1974, día de todos los santos, no pudieran abatirlo. Aunque lograron mandarlos a Devoto y Resistencia por un año, al exilio de por vida.
Año y medio después – mientras él, la amiga y los hijos vivían ya el desarraigo del destierro – los triples y los milicos protagonizarían la noche negra de la dictadura militar y el terrorismo de estado.
Los dejaron sin pasado. Quedaron con vida, en este destierro de mierda. Tres décadas, seis lustros. ■
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* El 25 de mayo de 1973 el Presidente Héctor J. Cámpora firmó el decreto de amnistía para todos los involucrados en “delitos políticos” anteriores a esa fecha. Por eso el protagonista resalta en su soliloquio “hacerse cargo” sólo de hechos anteriores al 25/5/1975.

L a h u í d a



Jadea. acurrucado en ese insólito palomar, Abelardo, absorto, observa despuntar los techos de Almagro.Terrazas, techos de chapa acanalada, algunos oxidados y otros embadurnados de alquitrán. Por allí asoma, como un obelisco en el desierto santiagueño, un edificio de varios pisos.
Abelardo jadea. el sol lo entibia; se siente feliz. Por un tris se escurrió de la patota.
Jadea. Abelardo rememora −entre imágenes truncas− lo ocurrido esa tarde. De pronto hace una pausa, frunce el entrecejo, se esfuerza por coordinar sus recuerdos: “¿Hoy ocurrió?”, se pregunta.

Se queda preocupado; el lugar coincide, pero el cuando, el tiempo, giran como un trompo y le generan un vacío en la mente. La angustia se anuda en su estómago, lo presiona y lo inquieta.

Abelardo aleja el cuando; continúa con sus reflexiones. Algunas palomas, mientras tanto, ronronean manteniéndose a prudente distancia. De pronto, influído por los efluvios de su imaginación, Abelardo, sin saber porqué, recuerda una película del lejano oeste en la cual el protagonista, herido, yace rodeado por la aridez del paisaje agreste y solitario, mientras la cámara enfoca a unos pájaros siniestros que revolotean al acecho de un festín que presienten cercano.

Ahora vuelven sus cavilaciones. “Allí está la patota −rememora− cuatro o cinco tipos con metralletas”.
Él los ve: no vacila. Llega al patiecito de su casa y se desliza hacia la vivienda de abajo. El vecino le pide que se vaya. que no lo comprometa. Abelardo atraviesa el largo pasillo, sale, y sin pensarlo corre y corre, jadea y jadea, llega a la esquina, dobla y escucha el chirrido de los frenos, los gritos de la patota, y los disparos. esos mensajes agoreros de sombra y muerte.

Abelardo se convierte en pájaro, Corre, vuela, jadea y salta sobre los techos de Almagro hasta encontrar el palomar. Allí llega, jadea, transpira. Pese a la angustia, Abelardo sonríe y se dice sin voz: “Jodí a los hijos de puta, ¡cómo los jodí!”.

Estaba tirado sobre la vereda, en la ochava. Pequeños arroyuelos de un matiz púrpura triste le coloreaban la camisa. La barbita blancuzca resaltaba la palidez del rostro; los ojos abiertos parecían contemplar fíjamente el cielo, bordado con nubes grises de duelo y cenizas.

Una sonrisa, apenas esbozada, le daba a ese rostro fatigado una extraña sensación de vida. hasta parecía jadear. Instantes previos, Abelardo había comenzado a recorrer el largo itinerario de su exilio sin retorno. Fue el 1º de noviembre, año 1974, día de todos los muertos •









M a d r e O r g a



Le cuesta recordar porqué se encuentra allí, en ese portal oscuro, mirando inquieto hacia la esquina. Ve la sombra deslizándose con cautela, sigilosamente adosada a las protuberancias rugosas de los ladrillos del muro, envejecidos por tantas inclemencias. La noche, somnolienta y pringosa, esparce un suspenso extraño. Como un signo de pregunta titilante que aguarda algo que debe ocurrir, un suceso imprevisto que dé respuesta a la incógnita.
El auto, raudo, rasante, hace pedazos la calma de la noche. Como una exhalación imprevista se detiene con violencia calculada a un paso de la sombra. Los tres tipos saltan del vehículo con eficiente ferocidad y sin preámbulos, con saña, acribillan la figura negruzca que cae revolcándose en su sangre, como un cuerpo que libera sus entrañas y luego se transforma en una masa compacta de desechos.
Los disparos secos, sucesivos, siegan con su estruendo la pastoral calma nocturna. Uno de ellos se acerca a la cosa derrumbada y quieta y con la punta del botín le patea las costillas. Parece disfrutar con esa última profanación al hombre muerto, mientras la patota sonríe satisfecha. Se van. El auto se extravía entre la bruma opaca que cubre las calles silenciosas. Una pausa tristona parece detener fugazmente la noción de tiempo, el sentido acrisolado de la vida. La esquina vuelve a sumirse en su monotonía de suburbio, taciturno y aburrido.
Parapetado en el umbral sombrío, el enigmático espectador tirita. Tiene una curiosa sensación: lo acaecido no le es ajeno. Como la proyección refractada de algo que ocurrió. O de algo que va a ocurrir.

Se incorporó con violencia mientras 0la transpiración le empapaba el rostro sin afeitar. Las ojeras, aviesas y oscuras, no se compadecían de su juventud. Reconstruyó el sueño: “Truculento y tan vívido”, pensó, mientras se pasaba la mano por la mejilla.
La preocupación le inundó los pensamientos. Fue inútil: ya no pudo remontarse a otra cosa y la figura de la sombra convertida en un guiñapo sin vida retornó con punzante nitidez. Se estremeció.
Con gesto exasperado se lavó la cara. Tenía que ir al empleo pero esa pesadilla le arrasó el humor. Salió apurado y alcanzó a treparse al colectivo. Contempló a los pasajeros buscando una figura que encajara en el molde arcano de su visión.
Rastreó las causas que generaron ese sueño tan cercano a la memoria de sus noches pretéritas, recientes. Percibió el miedo. Como una realidad suya, enteramente propia y profunda. Reprodujo entonces en su mente las escenas que supuso ver desde ese umbral onírico, uniendo imagen tras imagen. Como un rompecabezas, o los vidrios esparcidos de un espejo roto, que lograba recomponer en un todo homogéneo, hasta que el eco de los disparos fragmentaba nuevamente la imagen en innumerables partículas salpicadas de sangre.
Casi se pasó. Bajó apurado y llegó a la oficina a tiempo para firmar la entrada. Los otros empleados lo miraron con curiosidad. Él no tenía ánimos para enhebrar coloquios estúpidos acerca del tiempo o el fútbol. Se abroqueló en el escritorio e inició su labor cotidiana. Se puso a examinar bocetos de tapas para libros próximos a aparecer. Su mente navegaba. Retrocedió tercamente a la esquina de barrio que vio en su sueño, a los ladrillos rugosos cuyos resaltes picaneaban al hombre convertido en sombra. Su mirada se extraviaba en algún punto infinito que cruzaba el espacio, más allá de este universo que se le antojó cruel y conflictivo. La tarea devino en una sensación fastidiosa, como si estuviera sentado en un cepo que lo mantenía maniatado a la silla.
Alguien le dijo que en receptoría habían dejado una nota para él. Se sobresaltó pero fue a recogerla:
«Estate a la hora convenida; hoy tenés el solo de trombón. Traélo. Pepi», leyó en silencio.
Fue al lavatorio, rompió la nota y la quemó en el inodoro. Lo invadió la angustia; como un rubor insolente que tiñe las mejillas y no pide permiso. Pensó en el «Yorugua» Walter y en el Negro. «Cayeron con honor y valentía cumpliendo una tarea revolucionaria», recuerda haber leído en el boletín de la Orga. Lacónico y conciso, pero desajustándose de la otra verdad, más triste, menos heroica, mucho más simple, insulsa y terrible.
Él sabía que esos cumpas, y otros que no volvió a ver, cayeron en acciones cuestionadas por irresponsables e improvisadas. Los rumores, que fisuraban la presunta hermeticidad de la Orga, se filtraron por canales dudosos y anclaron en su ánimo, ya percudido.
Al pensar en el compartimento se ofuscó. como si alguien le hubiese restallado un látigo en los oídos. Cerró los ojos y sintió que un sudor helado descendía desde sus sienes y la frente; lo percibió como hilos de sangre que se iban coagulando. Pretextó una indisposición y abandonó la oficina. En un teléfono público habló con la madre. Hacía más de tres meses que no la veía: desde que alguien que conocía cayó en una inexplicable emboscada.

Se tumbó sobre la cama sin probar bocado. Sabía que no era inapetencia. porque el temor lo venía jaqueando incluyéndolo en un desalmado juego, en el que los estímulos al martirio languidecían estrellándose contra el muro del miedo físico, ante el temor a una muerte irreparable, total, definitiva. También a él le llegó la narrativa triunfalista de los boletines, las odas huecas y reiteradas ponderando la heroicidad de los combatientes, artífices de las victorias populares: «La Orga ya es parte de los sentimientos del pueblo», le recordaban sin darle resuello. Descreía. Dudaba angustiándose, agonizando con esa implacable sensación de culpa que lo mortificaba, que le usurpaba espacios vitales de sus sentimientos.
Se confesó el miedo a la muerte. Y luego cuestionó lo que sentía: «¿Porqué esta caída en el derrotismo pequeño burgués?». Sollozó sin pudor en la soledad de su cuarto gris, que de pronto se le antojó una celda, un féretro que le farfullaba maliciosamente un final no invocado. Que rechazaba, porque aún no había conocido la cara feliz de la existencia. Porque amaba lo que no le fue dado disfrutar.
Vivía desplazándose en un laberinto lóbrego, temeroso de las celadas que lo acechaban y que, sin duda, podían segregarlo de esta vida a la que se aferraba desesperadamente. Se percibía abyecto cuando dudaba de la Orga. Era como andar sobre el reverso crujiente de la felonía: «¿Qué me pasa?», interrogó acongojado a su conciencia. Luego se durmió.
Al despertar se sintió más tranquilo. Asumió su miedo como una sensación natural. Creyó haber dominado sus aprensiones, convenciéndose de que lo importante era dar la batalla contra los enemigos.

Se preparó huevos fritos. Los comió en silencio, taciturno. El diario dispuesto para la lectura esperaba en vano; el calor y algunos mosquitos lo encolerizaron. Mientras se duchaba escuchó las sirenas que aturdían y entonces recordó que más tarde debía participar en una actividad de la Orga «Que es como nuestra madre», pensó como otras veces. Pero le desafinaba. Finalmente decidió creer que se había reanimado.
Quitó un zócalo de la cocinita y extrajo la Parabellum. La acarició con áspera ternura mientras entornaba los ojos. La visión de aquel sueño volvió a embestirlo.
«Pum, pum, pum!». Los estampidos que le pareció escuchar, lacónicos, terminantes, lo devolvieron a la vida. Un par de lágrimas le birlaron la fe mientras fantaseó a los héroes de su infancia, a los prototipos de su reciente adolescencia que le habían forjado mitos soberbios, según los cuales la vida, en esencia, era la aventura trascendental de los humanos y había que vivirla a imagen y semejanza de Búfalo Bill, Robin Hood, Sandokan, Scarface o Jesucristo.
Llegó la medianoche. Se vistió, recogió el pequeño bolso e introdujo la pistola y tres cargadores. Verificó si llevaba los documentos, le echó una mirada de simpatía al cuarto y salió. Tomó el colectivo que lo llevaría al lugar. Estaba vacío; como él. La memoria lo condujo al mensaje que recibió esa mañana y entonces recordó la rúbrica: «Habíamos decidido no poner nombres de guerra en las notas. ni la inicial ¿porqué carajo lo hicieron?» No quiso pensar.

El colectivo penetró en el suburbio. Involuntariamente giró la cabeza y contempló la ciudad que dejaba atrás. El suspiro fue como el gorjeo tristón de un pájaro extraviado que ya no podía retornar al nido. Llegó a destino y descendió sin apresurarse. Abandonó las luces de la avenida internándose en las penunbras del barrio. Al rato divisó la larga pared de ladrillo que daba a los fondos de la fábrica. Se detuvo, miró la hora y esperó oculto detrás de un camión. Cuando llegó el momento caminó como una sombra, «deslizándose con cautela, sigilosamente adosado a las protuberancias rugosas de los ladrillos del muro, envejecidos por tantas inclemencias. La noche, somnolienta y pringosa, esparce un suspenso extraño. Como un signo de pregunta titilante que espera algo que debe ocurrir, un suceso imprevisto que dé respuesta a la incógnita».
Caminaba absorto en sus visiones; distraído y displicente. La frenada y la luz de los focos, brutales, feroces, pasmaron su última brizna de vida. Lo ultimaron sin asco mientras él cerraba los ojos aferrándose a su sueño, descartado de una realidad que ya no le pertenecía •



L a s o s p e c h a



Silenciosa y fácil, con un vaivén malintencionado, le remonta la sospecha y se le clava en el alma. Como una travesía infernal en un trance de delirio. A veces la percibe cáustica y arrogante, como una sonrisa crispada y burlona que maltrata su orgullo; o la bravuconada postrera de un compadrito que se queda sin resto y mata por matar.
El viejo tiene la certeza pero le faltan las pruebas. No sabe todo pero intuye. Si es lo que piensa, la verdad va a adquirir para él dimensión de tragedia. Ese suspiro moribundo es como un tajo de malevo que no le da tregua y secciona sin piedad el ensueño de toda su vida. Le cuesta asumirla; considerarla siquiera… La maldice y desea alejarla, pero las dudas, como una bala certera, dan en el centro de su vejez.

Los dos viejos retoman la ceremonia mañanera del yuyo verde, el rito matero cuya espuma rebosante se les antoja el elixir de sus vidas ya cuesta abajo. Hablan del hijo con medias palabras; como guardando un secreto cuyas espinas los desgarra.
−Qué raro que está nuestro hijo, viejo −se anima la mujer.
−Si, lo noto hosco, preocupado, pero no le hagás caso.
El silencio les bate palmas, y algún pájaro amistoso gorjea una extraña melodía mientras revolotea buscando a su pareja.
Prefieren matear sin palabras inútiles, creyendo quizá que al no hablar la imagen de la sospecha se va a desvanecer. Que el silencio les va a ir borrando la angustia, en un arcaico y desusado gesto de alcurnia.
Se contemplan buscando una respuesta que no se atreven a insinuar. La imagen del hijo, que es la honra de los dos viejos, se les boceta ahora sesgada y dudosa. Recelan del futuro porque ellos no estarán para protegerlo. Aunque ignoran de qué, porqué…
−La gente es mala, sabés? Me miran de reojo, murmuran…
−No seas así, mujer, a vos te parece… ¿Qué cosas se te ocurren?
− La cosa empezó desde aquellos días, viejo, desde que salió: no nos engañemos…
−No empezó nada, carajo! Terminala, que nuestro hijo no ha hecho nada malo… nada, ¿me oíste bien? Tenemos que estar orgullosos de él.
Ofuscado, colérico, sale a la calle con el perro. «¿Quiénes son los que hablan?» −piensa con amargura− son los mismos que decían: “Y. algo habrán hecho!”. ¿Y los capos, los jefes? Viven tranquilos fuera del país mientras la muchachada se juega el pellejo, y los que caen son crucificados. Cómo le digo esto a la vieja, pobrecita.» El pichicho lo tironea y el viejo empieza a caminar.

Alguien pasa por enfrente y se para mirando hacia su lado. Él gira la cabeza: sobre la pared blanca de la casita ve las letras en negro, atronadoras, insultantes: ¡¡aquí vive un delator al servicio de los milicos! «Hijos de puta, rastreros. mi pobre hijo, un pendejo de diecisiete años, no aguantó la tortura pero nadie cayó en cana por su culpa.”, recuerda en el desvencijo de un sollozo amargo. El viejo se derrumba; como un roble batido por un ciclón. O la sospecha •





Y Entonces Entraron Esos Hombres



Siempre me acuerdo de mi mamá se preocupaba por alcanzarme el tazón de leche ponerme el guardapolvo bien arregladito porque decía mi mamá que la limpieza de afuera muestra la limpieza de adentro y la verdad que yo no sé muy bien que quería decir mi mamá con eso pero si ella lo decía tenía que ser muy importante y mi papá también la escuchaba a ella porque mi mamá es la que nos decía a nosotros lo que teníamos que hacer y mi hermanita Celia y mi hermano Juan y mi papá siempre le hacíamos caso porque mi mamá sabía de todo y se ocupaba de nuestras necesidades y de la comida y de la ropa y de nuestros juegos y si salíamos a pasear también mamá nos decía como vestirnos y no te pongas esa corbata Atilio (que es mi papá ¿saben?) porque no combina con el traje y a mi hermanita no la dejaba ponerse el vestido con encaje que le regaló la abuela Sara que es la mamá de mi mamá en el cumpleaños de Celita y cuando un día le pegué al Beto porque me dijo "uruguayo muerto de hambre" fue mi mamá al colegio porque la maestra la mandó llamar y me pusieron en penitencia y también mi mamá me puso en penitencia en el rincón y no me dejó ver la tele me acuerdo que me chilló y me dijo che botija sos un peleador y al ratito se ablandó y dijo “ta ta” andá nomás y yo pensé que buenaza que es mami y esa noche se lo contó a papá que se puso a reír y le dijo a mamá pero dejalo al botija que aprenda a ser hombre y ese domingo papá me llevó a la cancha de Atlanta pero ésta no es la camiseta de Peñarol ya lo sé hijo pero no estamos en Montevideo y me compró maníes y esa noche mamá nos dijo hoy comemos como si estuviéramos en Andes y la 18 y nos preparó «chivitos» y después nos mandó a dormir mamá nunca estaba cuando volvíamos de la escuela porque trabajaba en lo de la señora Silvia y mi hermano nos calentaba la comida y todos los días mamá preguntaba ¿comieron todo? ¿estaba rico el arrocito? y me acuerdo el día ese que volvimos y mamá estaba en casa y le preguntamos porqué no fue a trabajar y mamá nos dijo fuí pero algo pasó en la casa de la señora Silvia porque estaba llena de policías y yo me asusté y volví para casa bueno vengan a comer y esa noche nos fuimos a dormir temprano y papá y mamá hablaron en voz baja parecían asustados y a los ojos de mamá los vi llorosos y no me acuerdo más y entonces entraron esos hombres y rompieron los muebles y le pegaron a mi papá y a mi mamá que gritaba no se porqué «socorro, suéltenme por Dios!» la tiraron al suelo y la pateaban y yo y mis hermanitos nos pusimos a llorar y se los llevaron y no los vimos nunca más a mi mamá y a mi papi… y después nos vino a buscar la abuela Sara y nos quedamos con ella y yo ahora estoy aquí solo separado de mis hermanitos y de mi abuela que a veces me viene a visitar con Juancito que tiene unos bigotes como de hombre y Celia con los labios pintados y tacos de señorita ellos están tan grandes y yo no sé porqué me quedé chiquito y ellos no… sí, siempre me acuerdo de mi mamá… y entonces entraron esos hombres…•








Tan Solo Una Flor



Se restregó los ojos. Como ojos restregados en una oscuridad burlona y obscena. Entonces la vió. En la confluencia del ángulo recto de las dos paredes, el piso y las tinieblas. Marta −de ella se trataba− parecía una figura elíptica y difusa, de tres dimensiones. Comprendió que lo estaba contemplando.

−Otra vez, Marta. ¿qué es lo que te trae aquí? ¿Qué te da venir en mitad de la noche, mirarme desde esos noventa grados, perturbar mi descanso, como cumpliendo un ritual concertado? La ceremonia de la despedida ya la hemos vivido. Es inútil. Enterremos el pasado de una buena vez −dijo el hombre.
−No tengo nada mejor que hacer. Y ese pasado al que vos te referís con tanta levedad es una historia de más de treinta años. ¡Qué te parece! ¿no te dicen nada tres décadas? ¿Te das cuenta de que te brindé mis mejores años, mi amor y mi ternura, que viví para vos, por vos? ¿Y vos qué me diste a cambio? replicó la mujer.
−Pero porqué sos tan rencorosa; en una pareja no se hacen cuentas. Entendeme, no hay nada para discutir, creo que todo lo hicimos por mutuo acuerdo –adujo él.
−Sí, claro, «mutuo acuerdo». Al comienzo vos te dedicabas al “sacerdocio” de la enseñanza, a tus alumnos, a la vida de relación con tus colegas, a los congresos en el país y el exterior. ¿Y los hijos, los problemas y preocupaciones de la vida cotidiana? ¿Y yo? Lo que te pareció insulso, incompatible con tus títulos, debajo de lo que suponías tu nivel, me lo dejaste a mí mientras vos mariposeabas, hacías carrera, te «realizabas». Sos un cara rota –le dijo elevando la voz una décima.
−Yo creo que esta conversación está demás. Nuestras relaciones deben de ser sosegadas, sin nervios ni reproches. ¿Comprendés lo que te digo?
−¿Ahora querés reposo, calma, tranquilidad? Primero hacete un examen profundo: analizá los actos de tu vida, recordá la pérdida de nuestro hijo mientras vos participabas en un “Seminario para una cultura nacional y cristiana”. Eduardito agonizaba y vos estabas de jarana. ¿Querés que te deje tranquilo? ¡Olvidate! En todos esos años fuí un adorno, el relleno de una fotografía de familia, la ama de casa, la muchacha, cocinera, enfermera y planchadora −objetó con voz cascada.

El hombre puso las palmas de sus manos debajo de la cabeza. Desde una casa vecina se escuchaba la voz de la Callas en un solo de «La Traviata». La mujer era una sombra ingrávida que se mecía tenuemente en ese ángulo del cuarto.

−No puedo remediarlo, Marta. Si la hubo, quisiera pagar mi inmadurez, reparar nuestra historia, la tuya, la mía y la de nuestros hijos, volver el tiempo hacia atrás. pero es inútil: no se puede confrontar el pasado con el futuro. Así estamos vos y yo. Y por favor, deja de columpiarte que me crispa los nervios –argumentó él con voz esquiva, pulcra y algo rastrera.
−«Volver el tiempo hacia atrás». ¿De qué tiempo me estás hablando? Lo tuyo es una lamentación vacía, cómoda y estéril. Me pedís enterrar el pasado. ¿vos creés por ventura que un pasado se entierra simplemente por petición de principio? Esa maldita formación tuya, inflexible, aprendida como un sofisma, en la que todo es negro o blanco, positivo o negativo, sin matices. –le recordó.
−Desde cuando vos podés juzgar mi nivel, mis normas. Pienso que estás metiéndote donde no debés. Y por otra parte, nunca me insinuaste una crítica así, demoledora e inmerecida.
−Es que no tuviste sensibilidad con la familia, con los hijos, conmigo: siempre recitando verdades absolutas, sin dejar lugar a la controversia, reprimiendo los sentimientos de todos, como si se tratara de un pecado, cual una máquina que trituraba las relaciones y el afecto. Un tipo de hielo.
−Es una opinión, Marta: hice lo que hice por el bienestar de todos. No merezco reproches –arguyó.
Una trifulca de gatos hambrientos estalló en las cercanías. Parecía una riña de bebés parloteando en un extraño lenguaje. Se hizo un cortante silencio. Como la pausa de un lacónico combate.
−Renuncié a mi carrera, a mis posibilidades −continuó ella−, por ayudarte. Me lo pediste con una voz tan gentil y zalamera: “Hasta que me nombren profesor titular”, dijiste. Y yo te creí. Luego fue para “afirmarte”, hacerte “de nombre”. Nunca me viniste a dar cuentas; vos eras el “intelectual”, el hombre de mundo, el “profesor” titular de la cátedra de los mil demonios –le dijo irritada.
−Había que mantener la casa, pagar la hipoteca, costear los estudios de los hijos, ¿no te parece?
−¿Y yo? Nunca más mencionaste tu promesa; olvidaste que también yo tenía derechos, que había estudiado y fuí una alumna que terminó la licenciatura de literatura con las notas más altas, que mi monografía fue publicada y mencionada en “El escarabajo de oro” –le recordó angustiada.
−Nunca reclamaste nada. Pensé que estando en casa eras feliz, que no te interesaba hacer una carrera. ¿Y tus estudios? ¿Querés saber la verdad? Yo creí que vos estudiabas para complacer a tus viejos –insinuó él.
−Sos un degenerado. No sé lo que me pasó pero tuviste mucha suerte. Me sometí vegetando bajo los pliegues de tu gloria, me comprimí hasta reducirme a un cero absoluto: cuanto más celebrada tu imagen personal más anodina la mía, hasta que acabé marginada −protestó dolorida
−Siempre estabas ocupada: que los chicos, que la reunión de padres, qué sé yo. Yo tenía una vida académica, con sus deberes y compromisos y no podía renunciar a ellos.

Se arrancó un pelo solitario de la nariz, se rascó la oreja y observó a una mosca zumbona que revoloteaba en una suerte de danza mórbida. Luego clavó la mirada en el vacío.
−Lo que vos decís es abyecto: yo para vos no contaba. Incluso, creo que te avergonzabas de mí. Inventabas pretextos para no salir conmigo, ni inmiscuirme en tu vida de relación. Ni una atención, ninguna gentileza. Nuestra vida fue una ficción. Quiero darte un ejemplo, uno sólo: en todos los años de nuestra vida en común jamás, me oís bien, jamás tuviste un gesto de cariño que no fuera formal. No sabés cuánto me hubiese conmovido, por lo menos una vez, haber recibido tan sólo una flor. No, no lo podés saber –alegó Marta.
−Te consta que debí asumir responsabilidades. La situación en el país era muy seria y decidí hacer algo para salvar lo que se podía. El hogar era importante pero el país, en ese momento, era mucho más relevante. No me arrepiento. –le aseguró.
−Voy a decirte algo: cuando me enteré de tu “comprensión” sobre lo que estaba ocurriendo en el país, la actitud cómplice, las delaciones incriminando a tus antiguos colegas, cuando me sugeriste que cortara los vínculos con mis amigos intelectuales, me repugnaste. Luego de un tiempo me enteré de que el hijo que adoptamos fue una criatura robada a su madre. Al principio lo intuia; hoy me es fácil entender la razón por la cual no te causó pena la muerte de ese chico.
−Te estás desollando, abriéndote viejas heridas para nada. No entiendo el por qué −dijo él.
−Dejá de hacerte el estúpido. Cuando se produjo el golpe militar te acomodaste, despreciaste los valores que nos identificó al comienzo de nuestras vidas y sin los cuales, es hora de recordártelo, jamás hubiésemos sido una pareja. Vos y tus amigos, ¡me dieron lástima y asco! Obraron como posesos, al margen del mundo racional y despreciando al resto de los humanos.
−El mundo evolucionó y también mis ideas. Ya no podía vivir más en ese clima de brutalidad sin tomar partido. Tal vez no medí las consecuencias pero había que frenar la violencia de los violentos. Tuve que elegir entre la anarquía o el orden. Aposté por el orden que podían imponer los milicos para construir un futuro con bienestar –murmuró él con voz fétida, ausente.
−Llamarte cínico es hacerte un elogio. Vos y tus amigotes fueron cómplices de una infamia, de un sistema aberrante en el que el crimen, la mentira y la barbarie eran valores supremos: ¿Así que te inquietaba el futuro? ¿El futuro de quién? ¡Pero por favor! ¡Dejate de joder!
Las palabras de Marta resonaron con ácida suavidad en el silencio de la noche. Él se limitaba a escuchar, impasible, como recibiendo una reprimenda repetida y fastidiosa. Luego se hizo un silencio viscoso. La imagen de Marta se desvaneció y el rincón quedó en penumbras.

El hombre acostado encendió la minúscula luz y paseó su mirada por las paredes umbrías del cuarto. Quería cerciorarse de que la imagen se había esfumado. No movió la cabeza pero sus ojos desorbitados giraban buscándola. Vió el retrato de Marta contemplándolo fijamente. Se tapó la cara con las palmas de las manos y pareció sollozar: “Porqué me habrá hablado con ese tono: si nunca se quejó”, farfulló en la gélida soledad de las cuatro paredes. “Le dí una buena vida, jamás le faltó algo. Y nuestro hijo, pobrecito. Ella era la encargada de llevarlo al médico y ahora me responsabiliza a mí de su muerte. De todos modos, su verdadera madre fue una subersiva: ¡Vaya a saber qué hubiera sido de él en el futuro! ¡No la puedo entender!”. Finalmente se encogió de hombros.
Al día siguiente pasó por la florería del barrio y compró un jazmín de pétalos color marfil. Era una flor extraña, aterciopelada y con una suave fragancia. Tomó el ómnibus y bajó cerca del lugar en el que estaba Marta. Caminó por el sendero mientras la cara del hombre no expresaba ninguna emoción. Marchó un largo trecho hasta que reconoció el lugar.
Creyó percibir una angustia de años, como una piedra áspera que le picaneaba suavemente el corazón. Aproximándose paso a paso, se arrodilló ante la tumba de su mujer y mientras algunas lágrimas de compromiso caían como granizo sobre el cemento frío y gris del sepulcro, dejó caer tan sólo una flor. Como para dejarla conforme. Luego se marchó silbando una canción de moda •







El Ajuste


(Fragmento del “Diario de Viaje a Buenos Aires”, de Euzkadi Baztarrica)



(viernes 16 de enero)
Salí de la estafeta con el sobre en la mano. El azul desaliñado del cielo de Madrid y algunas nubes desprolijamente despatarradas se proyectaron en el vecindario de Fuencarral, que es donde tengo mi vivienda. Me encaminé hacia ella sin prisa, aunque me intrigó saber a título de qué Pelusa me mandó una carta expreso. La abrí leyéndola con atención. Me mantuve impasible aunque la lectura me transportó a un pasado que mantuve intacto en la vigilia de la memoria. Un pasado cuyas cuentas muchos pagaron con horror, tinieblas y muerte.
Decidí viajar a la Argentina, con la firmeza forjada por la ira y el dolor de una herida aún abierta. El recuerdo me tumbó el equilibrio; y la bronca, encerrada bajo siete llaves en el cofre del ayer, comenzó a trastabillar hasta que la percibí frente a mí, intacta, desafiándome, “mojándome la oreja”. Esa ira, rencorosa y sólida como un edificio de muchos pisos −uno por cada año perdido, quitado de mi existencia− presentó «la cuenta». Había llegado el momento de cobrarla.

(domingo 18 de enero)
Llevo veinte años viviendo en España. Tratando de olvidar, intentando recordar. Rehaciendo mi vida de exiliado. No es fácil. No quise volver en 1983: temí enfrentarme con el pasado. Partido por los navajazos que me hurtaron tantas mañanas y noches, extrañado de mi mundo y mi cultura, soporté la adversidad del destierro. Parezcía aclimatado, dichoso. Pero se trataba de una apariencia: es un desgarro muy profundo vivir desgajado de los amigos, la música, la poesía, los recuerdos y la policromía cocolichera de Buenos Aires, mi ciudad cuna. Que jamás será la misma. Aunque la perciba mía, sé que es un espejismo, una ilusión, una jugarreta melancólica para bobos.

(miércoles 28 de enero)
El Aeropuerto de Barajas parecía una pasarela colmada de gente que iba y venía. Desde que resolví viajar a Buenos Aires la nostalgia untó mis pensamientos. Pero no quise recordar.
Antes de pasar la puerta de embarque hablé por teléfono con Emilia, mi amiga. Le expliqué que viajaba a la Argentina, que debía hacer allí algo importante. Finalmente llegó la hora. Unos minutos antes de medianoche el avión despegó. Cerré los ojos y me entretuve con mis fantasías: imaginé ser un buen ciudadano que regresaba al terruño para visitar la familia y a los viejos compinches del vecindario; jugar incluso un partidito de bochas, algún truco ruidoso, ir a ver a los “verdolagas” de Ferro. Con mi aspecto bonachón, quería aparecer como un argentino que fue a hacerse la América a España y ahora retornaba a la patria como triunfador, arrogante y generoso. Dos décadas atrás había hecho el camino inverso y nunca volví. En tanto pergeñaba esas estupideces me quedé dormido. Mientras tanto, el Boeing cruzaba el Atlántico.

(jueves 29 de enero, por la mañana)
Pasé Migraciones con el pasaporte español. El tipo me observó con una fijeza turbia: “Le debe extrañar que soy nacido en la Argentina”, pensé. Luego fuí a buscar la maleta. No reconocí Ezeiza. También la gente me llamó la atención: su forma de hablar, la vestimenta y algunos resabios del antiguo “chantismo” porteño. Me ubiqué en un remis y partí hacia Buenos Aires.

jueves 29 de enero, por la tarde)
Dejé la maleta en el cuarto del hotel. Caminando llegué hasta Maipú y Corrientes. En el antiguo boliche de “Suárez” tomé un café con una ginebra. ¡Cuántos años, por Dios! En las cartas que cruzaba con antiguos compinches les explicaba que el único sistema para sobrevivir en el exilio era congelar el “cuore” y dejar los sentimientos, como la guitarra del tango, “colgados en el ropero”.
No pude resistir la tentación: en el primer quiosco compré un atado de Particulares. Aspirar el humo del tabaco negro fue como haber regresado al barrio, a las esquinas que me esperaron en vano, a las veredas y los recuerdos replegados en un sueño remoto, en la visión terca de un mundo que sabía perdido. Me conmoví tanto que imaginé a los fantasmas y duendes del viejo barrio diciéndome al oído: “¿Dónde estabas, che pibe? ¡Cuánto que tardaste, hermano!”

(viernes 30 de enero, por la mañana)
Hoy a la mañana me desperté descansado, y luego de ducharme me fui a tomar un café. Tenía que llamar por teléfono a “Pelusa”, mi viejo amigo de Caballito y compinche en las luchas de los años 60 y 70. Él escribió la esquela que motivó mi retorno. Lo encontré en la casa y luego de la lógica sorpresa quedamos en vernos. No hubo efusiones en el encuentro; ningún gesto, ni una sola muestra de algo especial. Sólo en la mirada expresamos el hondo afecto que nos unía. Fuimos caminando por Maipú y en un boliche tomamos Cinzano con una picada. Le inquirí detalles sobre lo que me escribió. Seguimos caminando por Chacabuco y casi llegando a San Juan Pelusa me señaló un edificio y la chapa de la entrada: Segural * Agencia de Vigilancia Privada. Me dio todos los datos que le pedí. Hasta el último detalle. Luego nos relajamos y evocamos anécdotas del pasado. Antes de despedirnos le pedí que se borre, que no me busque, que en el momento propicio le iba a escribir. Nos abrazamos: el Flaco me dejó en la palma un papel y me entregó el paquete.
Lo ví alejarse: fue como perder el pasado una vez más. Y a pesar de la angustia, me sonreí al contemplar la marcha peculiar de este querido amigo al que el viento empujaba como a una pelusa; “igual que a las hojas caídas de la Plaza Irlanda”, encorvado y más ligero que la ligereza.

(Viernes 30 de enero, por la noche)
Recorrí la zona céntrica. Indudablemente, la ciudad había cambiado. Del Buenos Aires que conocí ya no quedaban ni cenizas. Todo restaurado, recuerdos decapitados, una urbe “trucha”, como suelen decir las nuevas generaciones porteñas.

Regresé al hotel. Luego cené en un fondín, tomé un baño y me fui a dormir. No podía conciliar el sueño. Entrecerré los ojos. Un sopor apacible, como una bruma delicada, quebró el muro raído que venía protegiéndome. Entonces la renuencia cayó de bruces y la evocación de Estela irrumpió en la memoria. Como los remolinos bastardos de un huracán proxeneta, que violaron la paz en la que había decidido acorazarme. La imagen de Estela, bocetada de lágrimas, se clavó en mis pupilas.

(sábado 31 de enero, luego de la siesta)
No pude alejarla de mi mente. Es extraño, pero durante muchos años debí hibernar mis sentimientos. Regresar a Buenos Aires fue como volver a ella, a los recuerdos coloquiales e íntimos. Estela, la novia angelical de mi adolescencia, que cada noche anegaba mis fantasías mientras cerraba los ojos, saboreándola, recorriendo con tierna minuiciosidad sus blancas orejas, la nariz media repingada, el mentón disfuminado en esa curva diáfana que lo unía a la mandíbula, hasta cobijarse en el delicado cuello, suave, apacible y tibio. La percibí a mi lado: era como si hubiese recobrado, en ese fugaz instante, la tibieza de aquella novia inolvidable, rastreando la tersura de su piel quinceañera, hurgando nuevamente con temor virginal en los misterios que mis sueños no podían revelar, los dedos haciendo escalas apacibles y tiernas en las teclas sedosas de su pubis. Y ella, resistiéndose, se debatía entre el deleite de sus sentidos y el miedo a un peligro que no conocía pero la perturbaba. Hasta que se rindió abrazándome con el frenesí de quien muerde por primera vez un fruto desconocido. Fundidos en el éxtasis efímero de la primera vez, habíamos sellado entonces la quimera de aquel primer amor de barrio, ajenos al anticuado plafond moral de los mayores. Las lágrimas me trajeron paz. pero me incorporé con furia y astillé los recuerdos martillando sin piedad los nudillos de mis manos. Luego me quedé dormido. Con la rabia latiéndome en las sienes y el odio impregnando mi sangre.

(domingo 1° de febrero, por la mañana)
Las medialunas de grasa y el café con leche, el ritual de verter ese líquido oscuro y fragante (sobre todo cuando el mozo me farfulló: “Avíseme señor”), fue como contemplar un cuadro de Antonio Berni allí, en ese bar cualunque de Buenos Aires convertido de pronto en el museo de la urbe porteña, la patria tanguera de Troilo y Gardel, el retablo mistongo de Discépolo y Manzi. La memoria me arrojó de un manotazo al espacio ausente. A los recuerdos que no fueron, a ese blanco insoportable en el que cohabitan la nada y el vacío, la amnesia del exilio y una lejanía inanimada.
Desplegué el “Clarín”, le eché una ojeada y al rato lo cerré molesto. Me dediqué a la ceremonia de mojar la medialuna y engullirla. Otra liturgia porteña cumplida. A la tarde anduve por Lavalle, Corrientes, Maipú. Me pareció caminar por una ciudad fantasma; la gente me resultaba extraña, forastera, como si estuviese dentro de una pesadilla que me deshilachaba dejándome desnudo.

(lunes 2 de febrero, cerca del mediodía)
Tenía que empezar a moverme. Recogí la maleta en el hotel y viajé hacia Caballito. Llegué a la casa de la calle Pujol y apreté el timbre. La mujer entreabrió la puerta cancel y me observó con curiosidad: “¿Usted es la señora Sofía Ibizarreta, no? ¿Mi cara no te dice nada, tía?”, murmuré largándome a reír. La viejita se quedó mirándome unos segundos y luego se sobresaltó: “Dios mío, Copete querido, ¡esa voz inconfudible! ¿Cuándo llegaste.? Por Dios, que no lo puedo creer”, me dijo mi tía Sofía mientras me abrazaba desbordada por un llanto previsible.
Entré en la casa. Nos carteamos durante los años de ausencia y ahora la tenía allí, sentada a mi lado con el vestido negro, los cabellos plateados recogidos y esos ojos de mirada tierna. Como en aquellos años de la niñez, en los que la tía reemplazó a mi madre muerta.
La tía Sofía expresaba, en la cara angulosa y los negros ojos metidos detrás de sus ojeras esfumadas, el dolor y la pérdida de las dos únicas personas que pudo amar en su vida, mi hermano Fermín, asesinado, y yo en el destierro.

(martes 3 de febrero, de tarde)
Fui andando por Pampa y antes de la Libertador pasé por el edificio en el cual vivía el tipo. Los lentes oscuros me protegían del sol y de los curiosos. Mis ojos no se apartaban de la entrada, pero nada especial atrajo mi atención. El cielo se encapotó y un chaparrón colérico pasó como una ráfaga. El calor volvió por sus fueros. Me convencí de que en esa zona me era casi imposible hacer el trabajo. De todos modos me quedé. Cerca de las nueve ví salir una pareja. El contoneo del tipo me alertó. Encajaba en los datos que tenía y se amoldaba a los indicios que aún guardaba en mi memoria. Viajé detrás de ellos. En la zona de Recoleta entraron en un restorán. Estudié sus facciones y las grabé ovillándolas en mi retina. Habían pasado veinte años. Luego regresé a la casa de mi tía.

(miércoles 4 de febrero, de mañana)
A media mañana entré en el edificio de Chacabuco al 1100 vestido con un ambo de sarga, corbata a tono con la camisa celeste y unos lentes de porte. Parecía un hombre de negocios respetable. En el primer piso divisé la puerta de “Segural”. Una empleada me abrió. Le recordé que yo había telefoneado pidiendo una entrevista con el gerente de la empresa.

El tipo salió de su oficina, se aproximó dándome la mano y se presentó: “Alejandro Alaniz”. Percibí un leve escozor al sentir el contacto de esa mano en mi piel. “Emilio Páez, es un placer conocerlo”, le dije con tono pulcro.Me hizo pasar a su oficina. El tipo repasaba mis rasgos con minuciosa atención mientras yo le pedía asesoramiento para una tarea de vigilancia. Le fuí haciendo el gran verso, envolviéndolo en la red que fuí tejiendo con paciencia. Él jugaba con una lapicera; la dejó sobre el escritorio y me habló con suavidad. Me explicó que sin ver el depósito para el cual yo quería contratar los servicios de la empresa, él no me podía asesorar: “Yo le propongo ir al lugar con usted, ver sobre el terreno los riesgos −me aclaró−, entonces podré hacerle una proposición”. Asentí con la cabeza. Prometí telefonerle. Mientras, el corazón comenzó a dar vueltas de carnero.

(jueves 5 de febrero, al mediodía)
Me hospedé en la casa de mi tía. Era más cómodo y mucho más seguro. Le pedí que el “besugo a la vasca” que había preparado para el mediodía lo dejáramos para la cena. “Voy a traer el vino y un postre como los que te gustan a vos: no te enojás, ¿eh tía?”, le dije. Ella no protestó.
Llegué a la zona industrial de San Martín siguiendo las sugerencias de Pelusa. Dí vueltas durante un buen rato. En una gomería pregunté si no sabían de algún galpón vacío para alquilar: no sabían. Continué la búsqueda y de pronto observé un taller abandonado en un paraje que consideré apropiado, incluso en pleno día. Dí algunas vueltas, estudié el movimiento de las calles aledañas y la soledad del lugar.Decidí que era ideal. Ahora iba a tratar de convencer al tipo de que nos encontráramos en horas del atardecer. Volví a la casa de la tía Sofía y en el camino compré una botella de vino blanco, un arrollado de coco y algunas otras vituallas. En una florería de Gaona hice preparar un ramo de violetas y al llegar a la casa de la calle Pujol abracé a mi tía y le obsequié las flores. Pese a todo, me sentía feliz.

(viernes 6 de febrero, de mañana)
La voz de “Alaniz” me sonó empalagosa y amanerada a través del teléfono. Decididamente falsa. Le propuse que nos encontráramos en la estación San Martín: desde allí viajaríamos al lugar en uno de los autos. El tipo aceptó y arreglamos para el próximo lunes a las siete de la tarde. Sentí un inmenso alivio. En ese momento pude avizorar que la tarea estaba adelantando. Que el fin se aproximaba, pero yo aún la percibía como una imagen movida, fracturada, sin nitidez.
Entré en la casa de mi tía en silencio. “Ya no nos volveremos a ver, querida Sofía”, pensé con pena. Atareada en la cocina, ella no me escuchó caminar por la casa. Cuando la ví, con la mayor ternura y aflicción le anuncié que el martes próximo partía de regreso. Ella lo había presentido. Se acercó a mí y me estrechó entre sus brazos. Besé conmovido la cara de suaves arrugas de esa anciana tan dulce, la entrañabla tía Sofía, que es todo lo que queda de mi familia vasca.

(domingo 8 de febrero, al atardecer)
Este fin de semana procuré ordenar mis ideas, completar todos los detalles de mi trabajo, descansar y dedicarle parte de mi tiempo a esa mujer excepcional que, seguramente, ya no vería nunca más. Leí los diarios del domingo, me puse al día con los vericuetos de la política y la cultura. Ayer sábado recorrí las casas de música y algunas librerías. Compré libros que me interesaban, como «Santa Evita» y «La novela de Perón», «El presidente que no fue», y «De Senectute” de Norberto Bobbio; compactos CD que no hallé en Madrid, y algunos obsequios para los amigos que tengo en España. A mi amiga Emilia le llevo un abrigo de cuero. espero que le agrade. Todos estos preparativos, naturalmente, tienen un punto clave: que mi tarea culmine con éxito. Dentro de un rato voy a ir al cine a ver una película que me recomendaron: “Tocando el viento”. Mañana ha de ser el día elegido. O nunca más.
(lunes 9 de febrero, por la tarde)
«Me voy, tía. pero vuelvo a la noche y me quedo con vos hasta la hora de viajar a Ezeiza», le anuncié antes de salir.
Llegué a la estación San Martín minutos antes de la siete. Al rato apareció el Alaniz ese. Deliberamos unos momentos y decidimos viajar en su auto. Me dió una perorata sobre la vigilancia armada, la seguridad y otras pautas que yo no escuchaba. Estaba atento y alerta. Le hice dar algunas vueltas para relajarme y finalmente le fuí indicando como llegar al lugar.Lo observaba en el espejo. Oía la respiración ramplona del tipo que manejaba y tuve una sensación reprimida, una especie de bramido agazapado que aguardaba el momento de liberarse y estallar; como una granada rabiosa que desintegrase al hombre sentado a mi lado en mil partículas de polvo y nada. Percibí en mi frente gotas de sudor heladas deshenebrándose con crispante lentitud. Sabía que mi mirada tenía esa frialdad acerada que precede a una eclosión. No me impacienté: quería disfrutar esos minutos uno a uno, como la voracidad que está por saciarse y se posterga deliberadamente en un acto de voluptuosidad. Esbocé una sonrisa mientras el tipo jadeaba. sus ojos miopes se habían replegado y todo él se tensó percibiendo, acaso, una acechanza imprecisa, amorfa, que revoloteaba a su lado embozada, tenue e implacable.
No había un alma. Sólo la brisa caliente y viscosa. Cuando detuvo el auto y bajó, me miró con una mueca impredecible. Fue la imagen postrera de Alaniz, porque cinco balas de mi pistola le atravesaron la vida. El rostro del tipo se tiñó de púrpura, los ojos y la lengua giraron sobre el eje imaginario de una muerte real, simple y absoluta. En unos segundos culminó la ceremonia. Limpié los lugares en los que pude haber dejado huellas, observé los alrededores y finalmente, conduciendo el auto de Alaniz, me dirigí a la estación San Martín dejándolo estacionado en una calle lateral.
Llegué a la casa de la tía, cenamos y nos quedamos hablando hasta el amanecer. Luego me marché en un taxi. Llegué a Ezeiza a las siete y al rato abordé el Boeing..

(martes 10 de febrero, a bordo de un avión Air France)
Desplegué el periódico que me dió la azafata. En la primera página leí una noticia que me llamó la atención:
«En la zona fabril del partido de San Martín fue encontrado ayer el cadáver de un hombre. De acuerdo a los primeros informes de la policía, el muerto fue ultimado de varios balazos. En el lugar del hecho no se halló ningún elemento que permita orientar la investigación. El vehículo del muerto fue hallado cerca de la estación San Martín del ferrocarril Mitre. El (o los) posibles autores del hecho se llevaron el teléfono móvil y las llaves, amén de otras pertenencias y documentos. Los días venideros tal vez arrojen alguna luz sobre este enmarañado suceso». Doblé el diario y cerré los ojos.

(viernes santo, 10 de abril, por la noche en mi casa madrileña)
Han pasado dos meses desde que ocurrieron los hechos narrados en este diario. Es indudable que una razón debe explicar y justificar las causas de ese juicio sumario en un descampado de San Martín. No quiero entrar en un debate moral: el condenado a muerte fue uno de los asesinos que entre 1973 y 1983 formó parte de los escuadrones de la muerte. Por supuesto, en este caso particular tuve un motivo personal y doloroso que nunca va a cicatrizarse.

“Fue una tarde, como fueron otras tardes, el martes 22 de septiembre del año 1977”, recordé. Íbamos a encontrarnos en aquel bar de dos entradas. Llegué con Estela, mi mano sobre el hombro de la muchacha vestida con la blusa blanca, los vaqueros cortos, el cabello flameando entre la brisa húmeda, y los pechos erguidos, como un reto juguetón que desafiaba el deseo vidrioso y sensual de los caminantes. Sentados alrededor de una mesa estaban mi hermano Fermín, otros dos compañeros y el nuevo tipo que habían incorporado al grupo. Le pedí a Estela que entrara al bar mientras yo iba a buscar a Pelusa. Nos besamos en un rapto de no saber cómo, cuándo, porqué. La ví entrar, y mientras se iba alejando me sentí como atrapado en un pozo sin aire. Me angustió enormemente.
Me encaminé hacia las sombras y a las dos cuadras vi a Pelusa, que me estaba esperando. Nos dirigimos hacia el bar comentando pavadas. Ahí fue cuando escuchamos los aullidos, los disparos, las corridas, el miedo y la sangre alborotando la maldita esquina. Pelusa y yo, confundidos con los curiosos, nos fuimos yendo. Impotentes, vimos cómo baleaban a Fermín, capturaban a Estela y a otros compañeros, luego desaparecidos. Entre los integrantes de la patota advertimos, pese a la confusión, la figura cuyos lentes resguardaban unos ojos miopes, torvos y crueles que nunca podríamos olvidar. Pegado al tipo ese advertí al nuevo “cumpa” que mandó la “orga”. Sentí que todo se me desmoronaba. “Fue una tarde, como fueron otras tardes”.
Una tragedia más entre tantas otras que ocurrieron en la década sangrienta. Nunca me resigné a la muerte de mi hermano, la de Estela y la de muchos otros jóvenes que no conocí y que cayeron en celadas semejantes. Nunca perdoné a los irresponsables que, con frenesí banal y exitista, reclutaban a tiras enviados a perforar la orga y delatar a la gente.
Solitario, descreído de la dirección, prófugo, de cuclillas en la clandestinidad, me perdí en la incógnita del exilio prometiéndome volver algún día. Volver y cerrar el capítulo •

Euzkadi Baztarrica * Madrid, Viernes Santo, 10 de abril de 1998

Post Scriptum: Paseando con Ana por los cautivantes barrios madrileños, en esos inestables días de mayo de este 1998, una tarde me topé en el vecindario de Fuencarral con un viejo y querido amigo: Euzkadi Baztarrica. Luego de la alegría y atento a su conmovedor soliloquio, recorrimos juntos la larga marcha por los pasillos de la memoria. La triste memoria de una década que nos ha dejado heridas sin cerrar. El Vasco me prometió su “Diario de viaje a Buenos Aires”. Antes de que regresáramos, Euzkadi me entregó las notas pidiéndome que escribiera un relato, si es que el material me parecía adecuado e interesante. Lo leí atentamente y lo asumí como un deber. Respeté, en lo posible, los hechos de acuerdo a la versión que me entregó. En aquel diálogo que tuvimos en Madrid, el Vasco señaló algo que no olvidé: “¿Porqué a más de cincuenta años de terminada la segunda guerra buscan, atrapan y juzgan a los ex nazis, a los colaboracionistas franceses, a los «ustachis»? ¿Qué diferencia hay entre Hitler, Eichman, Papen, y fieras como Astiz, el tigre Acosta, Videla o Massera?” Yo aduje que Alfonsín y Menem les tiraron la cuerda del perdón y la aministía. Entonces me dijo esa frase que me dejó pensando: “¿Y quién determinó qué justicia debe juzgarlos, condenarlos y ajusticiarlos? ¿Nosotros quedamos al margen? Fuimos los torturados, los muertos, los desaparecidos. los hijos que se quedaron sin sus padres y los padres que perdieron a sus hijos. ¿De qué ética y justicia me hablan, de cuáles escrúpulos? ¿Qué justicia, qué etica, qué escrúpulos tuvieron esos asesinos que todavía están entre nosotros? ”. Contemplé esos ojos cansados, de a ratos tristes, testigos de los actos de barbarie cometidos por los militares, rufianes de la patria. Luego nos abrazamos conmovidos. Como dos sobrevivientes que no olvidan. (A.A.)

por la copia, Andrés Aldao * junio 5, 1998



Tragedia de una generación decapitada

Recorte amarillo



Siempre lo contempla desde su palidez conmovedora. Y ahora siente deseos de abrazarla, de percibir muy dentro suyo la docilidad de su piel tan suave, callada.
No está a su lado. Piensa en sus ojos anclados en esa mirada que jamás parpadea. Quisiera reclinarse sobre la imagen de María Teresa, la de sus sueños perennes.
Atisba esas pequeñas cosas, anécdotas que con el paso del tiempo se convierten en una agenda íntima de ternuras. Y las despoja de pasado recobrándolas en un presente muy fugaz.
Vuelven esas sensaciones tan entrañables, profundas, recuperadas en el milagro de la nostalgia. De la piel tan suave, callada. María Teresa, que lo contempla siempre desde su palidez conmovedora.
Amándose como dos adolescentes agobiados por la devoción recíproca, y la ternura, y la pasión, y el hechizo. Su piel tersa y pálida. Los ojos distantes. A veces, con ese dejo de ausencia en aquel extraño matiz almendrado de la mirada.
Y él siempre abatido por las miradas toscas de los otros. Entonces la abraza –recuerda–, para reclamar su prioridad, confirmar la decisión precisa del destino. Y distingue el cabello manso que se confunde con esa palidez conmovedora. Que desde alli lo contempla, siempre, infaltable, María Teresa.
No puede vivir a solas, sin su presencia. Necesita tenerla consigo, vislumbrar por un instante esas formas tan suyas, tan queridas; percibir sus ojos tiernos que jamás parpadean. Como un reto infantil o un juego maravilloso que perpetúa la terquedad de su silencio.
Debe verla. Le falta esa tenuedad silenciosa, la mirada que no puede olvidar. Se abrocha la camisa, calza los mocasines, apaga la luz y sale del cuarto.
Entra en la salita, abre el álbum de lánguidas tapas y allí está, en el recorte amarillo de un diario muerto, el título jaspeado por el tiempo, lacónico, sin sentimientos, que vocifera en su negrura inmisericorde: En un enfrentamiento con fuerzas del orden fue muerta la subersiva María Teresa Lamborghini.
Debajo, el retrato de María Teresa, que siempre lo contempla desde su palidez conmovedora. Sólo han transcurrido veinticinco años de un recorte amarillo ■




Ojos celestes


Entró a la casa y abrió la ventana que da al parque. Vio el tobogán y algunos pibes chapoteando en la arena húmeda.
Entonces surgieron los recuerdos como vorágines recortadas de la memoria. Pensó en Rubén, en su rostro suave sin pliegues, la voz tímida, los ojos iguales a los de Nora, celestes y profundos, como un océano calmo. A veces le parecía un bebé agigantado; el boceto frágil de un carácter de hierro asumido en la candidez del muchacho bueno. Volvió a su imagen, casi sin querer…
Es extraño –recuerda–, cuando era pequeño lo contemplaba con detenimiento y me parecía que Rubén guardaba la suavidad de Nora, su madre. Todo resultó distinto, ningún vaticinio se hizo realidad, presencia. Excepto la imagen apacible, la hondura y el tono celeste de sus ojos.
En la escuela primaria ─rememora─ Rubén era un chico dócil, pero ante las pullas sus reacciones eran irascibles. Luego retornaba a su diáfana quietud. Un día se trompeó con alguien mucho mayor. Fue un combate increíble, le explicó el maestro. Estaba aprendiendo a conocerlo.

Rubén penetró en la adolescencia con paso firme, sin rupturas. Protegió a sus hermanos mientras vivía en la casa. Escribía con su letra redonda –recuerda– y llenaba cuadernos. A veces me leía sus poemas, abría alguna rendija de su intimidad para volverla a cerrar. Abruptamente.
Terminó la secundaria y fue retrayéndose más aún, ensimismado, serio. Hubieron noches en las que no volvía a la casa. Hablaba poco, lo que era habitual, pero él ya no sabría nada de su vida interior, de las amistades, de planes futuros. De los sueños que –hoy tiene la duda – no sabe si eran de Rubén o fueron suyos.
Tenía la sensación de que lo perdía. Una pérdida distinta, más abismal que la distancia física. Creía conocerlo. Ahora no está seguro. Sólo tiene presunciones y es un interrogante que le duele reabrir. A veces se pregunta, con crueldad, si hizo todo lo que debía. Uno no es dios, y es imposible vivir alerta. Alerta siempre.
Una tarde gris, desapacible y hosca le dijo que se iba a vivir con un amigo y la novia a un departamento recién alquilado. No quiso darle datos de la calle ni el teléfono: no quiero crearles molestias a mis amigos. Cuando haga falta voy a llamarte. Y no te preocupés, pa, que sigo estudiando en la facultad. Y sigo en mi trabajo.
La separación, su madurez, las visitas esporádicas, lo tomaron desprevenido. Los hijos son nuestros retoños, pensaba. Reciben la influencia de los padres. Pero crecen y llegan a un punto nodal: se liberan o viven en el cono de sombra de la casa paterna por el resto de sus días. Surgió entonces la nostalgia de quien envejece y siente culpas y responsabilidades. Así ovilló anécdotas, detalles, gestos, instantes en común. Para tenerlos en la memoria. Y recrearlos en futuros sueños.

¿En qué andás, Rubén?, le preguntó ese domingo. Sos cargoso, pa, contestó. Mirá, quedate tranquilo. Y haceme un favor, no le preguntés a mis hermanos. Ellos saben lo mismo que vos y mamá. No se sulfuró. Calmo y tierno como siempre, aunque lejano.
Pero aquel día, contemplándolo, llegó hasta el fondo de sus ojos celestes. No sabe si fue intuición u otra cosa, pero advirtió reflejos de dudas, decepción; tal vez angustias que no quería compartir.
Rubén, le dijo en otra ocasión, sé que andás en asuntos políticos. A vos no te gustan los consejos y no pienso dártelos. Sólo quiero recordarte que hoy, con los milicos, la situación se puso muy seria. Soy incapaz de describirte lo que siento, la angustia que me aflige, el temor a que te ocurra algo. No sé cómo expresarlo. Sos mi hijo y significás mucho para mí. Tengo pesadillas terribles, Rubén.
Se quedó mirándolo. Sus ojos celestes lo consolaban sin palabras. Respetarle el silencio, pensó entonces, era valorar su dignidad. Aunque le fue muy duro y difícil.
Otra tarde de un otoño borrascoso, por eso quizás la recobra, Rubén apareció en la casa. Estaba delgado, desconocido, óvalos oscuros resaltaban sus ojos celestes. Me voy, pa; les escribiré cuando pueda. No me preguntes nada, por favor. Y no se preocupen. Era una despedida. Desde entonces, nunca volvió a verlo ni supo nada de él.
Las hojas del calendario no cesan su monótono destierro cotidiano. Tiempo y ausencia que se suceden inflexibles. El recuerdo de Rubén es para él como abrir un diario en cuyas páginas se hubiesen consignado las anécdotas comunes, las evidencias compartidas. Y otras que no ocurrieron. Fantasías. Levísimos estímulos, imaginados apenas, que fueron enhebrando ensueños de lo que no existió, idealizando así su relación con Rubén. Como una antología de nostalgias, idílica, desesperada e irreal. Ahora recupera en la memoria, en los intrincados laberintos de los sueños, aquella presencia callada y expresiva; sus gestos, ese silencio tan lleno de sugerencias, la intriga de su vida y el desvanecimiento en la ausencia irrecuperable.
Sólo sueños y memoria. De ellos regresó cuando ese día entró a la casa, y al abrir la ventana que da al parque vio el tobogán y algunos pibes chapoteando en la arena húmeda. Como cuando Rubén era pequeño y tenía los ojos celestes •


Por la causa (1)

«Evocarían hombres como torres que se fueron
desmoronando, compañeros que no regresarían nunca
de su sueño, y que no quedaría de ellos ni el recuerdo,
ni una imagen... Ni la postura en que cayeron
acribillados quedaría.»
Juan Marsé


Se arrebujó en el portal para protegerse del chubasco. Y del miedo. Un miedo que iba creciendo al compás de las horas, las sirenas y esos ruidos que, afinados en la noche, se descarnan y explicitan. Dormitaban en su mente, tensas, en vigilia, las preocupaciones que absorbieron sus dos últimos años: militancia, encuentros, reuniones, riesgos y el temor a la tortura y la muerte. Los recuerdos lo llevaron a la que fue su vida cotidiana; la ligereza existencial, los días descomprometidos del estudio en el nacional, los amigos, la música y los libros, las charlas telefónicas casi siempre intrascendentes, las noviecitas del secundario, el bulín en la casa de sus padres con pósteres de Los Beatles, Sui Generis. Sueños adolescentes bocetados casi siempre ante el espejo: pitando el cigarrillo como los grandes, ensayando jetas de enamorado y el susurro de frases de galán en la oreja de una minita fabulada, acomodando las ondas del pelo, o examinándose, en delirio, los brulotes impiadosos del acné pustulento.
Deseaba olvidar. Aunque el desvanecimiento volvía a recobrar sus formas definidas, el miedo retornaba, recrudecía y no le dejaba huir de la pesadilla de las últimas horas. Ahora percibía, nítidos, el pánico, la orfandad, el mañana incierto. Aguardaba el nuevo día sin saber hacia donde rumbear. Sabía que estaba cerca de plaza Once; oía las sirenas de los coches policiales, raudos, amenazantes. Estaba agotado, pero el miedo continuaba apremiándolo. Tengo que permanecer lúcido, o pierdo, pensó desesperado. Los otros habían muerto. Estaba seguro. Y pensaba en Inés. Su imagen, límpida y cálida, se insertaba en su temor. Sobrevivir, ¿pero cómo? Que llegue la mañana de una vez, la gran puta, murmuró.
El día remontaba grisáceo, triste. Caminando llegó hasta Medrano y Rivadavia. Entró a un bar y pidió café con leche y un churro. Estaba desvinculado de todo. Absolutamente. Se le ocurrió llamar al “buzón”. Quería cerciorarse – ingenuo – de que fue una delación y no casualidad. La voz melosa de la mujer le dijo: Te dejaron una cita en…
Fue como oír la sentencia: sabía que era una celada estúpida. Tan estúpida como su llamada. Nosotros vamos a ser los próximos – se le ocurrió impotente –. Tenemos que salir del país. Debo avisarle a Inés; que se raje cuanto antes... Que corte toda relación con la gente de la orga: debe haber un buchón infiltrado, carajo.
Llamó por teléfono a la tía de la madre.¿Puedo ir a tu casa Mercedes?...¡Por favor,!...Y no le cuentes a mi vieja que te llamé... Tomó el 104 hasta Liniers. El cielo parecía una plancha
plomiza; las nubes tenían un tono oscuro mate. Contemplaba al gentío que circulaba por Liniers; era como una romería ocupada por vendedores de baratijas, quioscos de cualquier cosa, gente apretujándose para subir a los colectivos. La vida daba vueltas y él metido en un callejón cuyo final no podía vislumbrar.
Llegó a la casita de Ventura Bosch. Mercedes lo hizo entrar toda compungida:¿Qué te pasó? Estas a la miseria... andá a pegarte un baño. Le narró parte de lo sucedido: Si tu madre llega a enterarse le va a dar un patatús, comentó la tía. Durmió hasta bien entrada la noche.
La mujer le pidió que no se quedara: Dejame sólo pasar la noche, tía, mañana me voy. Vieja cagona, la ofendió en silencio. Sabía que era injusto.
Los pocos que conocía estaban muertos; otros andaban ocultos y no podían dar la cara. Ignoraba, incluso, como retomar los vínculos. Desesperado, llamó a Darío al trabajo y le relató con medias frases parte de lo ocurrido
−Andá a verlo a Atilio, es un viejo amigo de la infancia –le sugirió el hermano–. No es trigo limpio pero tiene vinculaciones y te va a echar una mano. Por guita no te hagás problemas, hermanito. La gran joda es como lo va a tomar la vieja.
−Decime, ¿desde qué teléfono me estás llamando…? Ah, bueno. Anotá...
Se encontró por fin con Atilio. José Luis le resumió lo que había ocurrido:
–Tengo que rajar: ayudáme a salir del país –. le dijo mirándolo con preocupación.
–Ya sé, me lo contó Darío y lo leí en el diario. Che, ¡Qué desastre!
Se encontró por fin con Atilio. José Luis le resumió lo que había
ocurrido:
–Tengo que rajar: ayudáme a salir del país –. le dijo mirándolo con preocupación.
–Ya sé, me lo contó Darío y lo leí en el diario. Che, ¡Qué desastre! ¿Y vos como te piraste, pibe? – le preguntó relojeándolo.
–Inés y yo – es mi amiga, ¿sabés? – perdimos el colectivo: tomamos el siguiente y nos bajamos dos paradas antes. Por seguridad. Llegamos un poco tarde. Mientras caminábamos hacia el lugar escuchamos sirenas, tiros, un quilombo terrible. Cruzamos la calle y tomamos el primer colectivo que pasó por la parada. Más tarde vi el noticioso de la tele en un bar y me enteré que habían matado a todos.
Se quedó callado: tenía un sollozo a flor de ojos.
–¿Qué pasa con tus otros compañeros? ¿Cómo es que te dejaron en la estacada, eh? – José Luis no respondió.
−Para mí es un compromiso muy serio y peligroso, pibe – le dijo Atilio – Mañana te
contesto...
Al día siguiente Atilio le informó que le conseguiría documentos. Le pidió un par de fotos: Te vas en lancha vía Uruguay. Arreglaron la próxima cita y cada uno se fue por su lado. Un tiempo más a la deriva.
No tenía dónde dormir y no quería comprometer al hermano. Se hizo cortar el pelo y la barba. Continuó yirando discretamente por recovecos de Buenos Aires. Pasaba horas en los cines de Santa Fe y Lavalle tratando de no llamar la atención. Lo flanqueaban parejas tomadas de la mano; mujeres y hombres, tipos trajeados y empleaditos, muchachos y chicas con vaqueros ceñidos, sonriendo despreocupados. Él los contemplaba con ganas de quebrarse. Se sentía como una uva solitaria dentro del racimo. Andaba en la zona de los bancos; hombres y mujeres se le antojaban hormigas. Confundido dentro de la multitud se sentía protegido: era otro gregario de la manada.

Trató de recordar cuándo fue la última vez que durmió de un tirón, sin sobresaltarse por ruidos extraños, el gorjeo de un ave nocturna o los vientos que arrastraban hojas secas, el vómito belicoso de algún borracho despreocupado en la madrugada, las sirenas agoreras que cruzaban sus temores, aullidos de perros y gatos riñendo por la carroña junto al contenedor.
Cada sonido le evocaba peligros. El miedo le incordiaba, se le iba convirtiendo en un terror melancólico. Percibía la angustia como una cuña alojada en el estómago. La espera se le antojaba una agonía; como sentir las discretas zancadas de la muerte. Un par de días después volvió a encontrarse con Atilio. Éste lo invitó a comer en el pequeño restorán de la calle Maipú cerca de Corrientes, al lado de la parada del colectivo 10.
–Esta noche te pasan a la otra orilla – le dijo –. Hacéme caso, pibe, si no rajás te boletean. Posta. Los que están muertos chau, pelito pa’la vieja, pero vos todavía podés tomártelas. No hablés de esto con nadies. En esta vida no hay amigos, ni minas, ni un corno. Te voy a dar una mano pero cerrá el buche. Voy a pedirle a Darío que te lleve esta noche a la estación de servicio de YPF, la que está apenas salís de Campana. A las once y media. Traé algo de ropa y toda la guita que puedas juntar... y no vayas a batirle nada a nadies, ¿entendistes? Vos no le hablés a tu hermano por teléfono. Yo te arreglo el fato. Y no te preocupés, pibe, vos hoy te pirás.
José Luis se fue caminando. Estaba más tranquilo. Y se asombró de la actitud solidaria de un “desclasado” (como los llaman algunos cumpas). No quería morir y desaparecer como un N.N.
El hermano lo llevó esa noche hasta Campana. Mientras se abrazaban, le dijo, lacónico: Decile a la vieja que la quiero mucho, que lamento no despedirme de ella. Nos veremos, Darío. Se acongojó.

La lancha tajeaba el fuerte oleaje del río y un viento obcecado mecía con furia la embarcación, amenazando tumbarla en la negrura y hundirla sobre el limo del fondo. José Luis tiritaba; el frío penetraba a través del abrigo. Se puso sentimental; recordó a Inés y se entristeció. Cerró los ojos; evocó a los cinco cumpas baleados sin compasión. Le pareció escuchar los disparos y supuso el repentino sobresalto –último, final – de los amigos abatidos por la patota. Imaginó como fueron sus últimos momentos.
Quedó deprimido; contemplaba las tinieblas mientras escuchaba el monótono pistoneo del motor de la lancha. Eran cerca de las cinco. La madrugada era fría y oscura. Iban a dejarlo en la costa uruguaya, en un pequeño muelle entre Nueva Palmira y Carmelo. Un amigo de Atilio vendría a buscarlo.
Le avisaron que ya estaban cerca de la orilla. El lanchero desactivó el motor, la embarcación se deslizó con el impulso de la corriente hasta el muelle de tablas podridas y bulones oxidados. Lo ayudaron a bajar.
Ahí estaba esperándolo el personaje que le había descripto Atilio. Bajo y fornido, cabello blanco recortado con prolijidad, ojos escrutadores, algo metálicos e impasibles. A unos quinientos metros del muelle lo aguardaba otro tipo con un Valiant. Sintió alivio. Se acercaron al auto. El conductor, con cara de pájaro y ojos saltones, lo puso en marcha dirigiéndose a una pequeña localidad alejada de la costa. No querían llamar la atención. Poco tránsito en la carretera; sólo algunos transportes de ganado que exhalaban un olor pestilente. El cara de pájaro manejaba callado; parecía conocer la zona.
–Escuchame, pibe – le explicó el hombre bajo y apático
mientras viajaban –, este favor te lo hizo un gran amigazo. ¡No sabés que flor de favor te hizo! En este tiempo la mano está muy dura, botija. No se trata de la yuta... son los milicos, y con los milicos no hay jodas, ¿sabés? Pero Atilio es un maestro de lo grandes. Él sabe que no voy a hacer doblete, ¡para nadies, botija, para nadies más! Bueno, te esplico el fato en dos palabras. Acá tené el pasaporte: vos viajás a Caracas hoy a la do de la tarde en el vuelo 734 de Pluna. Después hacés la combinación a Madrid. Vení, vamo a lastrar algo y de mientra te esplico como tené que hacerte el gil en Carrasco, con quien chamuyás. Y ojo con los ortiva, ¿stamos pibe? –. La voz del tipo era como un susurro áspero y decidido.
Mojaba las medialunas en el café con leche. El de los ojos saltones había pedido una grapa doble, el de pelo blanco, un guindado. Ojeroso, exhausto, José Luis comía en silencio. Terminó el desayuno. El de pelo blanco prendió un cigarrillo, pagó y dejó unas monedas. Se
levantaron y salieron. Antes de abrir la puerta el flaco cara de pájaro les dijo: “Salgan, yo voy al baño... me estoy meando”. El otro lo miró con fastidio. Entreabrió la puerta, dejó pasar al muchacho y él lo siguió...

La descarga es como una serie de truenos cortos y repetidos: ¡ta ta ta ta ta! Los dos cuerpos, ensangrentados, caen como muñecos... Reflejan sorpresa en la cara, tristeza en los ojos abiertos, los brazos encogidos... como una instintiva e inútil defensa ante la muerte.
El cigarrillo, inmutable, lacónico, continúa humeando entre los dedos del hombre de los cabellos blancos… El cara de pájaro, detrás de la ventana del boliche, se muerde el labio y exhala un suspiro repelente de Judas Iscariote. Repelente y contumaz ■





Por la causa (2)

En memoria de Susana Buconic,
compañera de cárcel y exilio



«vuelve a sentir en la sangre aquel
vértigo de promesas que un día no muy lejano
la vida les susurró a todos
ellos, y que ya no se iban a cumplir.»
Juan Marsé


Estaba agotada por tantas vigilias nocturnas. A pesar de su promesa, Ignacio había salido a la caída de la tarde y no regresó. Le dio un beso de compromiso y ella lo miró con bronca. Otra noche de vigilia y miedo, pensó.
Aquella vez, sin saber por qué, echó una mirada a los estantes de libros y su vista se posó en uno de Jauretche que él le había regalado. Lo miró con enfado, resentida. Espiaba la calle desierta entre los visillos. Encendió un cigarrillo, y mientras las volutas se aplastaban sumisas contra el vidrio del cerramiento, advirtió desde la ventana el trajinar nervioso y callado de los hombres con metralletas. O era una increíble casualidad o venían por ellos...
No dudó. De alguna manera, y a pesar del miedo, se había preparado para esa circunstancia. “Qué suerte que Ignacio se fue a tiempo... Qué suerte que no me fui a dormir”, farfulló. Se puso la peluca rubia, vistió el abrigo, agarró la cartera con los documentos y el dinero. Presta, con los zapatos en la mano bajó por la escalera desde el séptimo piso hasta el segundo y pasó por la puerta de hierro que comunicaba con el estacionamiento. Descendió hasta el entrepiso y se metió en el Renault Dolphine. Allí se quedó acurrucada, quieta, sin fumar a pesar del deseo acuciante. Escuchó los disparos y alaridos de la patota armada que, de seguro, estaba destrozando la puerta de la vivienda. Después, un silencio de campo santo. El tiempo le pareció estanco y ella, inmóvil, horadaba la oscuridad. Por momentos tiritaba...
Muy temprano, algunos pocos vecinos madrugadores entraron en el estacionamiento y salieron con sus autos. Al rato, otro inquilino se sentó en el coche. Ella puso en marcha el Renault y lo siguió: los pararon en la esquina exigiéndoles que se identificaran. Examinaron el documento a nombre de María del Carmen Sanguinetti: “Soy hija del cónsul del Uruguay”, adujo con todo el aplomo que pudo exhibir. Le dieron vía libre, sin mirarla. Inquieta, dobló en la esquina de Anchorena y sin entender el porqué estacionó a las pocas cuadras.
Fue caminando con lentitud, el corazón atrapado por el miedo. Atrás quedaron los gritos, los estampidos, los autos de la patota, y la muerte... Su muerte. Hubiese preferido echarse a volar. Eran las cinco de la mañana.
Anduvo confundida, sin posibilidad de pensar o tomar alguna decisión. Las calles vacías; por allí algún grito solitario quebrando el silencio. Subió a un taxi. Temblaba y no podía sostener el cigarrillo. Bajó en Recoleta. Podría viajar a Córdoba, a la casa de la tía Noemí, se le ocurrió mientras le pagaba al tachero.
Debía esperar algunas horas. La madrugada era fría y húmeda, cerrada por una niebla fastidiosa. Entró a un bar donde algunos pocos idiotas reían sin motivo; tal vez el alcohol, o algo más. Luces – como disparos de focos – se alternaban perforando la bruma opaca que confundía la visión de los conductores. Mientras, el miedo y la soledad le infundían coraje. Amaba a la vida más que a ninguna otra cosa. Escuchaba resonar sus tacos en la menguada penumbra, como acompañando los restallantes latidos de su corazón estragado por el temor y la incertidumbre.

Ni una nota. Ningún mensaje o señal. Prefirió darlo por muerto, considerarlo desaparecido. No tenía indicios de que aún estaba vivo. Pese al terrible riesgo telefoneó a viejos conocidos, preguntó, tomó contacto con la tía, con familiares de presos y desaparecidos, mandó mensajes a compañeros exiliados en Perú, Méjico, España, incluso un telegrama en clave a Antoine en Marsella: era una cuestión de compañerismo. Ninguno de los cumpas conocía la casa, ningún amigo o familiar. Ni siquiera los padres. Era el secreto que sólo había compartido con Ignacio. Aun viviendo en el horror, un detalle tan nimio le daba una pizca de certeza. Sólo pudieron llegar hasta la casa a través de una rastrillada. Una mentira complaciente...
Sabía que se estaba engañando. Como un rayo fugaz que penetraba su temor, comenzó a intuir otra posibilidad. Se le ocurrió una estupidez: llamar a la casa de la madre de Ignacio desde un teléfono público. Marcó el número. Sonó seis o siete veces y escuchó el seco hola de esa voz tan conocida. Comprendió la verdad; tiritaba conteniendo apenas el sollozo. Era hora de huir, irse del país. Sólo habían transcurrido tres días y tres noches. Para ella, una eternidad. La casa de la antigua condiscípula le pareció una ratonera.

Sacó el pasaje en la Chevalier disponiéndose a viajar a Villa María: Noemí iría a esperarla. El ómnibus se puso en marcha internándose en las cerradas sombras de la ruta ocho. Estaba agotada por el estrés, el miedo y la incertidumbre.
Cerró los ojos, pero no pudo dormirse. Fue recordando, una tras otra, las detenciones, las caídas, las delaciones, los compañeros asesinados durante los últimos meses. Y comenzó a enhebrar, con el sutil hilo de la memoria, cada uno de los hechos hasta cerrar el collar. Botón hijo de puta. Es como si la felonía les descubriera a estos gusanos su verdadera vocación – pensó con rabia –, les extrae la auténtica personalidad. La vida de un tipo como Ignacio cobra sentido con la traición – discurrió luego –. El pasado le habrá resultado una pesadilla, una desesperada búsqueda de su verdadero yo. Ya lo encontró...
No supo si era el despecho, la cólera, pero los recuerdos se ensamblaban, tenían coherencia, todo coincidía. Entonces la angustia la desplomó en el llanto contenido.
Lágrimas furtivas cayeron sobre el libro de Jauretche que sacó de la cartera, mientras lo iba desgajando... hasta las últimas hojas. Venganza pueril. Se quedó dormida. A la madrugada arribó a Villa María. La tía Noemí la abrazó y se dirigieron a la casita que tenía en las afueras de la ciudad.

A la semana siguiente se integró a un grupo turístico que partiría de Córdoba hacia las Cataratas del Iguazú. Uno de los viajeros se le había pegado. Le contó la historia de su vida, el divorcio, las hijas pequeñas que vivían con la madre. Ausente, no le prestaba atención.
El avión planeó en la pista de aterrizaje. Trató de despegarse del tipo, buen mozo, cabello gris y simpático. Él le dijo que iba a recoger la maleta y ella aprovechó para subir a un taxi y viajar a la frontera paraguaya. A pesar del miedo se sentía casi feliz.
Se había documentado: Cerca de las cataratas se encuentran la ciudad argentina Puerto Iguazú y la brasileña de Foz do Iguaçú, comunicadas por el puente Tancredo Neves. Hasta éste llegaba la ruta 12 que conduce a Foz do Iguaçu y a Ciudad del Este (Paraguay). Aún no había decidido si se iría a Paraguay o al Brasil. Como primer paso se dispuso a cruzar la frontera. Le pagó al taxista, tomó su bolso y se dirigió a pie al control fronterizo. Allí anclaría la pesadilla
Dos tipos de civil estaban parados detrás de la casilla de control de pasaportes. Acercándose le dijeron: Acompáñenos señorita, es una cuestión de rutina,. La tomaron de los brazos y la metieron en el auto sin chapa que se perdió en medio de la polvareda.
Sólo polvareda. Como si jamás hubiese existido ■





























Andrés Aldao. (Buenos Aires, 1929), vive exiliado en Israel desde 1975. Militante de izquierda, estuvo preso durante un año en Devoto y Resistencia. En 1996 comenzó a escribir cuentos y relatos en los que, de un modo u otro, revive experiencias de su vida. Fuera de su país de exilio es conocido por un reducido grupo de escritores y poetas. Aldao ha pagado con el obvio ostracismo el vivir fuera de su país, y de su ciudad cuna, a la que ha dedicado muchas de sus páginas.

Ha publicado los siguientes libros de cuentos y relatos: Cuentos desde Lejos (1998); Al Servicio de la Vida (1999, cuatro ediciones, fue traducido al hebreo); Ensayitos y Sarcasmos en compás de 2X4 (2001); Calles Empolvadas de Recuerdos (2002); A + B Memoria Cotidiana (2004, en conjunto con Ernesto Bavio); Aventuras y Desventuras de Ale Aspis (novela, 2006 − tercera edición: julio 2007).

Edita la revista virtual Artesanías Literarias desde 2003
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Editado por: ARTESANÍAS LITERARIAS

septiembre − 2007

4 comentarios:

alicia-susana-gomez-bruzzone.blogspot.com dijo...

Testimonio social desde la mirada "Aldao". Todas tus letras son rebeldes, revolucionarias, directas y sin vueltas. Escritos para el pueblo. Porque, lo popular no es menos artístico que lo "culturoso". Son una posición tomada desde la sabiduría. Para llegar más hondo. Molestar al poder. Para tomar conciencia que resistir no es suficiente. Que hay que avivar el fuego de la acción. Y nunca olvidar.
¡Un cariño enorme aderezado con una sonrisa bajo un emblema que desvele al poderoso!
ali

Anónimo dijo...

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Anónimo dijo...

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Anónimo dijo...

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