09 septiembre 2007

¿CAMBIO DE LEYES SOBRE NATALIDAD EN CHINA?

Carlos Benítez Villodres
Málaga (España)



El propio Zhang Weiqing, ministro chino de Población Nacional y de la Comisión de Planificación Familiar, declaró en su día, con jactancia y sarcasmo, que las restrictivas políticas antinatalistas de los últimos Gobiernos chinos, incluido el suyo, lograron para la ciudadanía de este país un nivel económico más elevado, un bienestar social bastante aceptable, un avance sumamente significativo en todas las actividades humanas… Ello es debido a los 650 millones de nacimientos, según fuentes occidentales, que no llegaron a producirse en los últimos 30 años (400 millones, según el ministro). “El objetivo de asegurar al pueblo chino una vida relativamente confortable, manifestó Zhang Weiqing, no hubiera sido posible si tuviéramos hoy 400 millones de personas más”.
Esta práctica ya está prohibida (?), pero se espera que las nuevas reglas establezcan sanciones específicas tanto para padres como para doctores.
Actualmente el gobierno chino prepara un proyecto de ley (?) para hacer frente al creciente desequilibrio de género causado por el aborto generalizado de fetos de sexo femenino. Obviamente los actuales regidores chinos no admiten lo de los crímenes generalizados de bebés de sexo femenino. ¡Cómo lo van a admitir!
La Asociación de Planificación Familiar de China anunció que la magnitud del desequilibrio es tal que una ciudad hay 20 niños por cada 5 niñas.
Los expertos temen que el fenómeno podría tener consecuencias sociales impredecibles. Algunos creen que con millones de hombres que no logran encontrar una esposa, podría haber riesgos de un incremento en la conducta violenta y antisocial, incluso una revolución del pueblo chino contra sus máximos dirigentes. Recientemente se anunció que la ciudad de Lianyugang, en el este del país, tiene un importante desequilibrio. Entre la población menor de cuatro años hay 564 niños por cada 100 niñas.
Zhang Weiqing dice, ahora, que podrían pasar 15 años para que el desequilibrio de género en el país se resuelva. Si continúan las tendencias actuales, podría haber más de 30 millones de hombres en edad de casarse pero sin pareja para el año 2020. Weiqing, ministro de Hu Jintao, presidente de la República Popular de China, reconoció que el desequilibrio está relacionado con la política china de tener sólo un hijo, pero negó que esa sea la razón principal.
Con toda su desvergüenza y palabrería, Zhang dijo que el problema está vinculado, además, a la visión tradicional de China que favorece a los varones. “Hay muchas razones para este desequilibrio de género y la primera es la existencia por miles de años de una tradición profundamente arraigada en que los hombres valen más que las mujeres”.
En 2005, 418 niños nacieron por cada 100 niñas. China es la nación más poblada en el mundo, con más de 1,3 billones de habitantes. Zhang señaló que el gobierno podría tomar algunas medidas para elevar la situación de las mujeres en la sociedad y proteger a las niñas. Según Hu Jintao, el grave problema se está resolviendo. Un problema ocasionado por las políticas antinatalistas de los mandatarios chinos, causas que Hu Jintao no reconoce, ya que éstas son generadas por el terrorismo de Estado practicado por distintos Gobiernos chinos, incluso por el suyo.
Escoger el sexo del bebé se ha vuelto una práctica común, a medida que los futuros padres en las ciudades -quienes enfrentan multas financieras y estigma social si tienen más de un hijo- frecuentemente optan por el aborto, coaccionados por las leyes, cuando la prueba demuestra que será niña.
Asimismo, se pretende acabar con las pruebas ilegales para elegir el género del bebé y los abortos de fetos femeninos, los cuales serán castigados severamente por el gobierno (?).
Por otra parte, un diario británico desveló que el Reino Unido importa productos de belleza chinos fabricados con la piel de prisioneros ejecutados, de asesinatos de bebés de sexo femenino, de embriones obligatoriamente abortados… Es decir, estas políticas antinatalistas, aprobadas y apoyadas por la ONU, de los distintos gobiernos chinos tienen sus raíces en asesinatos de bebés, incluidos los abortos, las esterilizaciones forzosas y permanentes y las multas a las familias que superan la cuota de un solo hijo generalmente varón.
Estas actividades contaron, no obstante, con el visto bueno del Fondo de Población de las Naciones Unidas, como ya he referido, el cual participó en el programa de control de la natalidad chino. Este hecho llevó al Gobierno de Estados Unidos, bajo la actual Administración Bush, a recortar sustancialmente sus aportaciones al Fondo.
Junto a estos asesinatos masivos, China tiene el “honor” de ser el país que aplica a más personas la pena de muerte. El año pasado, según Amnistía Internacional, fueron ejecutados en el país 3.400 prisioneros.
De nuevo asoma aquí una mentalidad utilitarista. Hace unos meses, varios grupos de derechos humanos denunciaron que las autoridades chinas están utilizando los órganos de las personas ejecutadas para trasplantes dentro y fuera de China.
En un sinnúmero de ocasiones se ha acusado también a China de utilizar la piel de estos cuerpos (piel de bebés asesinados, de fetos abortados y de prisioneros ejecutados en China) para el negocio a nivel mundial de cosméticos.
Esta última acusación parece estar confirmándose en el Reino Unido, donde una compañía china, cuyo nombre no ha sido desvelado, está siendo investigada por utilizar en sus productos la piel de prisioneros ejecutados, embriones abortados… Se trata de un colágeno para aumentar el volumen de los labios y para tratamientos antiarrugas.
Según el diario “The Guardian”, un representante de la empresa afirma que ésta es una práctica “tradicional”. “En China es una práctica muy normal y me ha sorprendido que se haga un escándalo de esto en Occidente”.
Para la investigación y desarrollo de nuevos productos, el representante de la compañía reconoce que se utiliza “material sobrante” de las empresas de biotecnología radicadas en la provincia de Heilongjiang. Se trata, fundamentalmente, de cadáveres de embriones procedentes de abortos. ¿Nada más?
Ésta ha sido también una de las denuncias más reiteradas por parte de los grupos pro vida, y no se refieren únicamente a China, sino también a otros países de Asia y África.
Por lo tanto, lo que investiga el Reino Unido es si, efectivamente, los productos de la compañía china contienen restos de embriones, de prisioneros ejecutados, de personas asesinadas en especial niñas… Además de una preocupación de tipo ético, existiría, en este caso, un considerable riesgo para la salud.
Así se encuentran los temas de los fetos de sexo femenino y de la natalidad de niñas, de la pena de muerte y del tráfico de personas y de órganos humanos… en la República Popular de China. Si no se resuelven, con presteza, estos gravísimos problemas sociales, una revolución popular contra el Gobierno actual y su posterior derrocamiento se palpa en China.

Carlos Benítez Villodres
Escritor, poeta, periodista, crítico literario
Málaga (España)

Parque de la memoria

Por José Pablo Feinmann


Es un parque. Un espacio que se recorta en el espacio y recupera en esa interioridad un sentido. Lo recupera porque ese sentido suele extraviarse, perderse en las zonas protectoras del olvido. Es un parque contra el olvido. Una sociedad vacila –siempre– entre la memoria y el olvido. Sobre todo si el terror la hirió y de esa herida quiere salir. Del terror que nos reclama desde el pasado se sale mal y se sale bien. Mal, cuando la sociedad elige olvidar, hundir en algún recoveco de la conciencia todo cuanto reniega, eso de lo que no quiere hacerse cargo. Lo que se olvida pasa a segundo o a tercer término. O no tiene término: cae en un socavón oscuro que, algunos suelen llamar inconsciente colectivo. El olvido es –sin embargo– persistente. Todo lo negado persiste en la conciencia, persevera. Lo negado engendra peste. Una patología devastadora que enferma a los pueblos. Hay una frase que se utiliza en estos casos y dice que los pueblos que olvidan su pasado están condenados a repetirlo. La frase exige a los pueblos recordar lo malo para no sufrirlo otra vez. Es una frase-advertencia. Pero los pueblos no creen en las advertencias. Las advertencias advierten sobre el futuro y los pueblos –que son las personas, cada uno de los desvalidos seres que habitan este cascote que llamamos “mundo”– quieren habitar el presente, dado que el pasado quieren olvidarlo y el futuro los asusta. Nada más cómodo que olvidar. Hagamos una prueba. Usted, que lee estas líneas, no sabe aún de qué tratan. Supongamos que ahora, sin aviso ni preparación previa, yo le arrojo una cita de un libro de Pilar Calveiro: “Muchos militantes murieron por efecto de la ‘pastilla’. Sin embargo, ya en 1977, el personal de algunos campos sabía cómo neutralizar el efecto del cianuro y podía revivir a una persona ‘empastillada’. Obviamente pasaba del médico al torturador; sacar a alguien del envenenamiento ya había insumido un tiempo importante, por lo que la tortura se ‘debía’ aplicar de inmediato e intensivamente para obtener información” (Pilar Calveiro, Política y violencia. Una aproximación a la guerrilla de los años ’70, Norma, Buenos Aires, 2006, p. 181). Algunos dirán: yo no quería saber esto. Otros: si leo este diario me lo tengo que bancar. Otros: yo no leo más, bastante tengo con mis problemas de hoy. Aun el mejor intencionado, el más abierto a los temas de los derechos humanos sentirá un horror inocultable: ¿no bastaba con tomar “la pastilla” para salvarse del horror de la tortura? No. La búsqueda de información (a la que, recuperando la instrumentalidad, la racionalidad del terror nazi, se llamó acción “de inteligencia”) bloqueó esa salida al militante (armado o no, clandestino o de superficie) que buscara ese último refugio: morir. Hubo médicos que estudiaron cómo limpiar a los “empastillados”. Porque para esa tarea se necesita a un médico. Un médico certero, eficaz. Que no estudió para eso pero que ahora pone ese saber al servicio de la búsqueda de información. “Tráiganlo, póngalo ahí, lo limpio y se los entrego.” Acaso con cierto alivio habíamos pensado que para muchos la pastilla entregó la posibilidad de eludir el tormento. Tal vez usted, que lee este horror desatinado que me permito arrojarle, tenía un amigo y le dijeron que había tomado la pastilla. Ahora no sabe si el saber del terror planificado e instrumental lo limpió y lo entregó a los torturadores. Seguramente no tolera imaginar (porque es inimaginable) el padecimiento de un ser que despierta y descubre que no, que no murió, que su pastilla fue conjurada y que le espera todavía lo peor.
Así murieron muchos. Y tenemos la obligación de recordar ese horror. No porque si lo recordamos no volverá a repetirse sino porque recordarlo es aún nuestra posibilidad de habitar sanamente en este país y hasta en este mundo. Una moral es posible: la de no olvidar el horror y la de pensarlo sin claudicaciones. El Estado argentino llegó a los extremos de la abyección para pelear una “guerra” que consideró parte de otra: la de Occidente contra el comunismo, la “Guerra Fría”. Esa guerra fue “fría” entre las potencias que encarnaban cada uno de los dos bloques. Pero fue caliente en los países del Tercer Mundo: en Vietnam y en América latina. Aquí, en el patio trasero del Imperio, había que aniquilar cualquier foco de resistencia. Otra Cuba, jamás. De este modo, “ni el socialismo democrático de Allende, ni un peronismo de raíz nacional-popular con influencia de sectores radicalizados, ni la alianza política de la izquierda uruguaya con fuerte presencia del comunismo, a pesar de sus diferencias ostensibles, resultaban ‘tolerables’ para un proyecto de apertura y penetración profunda de las economías, las sociedades y los sistemas políticos que no admitía freno ni contraparte” (ibid., p. 189). Ese “peronismo de raíz nacional-popular con influencia de sectores radicalizados” (que se identificaban también como peronistas o como trotskistas) fue el masacrado en los campos de la dictadura. Su suerte ha sido tan turbia que –además de morir tan malamente– todavía es cuestionado por una izquierda “anti-populista” o “social-demócrata” que jamás inquietó al Estado desaparecedor y que pudo permanecer casi intocada. Algunos demoran demasiado en entender la explosividad que esa mezcla de marxismo, populismo, nacionalismo hegeliano, “negrada peronista” y hasta ese líder, Perón, que siempre se le atragantó a los Estados Unidos (hiciera o no “buena letra”) representaba para los sectores dominantes de la Argentina y para el Imperio transnacional, el que dio la orden para la matanza por medio de su más eficiente y vigoroso criminal de guerra, Henry Kissinger: “Mátenlos, pero que sea antes de Navidad”.
Ahora camino por el Parque de la Memoria junto a Marcelo Brodsky, que empuja el proyecto desde la Asociación Civil Buena Memoria. Es la mañana de un sábado y el río perdió la línea del horizonte porque una niebla intempestiva lo sofoca. Raro, pensamos. Cuando salimos desde el centro de la ciudad hacia la costa del Río de la Plata el sol nos sorprendió y hasta nos dijimos que al fin aflojaba este invierno duro. Aquí, en la costa, no. Está húmedo y el río se ve gris y la niebla semeja –lo sé: es una metáfora previsible, pero no la puedo evitar porque así ocurrió, porque la realidad es, a veces, evidente, lineal pero siempre temible pues revela lo oculto por ausencia o por presencia excesiva– un sudario, una mortaja: ahí los tiraron, algunos ya estaban muertos; otros, demasiados, no. El Parque de la Memoria exhibe, para quienes entren en él, para quienes quieran recordar, el Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado. Son unos muros largos con nombres, nombres, tantos nombres como infinito fue el terror. Uno no puede evitar estremecerse por las edades de las víctimas: veinte años, dieciséis, veinticinco, dieciocho, veintitrés, catorce. Hay, también, “veteranos”, “hombres de edad”: treinta y dos años, veintinueve, treinta y uno, treinta y tres. Los torturaron, los mataron y los tiraron a ese río en que el monumento desemboca con una coherencia escalofriante: cuando terminamos de leer los nombres (que están ordenados por años: los desaparecidos en el setenta y cinco, en el setenta y seis, en el setenta y siete y así hasta el ochenta y tres) estamos, nosotros, frente al río.
Alguien se acerca a Marcelo. No sé quién es. Juro que no lo conozco, pero pareciera pertenecer a los que han participado en el proyecto. O no: por lo que pregunta, digo. Porque su pregunta dice: “No sabía que iban a estar también los nombres de los muertos en combate”. Marcelo no duda: “Por supuesto”, dice. Marcelo tiene un hermano desaparecido. No “en combate”, pero sí “desaparecido”. Como todos. Porque todos están desaparecidos. Porque no hay desaparecidos buenos y desaparecidos malos. No hay desaparecidos “inocentes” y desaparecidos “culpables”. El monumento no es para los que desaparecieron aunque “no tenían nada que ver”. O sólo eran “inocentes perejiles”. El Monumento es para las Víctimas del Terrorismo de Estado. Es, también (seamos rotundamente claros), para Roberto Santucho, que organizó el nefasto ataque a Monte Chingolo y le hizo más fácil todavía el golpe a Videla además de llevar a la muerte a demasiados militantes que creyeron en su delirante propuesta: organizar el ataque guerrillero más importante desde el asalto al Moncada. Ni yo ni Pilar Calveiro, por ejemplo, tenemos la menor simpatía por Santucho. Hemos tenido enormes y agrias diferencias con los que eligieron los fierros en lugar de la política. Con los que se apartaron para siempre de todo proyecto popular a partir del asesinato alevoso y no confesado de José Rucci. Escribí un largo ensayo contra la violencia y los violentos, los que se escindieron de las bases, los que se sustantivaron en una estrategia ciega y militarista que se extravió a sí misma reproduciendo en su interior el orden militar al que creían oponerse. Pero aquí, hoy, todos, ellos y los otros (insisto: todos) son mis compañeros y los de Marcelo. Porque ninguno merecía morir como murió. Ninguno merecía la muerte por desaparición. Ninguno merecía no ser entregado a sus familiares para que, al menos, pudieran velarlo y enterrarlo como se vela y se entierra a un hijo o a un hermano o a un amigo. No importa el número de muertos que provocó la guerrilla. La derecha de este país se empeña en subir esa cifra como si eso pudiera “empatar” la cuestión. Como si eso pudiera consagrar la teoría que postula la existencia de “dos demonios”: la guerrilla y el poder militar. ¿Quién sabe cuántos murieron en enfrentamientos si los enfrentamientos se fraguaban? ¿Qué “guerra” es la que origina seiscientos u ochocientos muertos de un lado y treinta mil del otro? (“Dos mil de los cuales eran judíos”, como me dicen los dirigentes de la AMIA, que también tendrá su monumento a las víctimas del atentado terrorista que sufrió a manos de un “autor intelectual” que ellos conocen bien y de cómplices de adentro que también conocen y son los mismos que ejercieron el terrorismo de Estado que fue, además, rabiosamente antisemita. Me lo dicen un día viernes mientras, invitado, almuerzo con ellos. “La mayoría de esos jóvenes judíos postulaban que el Estado de Israel es la cuña del imperialismo en Medio Oriente”, les digo con deliberada aspereza. “No importa”, me responden, “eran judíos”.) Pero hay algo que diferencia de modo definitivo a los muertos del Estado terrorista y a los muertos de la militancia de la izquierda peronista, obreros, profesionales, universitarios, guerrilleros, perejiles y familiares, amigos o “tímidos”. Los de un lado (el Estado y el Ejército que impuso el plan neoliberal de Martínez de Hoz o Walter Klein, los socios civiles, abundantes, del terror) pudieron tener a los suyos y velarlos y sepultarlos. Los otros, no. Las víctimas del Estado desaparecedor no están. Se esfumaron, como dijo claramente Videla. Para que nadie los olvide se hace este Parque de la Memoria. Es una herida en la ciudad, un gesto testimonial, valiente, que habrá que cuidar de la injuria de las hienas y visitar asiduamente para estar ahí, cerca de ellos, inocentes todos, porque el que muere sin justicia, sin defensa, sin ley, con su cuerpo escamoteado al amor postrero de los suyos, es inocente, estemos o no de acuerdo con lo que hizo cuando vivía, aunque discutamos hasta el final de nuestras vidas qué estuvo bien, qué estuvo mal. Porque muchos errores sin duda se cometieron para que todo terminara tan mal. Pero esa generación creyó que podía cambiar el mundo, hacerlo mejor, tener ideales y jugarse por ellos. Pocos, hoy, creen en esas enmohecidas vehemencias del pasado.