09 junio 2007

Una cumbre con sabor agridulce

ES probable que se deba a una exageración de las expectativas con las que se anuncian, pero el caso es que cumbres como la del G-8 que terminó ayer, están convirtiéndose en una escenificación cansina de la incapacidad de los principales líderes mundiales para tomar las decisiones relevantes que el mundo necesita. Naturalmente, que se reúnan los presidentes de los países más poderosos no significa que automáticamente se tengan que poner de acuerdo en todo, pero sería más edificante presentar mejores resultados, auténticos esfuerzos para buscar las soluciones a los grandes problemas que, cuando terminan el boato y el oropel de la cumbre, siguen pesando sobre el planeta.
En la mayor parte de las cuestiones que se revisaban en la cita de Heiligendamm, sólo la habilidad de la canciller Angela Merkel logró que se pueda hablar de ciertos avances, al menos parciales, como en la lucha contra el cambio climático, aplazada, sin embargo, para ser sometida al discutible paraguas de la ONU. En otros asuntos, como la polémica sobre el sistema antimisiles y la sorprendente propuesta de Vladimir Putin para instalarlo en Azerbaiyán, la utilidad de esta cumbre ha sido más que relativa, teniendo en cuenta que muy pronto el presidente ruso va a visitar oficialmente Estados Unidos, donde se podrán apreciar más adecuadamente los logros de esta reunión. En cuanto a la crisis de Kosovo, sencillamente la cumbre no ha servido para nada.
Desde el nacimiento de este grupo, hace ya más de veinte años, la sigla del G-8 ha servido para identificar lo que en los últimos tiempos ha pasado a ser el «politburó» de la globalización. Hace ya bastante que esta globalización ha superado con estrépito la idea fundacional del G-8: en estos momentos, en la cumbre ni son todos los que están ni están todos los que son. Para colmo, lo único seguro es que la situación seguirá cambiando, y cada vez con más velocidad. Por poner un ejemplo, ¿quién puede pensar ahora en sentarse a hablar sobre el futuro de la economía mundial con Italia, pero sin tener en cuenta a China o la India?
Al final, los únicos que parecen estar en su salsa son los radicales «globalifóbicos», promotores de una especie de internacional itinerante que persigue implacable las reuniones de los dirigentes mundiales para tratar de aguarles la fiesta a base de manifestaciones y abucheos.

La quimera de ABC

Nadie niega el valor de la discrepancia civilizada, que siempre es semilla de discusiones fructíferas, pero es muy probable que si no existiera esta presión callejera, tal vez las reuniones de los dirigentes mundiales podrían ser más normales y estar dedicadas a la búsqueda de soluciones para el mundo.

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