27 mayo 2007

Para nostálgicos: "Mi padre, el camarada Carlos"

Una generación marxista se educó con los libros comprados en la Editorial Problemas, que a mis 15 años estaba situada en la calle Sarmiento al 1700 de Buenos Aires. Conocí a Carlos Dujovne en la casa de Juan José Real luego del famoso XX Congreso del PCUS (1956).Ya entonces era todo nostalgias y recuerdos. Decepcionado, vivía la etapa del "raconto" de su vida. Dujovne era un hombre inteligente pero nada brillante. Mi impresión, luego de conversar largamente con él, fue que cumplía y baja directivas. Y allí se quedó... Como tantos otros. (A.A.)

La autora cuenta la génesis de su nuevo libro, El camarada Carlos. Itinerario de un enviado secreto (Aguilar). La escritora investigó en los archivos de la Internacional Comunista de Moscú, para escribir la biografía de su padre

En noviembre de 2005 me hallé en el bar de un hotel de San Petersburgo, junto a los profesores Lazar y Victor Jeifets, autores del diccionario biográfico La Internacional Comunista en América Latina que contenía datos sobre mi padre, Carlos Dujovne. Acababan de traer a la mesa una jarra de buen tamaño, llena de un líquido incoloro que no resultó agua sino vodka. "Su padre fue un agente secreto", me repetían con marcada insistencia los dos historiadores. Vasitos después me animé a preguntarles: "¿Ustedes quieren decir... un espía?". "No -sonrieron con el típico ademán de espantarse una mosca-. Su padre no podía pertenecer al espionaje porque era un idealista, un puro. Queremos decir un enviado secreto o clandestino, destinado a la agitación sindical." Aunque la aclaración me serenó, decidí evitar en el subtítulo de este libro la palabra "agente", que se prestaba a confusiones, y me quedé con "enviado", que era precisamente la utilizada por Carlos en las raras ocasiones en que mentaba el tema.

Con respecto al título mismo, también, en cierto modo, me fue dictado. Cuando consulté a Olga Uliánova, la investigadora ruso-chilena de cierto episodio bastante desconocido que se llamó la República Socialista de Chile de 1932, sobre la participación de Carlos Dujovne en ese breve ensayo revolucionario, ella exclamó como ante el esclarecimiento de un misterio: "¡Ah! ¿Entonces el camarada Carlos, del que poseo documentos secretos, había sido su padre?".

Durante toda mi vida soñé con averiguar la verdad. Por "toda mi vida" deberá entenderse la parte en la que Carlos ya no estuvo presente. Sucede en las mejores familias, dejar morir al que pudo contar el cuento y preocuparse por reconstruirlo a posteriori . En dos de mis relatos de "autoficción ", El árbol de la gitana y Las perlas rojas, yo había esbozado su tumultuosa historia, a partir de la narración de mi madre, la escritora Alicia Ortiz, que la había obtenido de sus labios cuando al ex comunista todavía le quedaban ganas de hablar. Pero en septiembre de 2005, una beca del Ministerio de Relaciones Exteriores francés, llamada Mission Stendhal, reservada paraescritores franceses y absurdamente concedida a una escritora argentina medio francófona que deseaba rastrear la trayectoria familiar y aseguraba ser de origen, o de medio origen, judeo moldavo, me permitió subirme a un avioncito húngaro y aterrizar en Kishinev.

¿Por qué Kishinev? Buena pregunta. Mi padre, nacido en 1903 en las colonias entrerrianas del Barón de Hirsch, tenía una manera oscilante de identificar la cuna de los suyos. Movía la mano con gesto de "más o menos" y dudaba : "Bueno, eran de Besarabia, o de Moldavia, o de Rumania, o de Ucrania, o de Rusia". Y ante mi propio gesto interrogante, ése de origen italiano, agregaba: "Es que a todo el territorio se lo llamaba Besarabia, que a veces era rusa y a veces, rumana. Pero la ciudad cabecera siempre fue Kishinev". Necesité varios días en esa capital moldava para advertir mi error: Kurilovich, el pueblito natal de mis abuelos Sara y Samuel que, a fines del siglo XIX, viajaron a la Argentina para escapar de los pogroms , no quedaba en Moldavia sino en Ucrania, cerca de Moguilev-Podolski. Un ómnibus destartalado, atestado de gitanos que me miraban la cartera como si el cuero transparentara la beca francesa, me condujo entonces hasta el lindero entre los dos países.

Me acompañaba una joven intérprete moldava. La travesía nocturna del puente sobre el Dniéster, a pie y bajo la lluvia, quedará para siempre en la memoria de dos guardias fronterizos que se rascaron la cabeza al ver mi pasaporte, preguntando con aire de sospecha: "¿Qué es Mercosur?". Deduje que el pasaje no formaba parte del circuito habitual para turistas argentinos.

Ya en Moguilev nos esperaba Abraham Kaplan, director del diminuto y desgarrador Museo del Holocausto, que me mostró el mapa del gueto de la ciudad, donde él estuvo de chico y donde sus padres murieron junto con unos diecinueve mil judíos, en 1942.

Abraham Kaplan me llevó a Kurilovich. Por el camino me fue explicando el modo en que los alemanes fusilaron en masa a todos los judíos de esas lindas aldeas, en enero y agosto de ese año, comenzando por balear a los niños ante la vista de sus padres. ¿Cabía la posibilidad de que los parientes que mi padre había visitado en 1925, y de los que yo conservaba una foto donde todos aparecían agobiados por una vieja o premonitoria pesadumbre, se hubieran salvado? El señor Kaplan negó con la cabeza. Al salir de los plácidos bosques otoñales que sirven hasta hoy de tumba colectiva, apareció el pueblito, en cuya municipalidad me sacaron a relucir partidas de nacimiento y defunción de unos cuantos Dujovnes, fallecidos en condiciones que permitieran anotarlo en un libro. Pero lo que a mí me interesaba, aparte de los desaparecidos parientes, era la ruta del adiós: ver el lugar preciso por donde los míos se fueron de su tierra para siempre, inaugurando una modalidad desarraigada que en varios de sus descendientes aún perdura.

El paso por Kurilovich apenas fue un desvío, antes de mi visita a Moscú. En 1920, mi padre había formado parte del grupo fundador del Partido Comunista argentino. Y en 1923, confiado en que su primo, Ben Sión Dujovne, entonces presidente del Banco Central de Moscú, podría recibirlo en su casa, viajó a la URSS. Ochenta y dos años después, yo le seguía los pasos, dispuesta a sumergirme en los archivos de la Comintern, o Internacional Comunista, a la que el flamante doctor en diplomacia soviética, recibido en la Primera Universidad Estatal de Moscú, había pertenecido, por lo que yo sabía, a partir de 1928. Para desarrollar mis búsquedas contaba con un intérprete ruso, enorme, hosco y eternamente resfriado, y con el recuerdo del relato materno, cada uno de cuyos puntos se fue revelando verídico.

Los archivos de la Comintern quedan en la calle Bólchaia Dmítrovka. A partir de la apertura dispuesta por Boris Yeltsin, la condición de miembro de la familia del personaje buscado da derecho a consultarlos. Pero mentiría si dijera que los archivistas se deshicieron en sonrisas al aportarme la carpeta con el nombre de Carlos. En términos generales, la balalaika que siempre llevé en el corazón sufrió un rudo golpazo durante mi permanencia en Moscú.

La carpeta contenía, entre otras cosas, un juramento de guardar silencio acerca de todas las actividades y documentos que se le confiaran al abajo firmante, juramento escrito en cirílico y suscrito por el camarada en 1927; su designación como acompañante de Henri Barbusse, el autor de El fuego , a quien Carlos sirvió de intérprete ante Stalin; el célebre cuestionario autobiográfico que todo comunista debía llenar al asumir un cargo (método estaliniano utilizado para que los servicios de inteligencia recabaran, acerca de cada uno, la información suficiente para utilizarla en su contra); una opinión sobre mi padre, bastante atravesada, vertida en 1937 por la notoria soplona búlgara Stella Blagóeva, cuyas denuncias mandaron al sótano de la Lubianka a centenares de camaradas que terminaron con un balazo en la nuca (aviesa opinión expresada en el peor momento de las Purgas, dentro del proceso a otro pobre desdichado, fusilado poco después); y, para terminar, un sobre celeste donde un ganchito oxidado sostenía la foto desconocida de un Carlos veinteañero.

Sin dudarlo un instante y aprovechando una distracción del resfriado, me la metí en la cartera. ¿Qué podía importarles a los archivistas la imagen de un argentino muerto en 1973? Pero les importaba. "Me han llamado a armarme un escándalo", tartamudeó al día siguiente mi traductor, secándose la gota. Con la fotografía salvada en mi computadora, nada me costó devolver el tesoro, sin bajar la mirada ante los frenéticos defensores de una memoria tan suya como mía.

La carpeta amarillenta contenía otro dato: la dirección y el número de teléfono del departamento donde Ben Sión Dujovne había alojado al primo venido del Sur. Como el resfrío se le había transformado en gripe, cambié a mi enorme traductor por una pequeña rusita que sabía francés. Con ella emprendí la peregrinación a la morada familiar. El elegante edificio de Nikitzky Boulevard estaba en reparaciones. La rusita, animosa, me incitó a tomar un arruinado ascensor, buscando el departamento 119 mencionado en la carpeta. No estaba: el último era el 90. Yo no ignoraba que la policía había ido a arrestar al pariente de mi padre durante el Gran Terror, arrojando a la calle en pleno invierno a su mujer y a su hijo mientras el banquero comunista se enmohecía en la Lubianka. De allí a imaginar pisos condenados con polvorientos esqueletos, no había más que un paso.

Era el momento de enfrentar una segunda carpeta: la del primo Ben Sión. No la busqué en los archivos de la Internacional, sino del Banco de Estado. El día de la expedición cayó una impresionante nevada. Titubeábamos con la rusita en medio de la tormenta, cuando sufrí un ataque de risa que retrasó la marcha. "Es que era urgente -repetía tragando nieve-. Había que venir corriendo justo hoy para buscar a un tío ejecutado en los años 30."

La carpeta existía. Contenía una lista de los puestos ocupados por Ben Sión desde 1917, con sus respectivos salarios, y la fecha de su expulsión. "Para conocer el tipo de proceso al que tuvo derecho, tiene que ir al Memorial de las víctimas de la guerra y del estalinismo", me informaron unas archivistas menos hurañas que las otras.

El Memorial cuenta con una excelente computadora donde me enteré de que Ben Sión había sido juzgado por un auténtico tribunal, no por una troika cualquiera. Eso significaba que el preso no era fusilado hasta no confesar sus presuntas fechorías, a fin de conservar la declaración en el archivo de la KGB. Ben Sión aguantó cuatro meses antes de terminar declarando: "Bueno, sí, he cometido actos de terrorismo contra la Unión Soviética". Cuatro meses de torturas físicas y morales, entre las que siempre se contaba la más convincente: la fidelidad al Partido. Si el Partido pedía que se confesara un crimen no cometido, era difícil que el militante se negara a cumplir. Sobre el paradero de la mujer y del hijo sólo encontré una pista insegura. En cambio, al seguir la de mi padre en la URSS, he logrado averiguar que todos sus jefes, camaradas y novias de nacionalidad rusa terminaron fusilados igual que Ben Sión.

En 1928, Lozovsky, el patrón del Profintern o Internacional Sindical Roja (que también, naturalmente, acabó en la Lubianka), envió a mi padre a Montevideo para trabajar en el Buró Sudamericano de ese organismo sindical. Rastrear al "emisario secreto" en la capital uruguaya resultó más arduo que escudriñarlo en Moscú: no hay ninguna computadora que dé testimonio de que Montevideo funcionó, durante aquellos años, como un centro soviético. Sin embargo, así fue. Gracias a una maravillosa biblioteca porteña, la del Cedinci, dirigida por Horacio Tarcus, pude enterarme de que Carlos participó en la publicación de la revista quincenal montevideana El Trabajador Latinoamericano y en la organización de la Conferencia Sindical Latinoamericana que tuvo lugar allí en 1929. Un año más tarde fue enviado a "monitorear" huelgas en Bolivia y Perú, y luego a Chile donde intervino en el efímero gobierno, soi disant socialista, de Marmaduke Grove. Socialista o no, los comunistas chilenos, asesorados por dos "instructores clandestinos" llamados Dujovne y Mariansky, aprovecharon para crear los soviets en la Universidad y en barrios de Santiago. El tema de estos soviets desencadenó una feroz polémica en el seno de la Internacional, al cabo de la cual todos los rusos, adversarios o partidarios de fundarlos, finalizaron en Moscú con el balazo en la nuca.

Carlos Dujovne tuvo la inteligencia de no volver a Rusia y de escaparse a caballo por la Cordillera para reintegrarse a su país. Le debo a esa inteligencia el hecho de haber nacido. A partir de ese instante, se desligó de la Internacional para convertirse en un comunista argentino mostrable y no secreto. Pasarían varios años, sin embargo, antes de completar el "blanqueo": cuando en 1935 conoció a Alicia Ortiz en una reunión de la Aiape -Asociación de intelectuales antifascistas-, todavía se presentaba bajo su nombre de guerra: Carlos Fuentes. Al mes de casado, conoció también su primera cárcel con pateaduras y picana incluidas (eran los tiempos de la Sección Especial y de la campaña "anti-judeo-bolchevique"). En 1939, ya como Carlos Dujovne, fundó la Editorial Problemas, especializada en temas marxistas. Yo recuerdo el día de junio de 1943 en que la policía clausuró la editorial y quemó los libros por orden del GOU (Grupo de Oficiales Unidos). También recuerdo la visita que mi madre y yo le hicimos a Carlos en la prisión de Neuquén, donde pasó dos años junto con decenas de comunistas, amontonados allí con la intención expresa de matarlos de frío.

Volvió a casa con más reumatismos y menos dientes, pero también con ideas de conciliación que no se condecían con la "línea" del comunismo argentino, ni con la del ruso. En la cárcel pensó, rumió, ató cabos y, en 1947, nueve años antes del XX Congreso donde Khruschev denunció los crímenes de Stalin, renunció al Partido. Desde ese momentose convirtió en lo que la jerga partidaria denomina un "muerto civil" y se sumió en la más completa soledad hasta el fin de sus días, excepción hecha de un período, en los años cincuenta, cuando el entonces presidente de Bolivia, Hernán Siles Suazo, lo invitó a colaborar con la revolución del MNR.

No he escrito este libro a partir de mi devoción filial. Aunque el cariño resulte perceptible, éste es un trabajo repleto de documentos no necesariamente aburridos, donde sólo me permito la primera persona para narrar viajes, búsquedas y esos hallazgos inesperados que surgen de repente, como guiados por una inteligencia benévola que nos diera una mano. Un día, por ejemplo, en Buenos Aires, un conocido historiador me preguntó qué estaba escribiendo. Se lo dije. "¡Ah! -me contestó con ojitos traviesos-. ¿No querés que te pase la ficha del FBI sobre tu padre y tu madre?". No creo ni en el destino ni en el azar, sino en una combinación de los dos, acaso generada por la energía que desplegamos para lograr un fin. Tampoco diría que me he lanzado a indagar en esta historia para aliviarme yo misma de una carga pesada. La existencia del camarada Carlos estuvo ligada a una de las mayores tragedias del siglo XX, que él vivió de modo absoluto, en la esperanza y en la desilusión. La he investigado por ella misma y no por mí, cerrando el círculo de un sentido que no debía permanecer abierto.

Por Alicia Dujovne Ortiz

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