Por Ricardo Forster
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En un ensayo medular, George Steiner despliega una honda y perturbadora reflexión alrededor del equívoco inevitable que atraviesa de lado a lado a esa extraña nación que llamamos Israel (digo extraña porque suele medírsela con una vara muy distinta a la que se utiliza con el resto de las naciones del mundo, una vara signada por lo absoluto, por la pureza total de la que debería dar cuenta por su origen o la del más brutal de los envilecimientos que acaba por transformarla en la patria diabólica, en la nueva encarnación del mal; nada, cuando se habla de Israel, es directo ni ingenuo). Cito, entonces, a Steiner: “En el manifiesto fundacional y secular del sionismo, el Judenstaat de Herzl, el lenguaje y la visión imitan orgullosamente al nacionalismo de Bismarck. Israel es una nación en grado máximo: vive armada hasta los dientes. Para sobrevivir día a día, ha obligado a otros hombres a vivir sin hogar, los ha convertido en seres serviles, desheredados (durante dos milenios, la dignidad del judío consistía en ser demasiado débil para hacer que otro ser humano viviese de forma tan inhóspita y difícil como él mismo). Las virtudes de Israel son las de la sitiada Esparta. Su propaganda, su retórica del autoengaño son tan desesperadas como las de cualquier nacionalismo de la historia. Bajo una presión externa e interna, la lealtad se ha atrofiado dando paso al patriotismo, y el patriotismo ha dado paso al chovinismo. ¿Qué lugar, qué excusa cabe en esa plaza fuerte para la ‘traición’ del profeta, para el rechazo de Spinoza a la tribu? El humanismo, dijo Rousseau, es ‘un hurto cometido contra la patrie’. Bien cierto”. (“El texto, tierra de nuestro hogar”).
Desde la lejanía de su historia, el pueblo de Israel ha sabido atravesar diversas vicisitudes tanto espirituales y materiales como políticas, culturales y sociales; ha conocido al dios de la guerra y de la venganza del mismo modo que supo escuchar la voz clara y potente de los profetas que clamaban contra las injusticias cometidas en su nombre; conoció el reino davídico-salomónico, ese que sería convertido en leyenda y en promesa restitutivo-mesiánica olvidando las penurias de los “constructores de los palacios”, esas masas anónimas que siempre fueron explotadas a lo largo de la historia, para enaltecer la majestuosidad de los poderosos amparados por el “brazo fuerte” de Yahvé; pero también conoció el exilio, la dispersión de las tribus, el sometimiento a los distintos imperios de la antigüedad; supo de la resignación y de la rebeldía; conoció la palabra única y desafiante de Amós y de Isaías que supieron desgarrar los velos de las mentiras y de las injusticias fundando una tradición que se continúa hasta nuestros días; desplegó los lenguajes de una nueva ética que supo hacer del huérfano, de la viuda, del pobre y del extranjero el eje central de la hospitalidad y del acogimiento del otro; supo construir la patria en el Libro cuando perdió la tierra natal.
En su seno convivieron el deseo tribal, ese que recogía los mitos y los símbolos de un pueblo único, fuerte, capaz de someter a otros pueblos y de erigirse en una nación poderosa, junto con la universalización de la promesa mesiánica, esa que se transformaría en el humus de las siembras más significativas que se hicieron en nombre de la libertad y la igualdad de todos los seres humanos. Pueblo girado sobre sí mismo, enclaustrado en su autorreferencialidad; pueblo de la escritura y de lo abierto, hijo de un nuevo cosmopolitismo asociado a la interpretación interminable del libro; pueblo del desarraigo convertido, por los poderosos de ayer a lo largo de dos milenios, en extranjero eterno, en paria, en labrador de palabras en el viento porque carecía de tierras para cultivar.
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Un pueblo, como escribía Franz Rosenzweig en La estrella de la redención, que al renunciar a dar la sangre en defensa de la tierra se convirtió en el pueblo de la eternidad del tiempo (por esas paradojas de la historia y de las pasiones, Rosenzweig pensaba que el destino del judaísmo se había sellado con esa renuncia que le había permitido sustraerse al olvido que la historia les tenía reservados a la mayoría de los pueblos de la antigüedad que decidieron dar sus vidas, derramar sus sangres, para defender un pedazo de tierra o un Estado, lo mismo da, transformándose apenas en una nota a pie de página en los libros de historia; renunciando a ese acto guerrero los judíos se transformaron radical y absolutamente haciendo de la diáspora y de la lectura el laberinto inconcluso de una patria sin dominios ni violencias que se fue construyendo alrededor y en el interior de ese libro quemado por los poderes cristianos a lo largo de siglos y siglos y que lleva el nombre de Talmud –libro sin potestades definitivas ni principios de autoridad demarcatorios y censores; libro de márgenes y glosas, de interpretaciones inacabables, de discusiones que subvierten la continuidad del tiempo–. A la sombra de ese libro inabarcable y de las escrituras bíblicas se levantaría, en los años dominados por la cristiandad medieval, la sabiduría de los cabalistas, maestros no sólo del lenguaje y de sus misterios sino portadores de una interrogación inagotable capaz de hurgar en los secretos del mundo mientras la hostilidad y la violencia se cegaban con los cuerpos y los libros del pueblo errante. De esa saga de lectores infatigables, de buceadores de perlas en los fondos oceánicos de la vida y de las escrituras, saldrían los heterodoxos y los herejes, los fieles cultores del ritual y los forjadores de nuevas sendas. Allí se inscribirían los nombres de Maimónides y de Spinoza, de Mendelsohn y de Marx, de Rosa Luxemburgo y de Walter Benjamin, de Sigmund Freud y de Franz Kafka. Nombres para recordar la rama dorada de un humanismo en vías de extinción, amenazado desde adentro y desde afuera por una sociedad de la depredación económica, cultural, militar y social. Hace tiempo que Israel ya no responde a esas tradiciones sino a la reinante razón de Estado, como la mayoría de las naciones del planeta. La vía nacional-militar que viene emprendiendo con mayor intensidad desde la Guerra de los Seis Días ha herido muy duramente a lo mejor que esa sociedad guardaba dentro de sí. Lo que le queda ahora es la mitificación y la sordera ante el dolor del otro, del despojado, del expropiado, del nuevo paria. ¿Era esa la razón de ser de los sueños de Buber y de Scholem, de Ahad Haam y de Leibowitz?
Para Rosenzweig, que escribió y vivió antes de la Shoá, la alternativa planteada por el sionismo se desviaba de lo que él consideraba las fuentes y las riquezas del judaísmo diaspórico, esa extraordinaria cualidad de habitar la eternidad del tiempo sin plegarse a las idolatrías nacionales. Discutió amargamente con Gershom Scholem quien, en esos años previos al nazismo, eligió dirigir sus pasos hacia Jerusalén para defender allí, junto a algunos otros entre los que se encontrarían el fundador de la Universidad Hebrea y Martin Buber, la idea de una nación para dos pueblos, la búsqueda de la convivencia judeo-palestina. Los sueños de Scholem y de Buber, también en parte los de Einstein, de aquello que se llamó el sionismo cultural y que aspiraba a un hogar compartido, quedarían seriamente dañados por el triunfo de la opción de un sionismo nacionalista y signatario de la Realpolitik que se apresuró a aniquilar cualquier posibilidad de diálogo y de entrelazamiento con las poblaciones árabes nativas, que también guardaban en su seno sectores que se oponían a cualquier acuerdo (vale la pena recordar las negociaciones con la Alemania hitleriana del muftí de Jerusalén –máximo representante palestino– para no pecar de ingenuidad histórica volcando la balanza y la responsabilidad de un solo lado). Un corte trágico se iniciaba, un corte que volvía a confrontar, en el interior de la experiencia judía, su núcleo tribal-nacional con su otro núcleo cosmopolita-universalista.
3
Hace un par de años, sacudido por la guerra del Líbano escribí en este mismo diario las siguientes líneas que quisiera volver a citar: “Toda guerra es miserable y dolorosa; nada justifica la muerte de civiles, la destrucción de ciudades, el horror del bombardeo permanente. Matar en nombre de cualquier fe, religiosa o secular, es, siempre, un crimen. El ejército israelí mata, Hezbolá mata, Hamas mata, Siria mata, Irán mata, Estados Unidos mata... y la lista es mucho más larga, casi inacabable, y atraviesa la geografía entera del planeta. La guerra, en sus múltiples versiones y justificaciones, nos deja desamparados en tanto que seres humanos, nos comunica con la crueldad que llevamos muy dentro de nosotros. Por supuesto que no todas las guerras son iguales, ni todas las muertes representan lo mismo. Ha habido guerras inevitables, guerras brutales, guerras en nombre de la libertad que acabaron por expandir la opresión, guerras contra el totalitarismo, guerras de liberación nacional que expulsaron al opresor para imponer otro régimen de dominación tanto o más cruel y represivo. Israel no es la excepción, ni es la cenicienta de las naciones ni es el diablo, ese monstruo en el que lo quieren convertir algunos de nuestros progresistas. Israel ha librado distintas guerras, ha matado y ha sufrido, ha intentado tejer la paz y también la ha boicoteado, ha tenido en su interior voces ejemplares que llamaron y lo siguen haciendo insistentemente a la concordia entre los pueblos, que reclaman el derecho a un Estado palestino, y voces reaccionarias que sueñan con el Gran Israel proyectado desde las escrituras bíblicas y transformados, esos sueños, en delirios de dominación y destrucción. Israel es un país complejo, abigarrado, pleno de contradicciones, sus calles han sido y siguen siendo escenarios de debates políticos, de manifestaciones de distinto tipo, de exigencias en nombre de la paz y de la guerra”. Hoy, cuando escribo estas otras líneas mi pesimismo ha crecido indignado y hondamente dolido ante lo que el ejército israelí, como fuerza de opresión, está haciendo con el pueblo palestino y esto más allá de la excusa que se llama “Hamas” (que no representa los valores democrático-humanistas que ha sabido cultivar ese pueblo sufrido, que, antes bien, ha sido y sigue siendo un factor de violencia en nombre de otras formas del fanatismo). Se trata, ahora, en este preciso momento, de la supervivencia moral del pueblo y de la sociedad israelí, que ha optado en su mayoría por cerrar los ojos ante el sufrimiento del otro para cebarse en su propia ira profundamente atravesada por el prejuicio, la intolerancia y el olvido de su propia historia. Sin paz, sin derecho palestino a su Estado, sin abrir Jerusalén como ciudad de la hospitalidad, todos, tarde o temprano, y en especial los judíos, volveremos a ser extranjeros
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