La cuenta impaga *
Andrés Aldao
Es muy duro escribir acerca de crímenes. Y de las consecuencias de esos crímenes. Sobre todo si esos hechos ocurrieron en un período histórico tan reciente. Cuando la impunidad, aún, se regocija con el dolor de los otros. De los reprimidos y los muertos. De los desaparecidos, que no han merecido la triste paz de una tumba, y sus familiares, que no han hallado el simple consuelo de una memoria con nombre y apellido.
Las condenas morales no sirven. Son una gratificación, una especie de condecoración de hojalata, interpolada con disimulo y aprovechando la abulia que a veces desarma la vigilia del sector contestatario de la sociedad.
Escribir sobre ese período, pues, no me resultó fácil. Hay mucho luto, muchas tragedias, muchas muertes. Millares de víctimas padecen, aún, la cobardía de los asesinos que los desaparecieron. Los crímenes son la cuenta pendiente, el capítulo no terminado, la deuda impaga. Por eso los familiares, los protagonistas sobrevivientes, los amigos y la sociedad, no pueden ni deben “cerrar la causa”. Los asesinos prosiguen su vida, paseándose entre los recovecos de la Argentina posproceso. Las molestias son mínimas y muchos de los ejecutores permanecen en las tinieblas del anonimato. Acariciando cabecitas de criaturas; sonriendo a los vecinos; haciendo compras en los supermercados; almorzando los fines de semana con toda la familia. Una existencia pastoral, idílica y conmovedora. Las manos perjuras, salpicadas de sangre y horror, reciben el tratamiento de costosas manicuras. Y el mundo sigue andando.
La visión de mis relatos es antitriunfalista, con personajes de carne y miedo, imbuídos de heroísmo, llanto, delirio y tragedia, arrojados irresponsablemente a la aventura de una muerte atroz, anónima y solitaria, o víctimas del funesto plan de represión diseñado por la inteligencia militar y ejecutado en gran medida por los infiltrados de los servicios vestidos con ropaje activista.
Cada uno de estos relatos ha sido para mí un desgarro muy profundo. Como “La Huída”, que recrea mi experiencia personal; el joven militante de “Madre Orga”, que deambula entre el miedo físico, el temor a la muerte, y el sentimiento de culpa que le generaban los compañeros caídos; el pequeño botija uruguayo (“Y entonces entraron esos hombres”), víctima del horror e inocente de toda inocencia; los dos viejos de “La sospecha”, lastimados por los fariseos del martirologio sacralizado, porque el hijo (“.un pendejo de 17 años”) no pudo soportar los tormentos que le infligieron sus victimarios; el cinismo oportunista de ese profesor que se montó en la gratuidad trepadora del escalafón social, pisoteando a los centenares de colegas perseguidos, exiliados o muertos, e incapaz de brindarle a su mujer “Tan sólo una flor”. Y finalmente está Euzkadi Baztarrica, el Vasco huraño de “El Ajuste”, que perdió a su hermano y renegó de la fe militarista, que tiene desaparecida a esa novia adolescente con la cual pateaba piedritas en la antológica plaza Irlanda de Caballito, que afronta un destierro que los años han convertido en voluntario y desgarrador al mismo tiempo, porque su vida transitaba en los páramos de la nostalgia partida por un navajazo que le hurtó tantas mañanas y noches, extrañado de su mundo cotidiano; arrojado de su cultura a las fauces de la adversidad. Fingía una aclimatación que le curtía el epitelio, pero un lacerante desgarro penetraba en su profunda soledad, en su ser más íntimo, desgajado de los amigos, la música y los aromas de su ciudad,. Y de la poesía y el policromo sabor de una urbe que ya no sería jamás la misma. Que sentía como suya, desoladoramente propia; y sin embargo extraña, inmisericorde y lejana. Ese Vasco, gladiador solitario que pretendió redimir a los muertos, a los torturados, a los hijos sin padres, a los padres sin hijos, a las abuelas y abuelos que han perdido a sus nietos, no importa si su ajuste solitario es válido, si trasciende o no. Porque esas balas que le “atravesaron” la vida a uno de los asesinos, es todo un símbolo y genera un comprensible bienestar. Porque asesinos como esos no merecen disfrutar las tibiezas de la vida cotidiana.
Los relatos no buscan adhesiones o aplausos: tan sólo compartir un momento de dolor con la gente que vivió la tragedia latinoamericana. Pero quise hacerlo sin máscaras ni falsedades. Rescatando a las víctimas, pero sin dejar de condenar a aquellos que pensaron en el acto revolucionario como una misión de delirio y muerte, o denunciar a los Firmenich y su guardia pretoriana, primos hermanos y compinches de Videla, Massera, Suárez Mason, Menéndez, Bussi y toda la carroña militar que ha sobrevivido gracias a los políticos, que han querido cerrar, sin honra, el nefando período que comenzó con López Rega (gracias al acto senil y final del Viejo). Sé muy bien que mi auto de fe no es atractivo ni triunfalista, ni va a concitar las simpatías de los delirantes, o los que desenfundan el dedo fácil de la crítica tóxica. No procuro complacer a nadie. Odio las medias tintas. En esta época sin principios puedo asegurar que éstos, los principios,el exilio irrevocable y una conducta limpia, son mis únicos bienes. •
Andrés Aldao • junio 10, 1998
* Este prólogo, escrito hace una década, lo rubrico sin agregados ni correcciones (A.A., septiembre, 2007
1 comentario:
Y el mundo sigue andando... ya había leído esto. Se hace nuevo ya no por décadas, por días. Más cuándo encontraron huesos humanos en grandes cantidades en la ciudad de La Plata cerca de lo que se supone un pardón de fusilamiento. Estas palabras parecen balas a los oídos. Un abrazo. Mercedes Sáenz
Publicar un comentario